martes, 16 de marzo de 2010

REFLEXIONES DE ARIEL QUIROGA DESDE SU RETIRO EN MAR DEL PLATA, A LOS 70 AÑOS


Va para dos años que vivo aquí, en Mar del Plata, definitivamente y muy cerquita del mar que rompe contra las piedras sobre las cuales desparramé hace mucho las cenizas de mi madre, fallecida un mes antes que se cerrara el TUBA en junio de 1983.
Debo haber creído que la lejanía de Buenos Aires, de esa calle Corrientes tan recorrida desde que era un principiante en el teatro a comienzos de los sesenta, me iba a hacer olvidar que en Corrientes 2038 (y adyacencias adquiridas) se erige un moderno Centro Cultural de la UBA, el Rojas, en el lugar donde cientos, miles de jóvenes, oficiantes y público, vivieron tantas horas de plenitud del goce intelectual, estético, emocional, sensual y revolucionario que constituye la participación, durante nueve años seguidos, en un hecho dramático probablemente sin precedentes (por la magnitud y lucidez de su repertorio, por la cantidad de representaciones realizadas) y cuya no continuidad en el tiempo que transcurre entre junio de 1983 y este presente de marzo de 2010, es tan inexplicable que hasta ahora, en estos 27 años, no hubo una sola autoridad de la UBA que pudiera responder a mis abrumadoramente cuantiosos, voluminosos reclamos en pos de una palabra, una frase, un expediente, una resolución académica, que acallase de una vez por todas mis no gastadas urgencias por entender porqué la Universidad de Buenos Aires no tiene, como todas las demás universidades del mundo (y habiéndolo tenido), un centro de drama dedicado a la investigación y concreción del milenario “arte de la escena”.
Vine a Mar del Plata en pos del apaciguador olvido, pero el incentivo de algunos bien intencionados y muy respetables amigos para que me pusiese a abrir este Blog, donde volcar mis recuerdos, las pocas fotos y grabaciones que logré atesorar, rescatándolas del afán destructivo de la Dirección de Cultura de la UBA, hizo que mi memoria, rebelde a los entierros clandestinos del pasado, reabriese sus nunca cicatrizadas heridas.
A medida que lo que en el manejo de un Blog se define como “entradas”, o sea, en este caso: los capítulos inconexos de aquella historia de nueve años del TUBA, empezó a incrementarse, busqué conectarme con los pocos que me quedaron en alguna agenda, de toda aquella muchachada universitaria que hoy ronda los cincuenta y pico de años.
Necesitaría ahora que tratasen de conectarse unos con otros, aunque quizá nunca se los pueda llegar a reunir a todos los que participaron del TUBA en este lugar de encuentros virtuales que es la web.
Es un homenaje que se les debe: la posibilidad de revivir cada uno su partecita en la construcción de esos nueve años tan colmados de realizaciones, viéndose o escuchándose en las fotos y los fragmentos de audio que los reflejan eternamente jóvenes, eternamente entusiastas, eternamente vociferando a los cuatro vientos su clamor de teatristas comprometidos con la razón de ser de un teatro hecho sin claudicaciones, con toda la pasión desinteresada que sólo la juventud es capaz de entregar a sus semejantes.
De la Universidad, de su actual Dirección de Cultura, del Centro Cultural Rojas…ya no espero respuestas. Los que están hoy en algún cargo no tienen la menor idea de cuales fueron las razones que hicieron que al TUBA se lo enterrase clandestinamente.
Lo único posible hoy es brindar a las nuevas generaciones un puente de acercamiento con aquella hermosa y también desdichada historia, que tuvo muchísimos ratos de sacralización del “humano más ser” (como define Barrault al encuentro de los comediantes con el público) y también mucha alegría, mucho clima celebratorio.
Valgan como ejemplo de esto último los minutos finales de la comedia de Georg Büchner “Leonce y Lena”, que el TUBA estrenó en Buenos Aires, en su temporada del año 1978, que están a continuación. Veran (mejor dicho: escucharán), cómo el público se impacienta por aplaudir, cuando la obra aun no ha finalizado y cómo, entre expresiones de júbilo tanto de los intérpretes como de los jóvenes espectadores presentes, se lleva a cabo un desenfrenado "ballet" final, con la jocunda "Danza de las horas", de "La gioconda", de Ponchielli, con la que Walt Disney hizo bailar a los hipopótamos y a los elefantes en la genial "Fantasía":

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