domingo, 7 de marzo de 2010

UNA DECLARACION DE PRINCIPIOS


Hacer el teatro furibundo de John Synge en nuestra segunda temporada, la de 1976, fue una manera de enrolarnos en la vertiente de lo popular, sin alusiones localistas. Synge había sido descubierto por William Yeats en París, quien se burló diciendo: “Vaya...un irlandés que pierde el tiempo tratando de ser francés...”.
De vuelta en sus lares, el joven Synge vivió durante tres años con las gentes de las yermas islas Aran, porque opinaba que para encontrar significado en el drama y en la poesía, había que entrar en contacto no con la civilización urbana sino con la gente que sabía lo que significaba la cosecha, la primavera, la vida y la muerte.
De las obras largas de Synge, "El farsante más grande del mundo" es la más famosa. Parte de su reputación se debe a que en ocasión de su estreno levantó violentas protestas de algunos grupos irlandeses, lo que es difícil de entender para un observador neutral, puesto que es una comedia divertida, que aunque está llena de sátira nunca es cruel, ni es una sátira sólo de los irlandeses, sino más bien del género humano en general, tan proclive a idolatrar a los imbéciles y fanfarrones, como el protagonista de la obra.
Aprovechamos lo que el propio Synge había escrito, para insertar una nota en el programa de mano de "El farsante más grande del mundo", que curiosamente se estrenó en el Aula Magna de la Facultad de Medicina y luego pasó a Corrientes 2038.
Esa nota fue para nosotros una suerte de “Declaración de principios”, (que, demás está aclararlo, molestó sobremanera a la gente de la Dirección de Cultura):

Un teatro que logre tener claros sus objetivos, es un teatro destinado a trascender. En un teatro de repertorio esta premisa es indispensable. El Teatro Universitario de Buenos Aires considera que la obra elegida para inaugurar su temporada oficial del año 1976 reúne, aparte de sus valores dramáticos, las condiciones propias de una declaración de principios, con miras al logro de ese principal objetivo. Las propias palabras del autor, escritas en enero de 1907, son el mejor testimonio de lo que afirmamos: “Al escribir esta pieza he usado solamente una o dos palabras que no haya oído entre las rústicas gentes en mi tierra de infancia antes de poder leer los diarios. Ciertas frases que empleo las he oído también en boca de pastores y pescadores a lo largo de la costa y también a mujeres mendicantes o cantores de baladas y me complace reconocer cuánto debo a la imaginación popular de estas gentes. Cualquiera que haya vivido en una intimidad verdadera con los campesinos irlandeses sabe que los dichos y las ideas más extravagantes en esta obra son pálidos, por cierto, comparados con la fantasía que uno oye en cualquier pequeña choza o taberna de las laderas. Todo arte constituye una colaboración y existen pocas dudas de que en las épocas felices de la literatura las frases notables y bellas deben haber estado tan a mano del novelista o el dramaturgo, como los mantos y atavíos de esos tiempos. Es probable que cuando el escritor isabelino tomaba su tintero de bolsillo y se sentaba a trabajar, usara muchas frases que acababa de oir, mientras estaba sentado a la mesa, en boca de su madre o de sus hijos. En Irlanda, los que conocemos al pueblo tenemos el mismo privilegio. Esto, a mi entender, tiene importancia, porque en los países donde la imaginación del pueblo y el idioma que usan es rico y viviente, a un escritor le es posible ser rico y copioso en sus vocablos y al mismo tiempo dar la realidad, raíz de toda poesía, en forma comprensiva y natural. En la literatura moderna de las ciudades, la realidad de la vida es descripta con palabras descoloridas y carentes de alegría. En el escenario es menester tener realidad y es menester tener alegría.”
John Millington Synge.

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