domingo, 7 de marzo de 2010
SOBRE CAMPAÑAS DE FRONTERAS Y TITULOS DE PROPIEDAD
Se dice que Luchino Visconti era burdamente ofensivo cuando se trataba de gente que no le caía bien o a la cual despreciaba por su mediocridad o sus bajezas. Juan Carlos Ghiano no le iba en zaga y me tocó ser testigo de unas cuantas oportunidades en que se dio el gusto de no contestar el saludo o mirar con desprecio desde su altura corpórea, a más de un funcionario de la Universidad.
Cuando Ghiano llegó al TUBA tenía sesenta años y era miembro y secretario de la Academia Argentina de Letras.
La noche del estreno en el TUBA (el 20 de septiembre de 1980) de tres de sus tragicomedias, agrupadas bajo el título de “Miedos y soledades”, el renombre de Ghiano atrajo a lo más rancio del ambiente intelectual de Buenos Aires, desde Adolfo Bioy Casares hasta Alicia Jurado, pasando por Eduardo Gudiño Kieffer, Jorge Cruz, Bettina Edelberg, Francisco Javier, Mirta Arlt y Pedro Barcia.
Al finalizar la representación, la sala de Corrientes 2038 repleta reclamó la presencia de Ghiano en el escenario. Cuando se esperaba de él el discurso de un académico, le bastó una sola frase para romper con la solemnidad del momento; rodeado por los diez intérpretes y su director, se limitó a agradecer al Teatro de la Universidad de Buenos Aires el poder considerarse “todavía vivo como autor dramático y como ser humano”.
Dijo también que se sentía muy orgulloso de pertenecer a partir de ahora al repertorio del Teatro de la Universidad, por ser este un elenco que, por la infatigable travesía por lugares distintos y por el cúmulo de contrariedades de las que se había visto permanentemente rodeado, podía ya decirse (sin hacer alusión a cuestiones militares, aclaró) que había cumplido con creces una verdadera “campaña de fronteras”.
Hubo risas y aplausos generalizados y entonces Ghiano, sintiéndose a sus anchas y con la naturalidad de quien, desde la posición en que está, puede darse el lujo de expresar lo que se le antoje, continuó diciendo:
“Los veo trabajar, coser las niñas entre montones de escombros y basura; los muchachos trepados, haciendo riesgosos malabares en escaleras y andamios; veo el trabajo del director, al que conozco hace tanto tiempo, y que parece tener un doble que sigue trabajando cuando el verdadero descansa y me digo: hasta cuándo tendrán estos muchachos que seguir asi, sin un taller de escenografía, sin un lugar apropiado para sus ensayos, siendo constantemente hostigados porque dejan cosas a la vista o porque no hacen bien la limpieza... La Universidad tiene que darles esta casa, que ellos han sabido elevar a la categoría de un centro de cultura, porque ellos la van a saber cuidar sin lugar a dudas y porque se merecen tener esta casa, para tener aquí su biblioteca, su discoteca, sus talleres, todo lo que hasta ahora han estado arreando de un lado para otro... El teatro de una Universidad, pienso yo que alguna vez estuve en la Universidad (risas nuevamente) debe ser, por sobre todo, un estrado para inculcar convicciones válidas y profundas, innegables verdades...no para que se le hagan cochinadas como he visto hacerle a esta buena gente.”.
Las palabras de Ghiano cayeron en saco roto. La casa a la que él aludía, el viejo edificio de Corrientes 2038, no llegó a ser nunca nuestra. Es más, terminaron desalojándonos y a los nuevos ocupantes (me refiero a los que hicieron “El Rojas”)
a esos sí les dieron título de propiedad.
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