miércoles, 3 de marzo de 2010

LA PERMANENCIA DE UN HONGO DEBAJO DE UN ESCENARIO


A fines de la década del noventa, tomó contacto conmigo un joven estudiante de la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UBA, nacido en 1978 (o sea que tenía apenas seis años cuando el TUBA cerró sus puertas, en junio de 1983). Este joven, futuro periodista, se interesó (más bien diría que “se apasionó”) por investigar la historia del TUBA, y fue así como (ya imbuido de todos los pormenores de esa aciaga historia), tuvo un buen día oportunidad de realizar una exposición, en el marco de un encuentro celebrado precisamente dentro de las instalaciones del actual Centro Cultural “Ricardo Rojas”, que tituló “Teatro y Memoria, el juego de significaciones entre pasado y presente”.
Algunos párrafos del texto de esa exposición, contrarrestan en cierta medida esa dolorosa e injusta abolición de la presencia del TUBA en el edificio de Corrientes 2038, que llevó a identificar como “Sala Batato Barea” a la que debió llevar el nombre de “Sala del TUBA” o, tal vez con mayor justicia, “Sala Oscar Fessler”.
Puedo transcribir aquí algunos de esos párrafos (sin su autorización, por cierto, porque no he vuelto a saber nada de él), porque en una de las tantas charlas que mantuvimos en cafés de barrio, me facilitó una copia:
“El teatro depende del pasado para cobrar sentido. Para ser en el presente. Se funda como hecho estético en la resignificación del pasado. Los textos, las obras, los actores, las poéticas, las experiencias del ayer y los guiños de otro tiempo, se encuentran como marcas en las experiencias y poéticas de hoy. El pasado indefectiblemente deja huellas, que serán, en los casos más ortodoxos, seguidas detalladamente. En otros, por el contrario, disimuladas, salteadas, pero no dejarán de existir.
“El hecho teatral, efímero, irrepetible, incodificable y por lo tanto irreproducible, tiene marcas del teatro del pasado, de antiguas poéticas. Ayer, en el marco de este congreso, presencié una ponencia en la cual se dijo, como dato tal vez minúsculo: “El Rojas no era lo que es hoy. Tenía un sótano lleno de humedad”.
“Tal vez por eso, y esto es solo una hipótesis, el TUBA cayó en el olvido, en el anonimato. Era parte de ese “sótano lleno de humedad”.
“Sin embargo sostengo que las huellas del TUBA siguen estando. Ese sótano con humedad del que se hablaba ayer, fue usado como depósito por el TUBA, cuando se presentaba aquí los fines de semana a lo largo de nueve meses por año.
“Algo entremezclado con la humedad supongo que habrá quedado, algo más digno de análisis que un simple hongo.”.
Cuántas noches de insomnio, en las que esos fantasmas del TUBA, aun sin exorcizar, han seguido rondando por mi memoria en forma obsesiva, he necesitado aferrarme a esa valiente definición: fuimos algo más que un mísero hongo nacido en la humedad de un sótano estrecho, debajo del escenario de Corrientes 2038, por el que desfilábamos encorvados de uno a otro lado, saludándonos en el camino, cuando los decorados que llegaban hasta el fondo no permitían cruzar por la superficie.
Ese sótano era donde guardábamos todo cuanto teníamos: trajes, utilería, herramientas, para que los mafiosos enquistados en el edificio no nos lo robase o nos lo destruyese, de puro cretinos nada más, porque nada de lo que guardábamos tenía valor de reventa.
Batato Barea tiene su nombre en la puerta de entrada a la sala de Corrientes 2038, pero el TUBA seguirá estando, mientras ese viejo edificio de la Universidad esté en pie, en la humedad que anide en sus recovecos.
Ambas (un nombre sobre una puerta o un hongo en la humedad de un sótano) son formas lícitas de permanencia.

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