Siguiendo la modalidad de los centros de drama de las universidades europeas y americanas, cada año ingresaban al TUBA nuevos contingentes de estudiantes universitarios, mediante el sistema de las audiciones.
Audicionar para postularse a una actividad relacionada con lo artístico genera una inquietud tal vez nunca antes manifestada en quien se propone intentarlo. Una vez inscriptos en la Dirección de Cultura, en las oficinas de la calle Azcuénaga, los aspirantes llegaban a Corrientes 2038 con la copia en mano de su solicitud y lo primero que preguntaban era: “Qué tengo que hacer...?”.
A fin que de entrada se sintiesen a gusto y pudiesen compartir experiencias con jóvenes de su misma edad o cursantes de las mismas carreras de las que ellos provenían, no los atendía yo sino varios de los integrantes del elenco. Ellos se encargaban de tranquilizarlos y de infundirles confianza. La audición no era un examen de admisión, de tipo eliminatorio.
Era, en realidad, el incentivo para que se animasen a mostrarse, como en ningún otro lugar, hasta ahora, se habían atrevido a hacerlo.
Las noches de audiciones eran apasionantes, por las sorpresas con que tanto yo como los ya casi veteranos miembros del TUBA, que ocupábamos la platea, nos enfrentábamos. Estaban los que se quedaban mudos y lo único que hacían era confesar: “No preparé nada...no supe qué preparar”.
Con cierto grado de complicidad, los de la platea se comentaban en voz baja: “Ahí está un talento tapado, ya van a ver cuando se anime”. Y el tiempo demostraba que generalmente era así. Todos los grandes de la escena del mundo, -incluido nuestro querido y respetado Alfredo Alcón-, han sido al principio (y lo siguieron siendo fuera del escenario por el resto de sus vidas), unos enfermos crónicos de timidez.
Este movimiento anual de renovación de sus planteles transformaba al TUBA, por varios meses, en un ir y venir de chicas y chicos vocalizando, intercambiando apuntes sobre Meyerhold o Stanislavski, escondiéndose tras los paneles de decorados en desuso para ponerse sus ropas de gimnasia o sus mallas de baile, a falta de un lugar más apropiado para hacerlo o tratando de memorizar la escena del reencuentro entre Nina y Treplev, en el último acto de “La gaviota”, de Chéjov.
El TUBA regeneraba sus células a partir de los nuevos ingresos, así como un organismo humano lo hace constantemente. Nunca el teatro estaba más vivo y en plenitud que durante la época de las audiciones.
En medio de tanta lozana algarabía, era menester no perder de vista aquello que diecisiete años antes yo había tenido que aprender al ingresar como aspirante en Nuevo Teatro: aquellos jóvenes maravillados por lo que acababan de descubrir debían tomar conciencia cuanto antes que pertenecer al TUBA era aceptar de buen grado una serie de responsabilidades.
La continuidad orgánica de un teatro como este se había podido lograr sólo merced a la contribución voluntaria y a la vez rígidamente responsable de los que durante los siete años anteriores habían decidido utilizar sus horas disponibles para ponerlas al servicio de una causa altruista: hacer vida de teatro, en un teatro de repertorio.
Muchos eran los que fracasaban en este proceso de incorporación a un lugar que facultaba la experimentación concreta del hecho escénico, pero que exigía una contribución de energía sin claudicaciones a su misión de servicio público como divulgador de cultura.
Ser integrante del TUBA (y se lo era desde el instante siguiente de haber cumplido con el requisito de dar la audición de prueba, así esta hubiese sido desastrosa), concedía igual margen de posibilidades de representar un rol gravitante en una obra del repertorio que de oficiar de operador durante horas y meses frente a una consola de sonido o de iluminación o de ser por igual cantidad de tiempo el que recibe a los espectadores en la puerta de la sala para hacerles entrega del programa de mano.
En uno u otro caso, haría falta la misma disposición, la misma entrega sin desfallecimientos y la misma infalibilidad de concurrencia los días de función. Cuando las luces de la sala se apagan y se produce ese silencio expectante, con el cual el público prologa el acto mágico que ha de sobrevenir, Orestes y el sonidista, Electra y la acomodadora que ayuda a ingresar en el mayor silencio al tardío espectador, son igualmente importantes e imprescindibles.
Algunos aspirantes a formar parte de esta “vida de teatro” lograban incorporarla sin rescindir ni vulnerar su dedicación al estudio. Eran los que podían llegar a permanecer por años en el TUBA. Estaban también los que se alejaban por un período muy crítico de sus estudios y tras unos meses y unos años de alejamiento, volvían a formar parte de la compañía, sin reclamar “derechos de antigüedad”.
La mayoría -así lo demuestran las estadísticas que por nuestra cuenta llevábamos- cumplía con una experiencia de tipo transitorio. No estaba mal que así fuera. No habían ingresado a la Universidad para ser “hombres de teatro”, sino médicos, ingenieros o contadores públicos.
En su bagaje adulto de vivencias, las horas pasadas en el escenario o los talleres internos del TUBA quedarían grabadas de forma indeleble, formando parte de esa bohemia de juventud que, si se vive con belleza, con pasión y con alegría, muy firme sostén será luego contra los avatares de la existencia.
lunes, 1 de marzo de 2010
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