domingo, 7 de marzo de 2010

ALBERTO WAINER Y EL TEMA DE LA BIFURCACION



A mediados de 1976 ya nos habíamos instalado por nuestra cuenta y sin pedir demasiados permisos, en el edificio de Corrientes 2038, donde había tenido lugar en su sala de la planta baja nuestra primera representación: la del 30 de noviembre de 1974, con la escenificación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”.
Estábamos lejos todavía de ser un “teatro de repertorio”, con varios espectáculos “en alternancia” en su cartelera, pero contábamos ya con una considerable corriente de público, que empezaba a descubrir ese teatro de jóvenes entusiastas, que no cobraban entrada y permitían un ingreso irrestricto de personas de todas las edades y de todos los sectores sociales de la comunidad.
Emilio Stevanovich, (siempre alentador de este tipo de empresas altruistas y empecinadas), me sugirió acompañar las representaciones de “El farsante más grande del mundo”, de Synge, con dos obritas que él había publicado en su revista “Talía” y que el autor, el joven dramaturgo argentino Alberto Wainer, había agrupado bajo el curioso título de “Correte un poco”.
Eran dos estampas del vivir ciudadano, en un tono un tanto surrealista la primera y de un neto naturalismo la segunda, elaboradas con un criterio muy similar al que imperaba en esa época de nuestro teatro, a la que Raul H. Castagnino define como “teatro del grabador”, precisamente porque los textos que se representaban no eran, en muchos casos, más que transcripciones apenas corregidas de improvisaciones hechas en los célebres talleres actorales, muy de moda en la época.
Una sugerencia de Emilio Stevanovich era prácticamente una orden. Curiosamente yo no tenía “asesores literarios” dentro de la Universidad (más bien, lo que tenía era “detractores literarios”, dispuestos a cuestionarme cualquier título “sospechoso” que pudiesen descubrir), pero sí contaba con el apoyo y el consejo de varios asesores extra-universitarios, entre los que se contaban Miguel Gastiarena (creador de “Las dos carátulas”), Juan Carlos Ghiano (a quien conocía desde el estreno de “Narcisa Garay” en 1959) y el propio Emilio.
Incorporamos a nuestra cartelera “Correte un poco” y en menos de una semana cundió el interés por verla entre los estudiantes universitarios, que acudieron en contingentes que apenas si cabían en Corrientes 2038 y cuyo número se siguió multiplicando a lo largo de la temporada.
Dos años después, en 1978, repusimos “Correte un poco” en un montaje similarmente camarístico al anterior, pero con proyecciones cinematográficas de calles de la ciudad de fondo y de los rostros de los protagonistas en intensos primeros planos y ni que hablar que el impacto en la juventud volvió a repetirse.
Necesito aquí abordar un tema que me agobia, pese al tiempo transcurrido desde aquellas puestas en escena del TUBA de las obras de Alberto Wainer. Es el tema de la BIFURCACION.
No se trata de la bifurcación cabalística de los senderos de Borges; simplemente se trata de la bifurcación que nos separa y aleja y nos impide el encuentro, entre aquellos que pertenecimos a la misma generación, al mismo ámbito donde volcar nuestras fantasías, nuestros reclamos, nuestros propósitos, nuestra lucha por ideales casi siempre esquivos…y nuestras quizá últimas reflexiones de madurez.
Alberto Wainer y yo nunca nos hemos conocido; probablemente nunca nos conoceremos, pero compartimos sin saberlo, mucho más que mis dos puestas (de 1976 y 1978) de su “Correte un poco” de juventud.
Nacimos casi a la par (él en 1939, en Zárate; yo en 1940, en el barrio de Constitución).
En 1959 él ya estaba metido en el movimiento de autores que habrían de impulsar la dramática nacional hacia un compromiso con lo social, que sólo Discépolo, Cuzzani y Lizarraga habían intentado antes.
En 1959 yo participaba como asistente de dirección en el estreno de la tragicomedia de Juan Carlos Ghiano “Narcisa Garay, mujer para llorar” en una carpa municipal de Belgrano; una obra que abriría la brecha hacia el teatro de indagación crítica en el alma de las clases proletarias de nuestra urbe ciudadana, sometidas a iguales fetichismos que los míticos personajes de la tragedia clásica. (Narcisa era una suerte de Antígona y Electra de conventillo, atadas las tres por la misma atracción hacia la venganza y la muerte).
Por esa misma época (comienzos de los sesenta), Alberto Wainer colaboraba literariamente con “La rosa blindada” y yo, junto con Alterio, José María López y Américo Chandía, (estábamos todos en Nuevo Teatro), íbamos clandestinamente al local de “La rosa blindada”, a representar los sainetes de Wernicke, el ilustre borrachín de la ribera.
Es seguro que Wainer y yo participamos de los mismos ideales de aquella generación ardiente de la década del sesenta, pero como dijo José Luis Mangieri cuando lo homenajearon por sus 80: “Siempre pensamos que la historia nos esperaba a la vuelta de la esquina, pero la historia, que es mujer, nos metió los cuernos”.
Así fue, nomás. En 1977 Alberto Wainer se fue a España, exiliado…y yo ya estaba metido desde 1974 en otra suerte de exilio: el que se vive sin salir de las fronteras del suelo natal (“El exilio en el reino”).
Cuando volvió a Buenos Aires en 1994, Alberto Wainer fue reconocido y se le abrieron las puertas de unos cuantos lugares vinculados al quehacer cultural.
Pero en 1994, yo ya estaba “proscrito” en Argentina, por haber sostenido la existencia de un teatro en la Universidad de Buenos Aires, durante los años de la dictadura.
La maldita bifurcación nos había alejado de aquel probable derrotero inicial, separándonos para siempre como son separados los continentes por un cataclismo sísmico en el planeta.
Supo (sabe) él que mientras cumplía su exilio en España, en la Argentina de la dictadura se lo estaba representando y con tanto éxito entre la juventud universitaria…?
Lo habrá indignado el hecho de haber sido partícipe (involuntario) de ese TUBA tan castigado por su todavía no probada complicidad con el “Proceso”…?
La bifurcación no da lugar a respuestas y sólo vale intentar la estúpida formulación de ciertos interrogantes, para que (como dice Griselda Gambaro), nuestros interrogantes no mueran en soledad.

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