sábado, 6 de marzo de 2010

GROTOWSKI, PETER BROOK Y EL HOLLIN DEL TUBA


Lunes 28 de febrero de 1983: Escribo en mi cuaderno de notas “íntimas” sobre cosas que pasan dentro del TUBA:
Cuántas veces volveré a pensar en esa “giornata mágica” en la que Luchino Visconti filma la reunión última de la familia Parondi, cuando Rocco habla del “mal de luna” y del “país del arco iris”, para expresar su añoranza por la tierra natal perdida...
Anoche se vivió otras de esas jornadas mágicas en el TUBA. Desde las seis de la tarde trabajamos en el acarreo de lugar de todos los viejos decorados, para posibilitar a los albañiles que están intentando la remodelación del pasillo de entrada al teatro, un lugar donde guardar sus bolsas de cemento, porque en la Carrera de Psicología se lo han negado.
Luego, a la noche, viejos trastos se reacomodaron en el escenario, para dar forma a la planta de montaje de la nueva versión de “Una tragedia florentina”, el drama de Oscar Wilde que estrenamos en 1981 y que hemos decidido reponer, pero cambiando totalmente el criterio de la puesta en escena.
En la semipenumbra de los focos de ensayo, con la sala totalmente a oscuras, las vigas recortadas y los practicables con restos de muchas otras escenificaciones han ido cobrando un aspecto fantasmagórico.
Luego, al ir perfilándose la muda escena inicial, el furtivo encuentro de Bianca y Guido, el todo se me apareció como ese ideal soñado, como ese “aquello por lo cual luchamos”, a que hace referencia la gran Katina Paxinou al comentar su proximidad a Visconti.
Durante la mañana había estado releyendo a Peter Brook y había experimentado una hiriente envidia cuando él habla del laboratorio pobre de Grotowski, donde la mística de los cuerpos se funde con la mística de las almas.
Ese tipo de cosas nos parecen inalcanzables, remotísimas, como de otro mundo. Y de pronto, a la noche, se tornan reales y cercanas en este desprotegido lugar que estamos reinventando todos los días, en medio de la mayor de las indiferencias externas...
Los colores del escenario anoche, se me antojan indescriptibles.
Eran como pinceladas de marrón y verde-hoja, con el fondo negro-azulado que ha quedado todavía de “Las coéforas”, bañado por esa especie de hollín de lava que la demolición de paredes ha esparcido por doquier.
A la madrugada, en mi cuarto, apenas si puedo pegar los ojos. Tengo los pulmones atascados por ese mismo hollín que hemos respirado durante horas, pero tengo –sobre todo-, la sensación urgente de que ciertas maravillas de la imaginación pueden llegar a corporizarse, quizá porque estamos emparentados a aquellas otras maravillas de las que leemos en los tratados; por la misma precariedad, la misma desesperación y las mismas secretas e incomprendidas iluminaciones.

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