jueves, 4 de marzo de 2010
"EL DIA QUE MATARON A BATMAN": LA DRAMATURGIA RENOVADORA
“El día que mataron a Batman” fue, a lo largo de los nueve años de historia del TUBA, una de las obras que mayor impacto produjo en la juventud. Se estrenó en la sala de Corrientes 2038 a comienzos de la temporada 1982, en paralelo con el célebre grotesco de Luiggi Pirandello “El gorro de cascabeles”, y permaneció en la cartelera hasta el fin de la temporada, en la que otros nueve espectáculos se fueron sucediendo a su lado como parte del repertorio. Las razones que hicieron de “El día que mataron a Batman” un espectáculo fuera de serie, tanto para la época en que se la dio a conocer como para el tipo de público que llegó a sacudir hasta el frenesí, no derivan de su estructura dramática eventualmente innovadora sino, fundamentalmente, de su despiadada y feroz burla de los más “sagrados” objetos de culto de la masificada sociedad de consumo. Batman no es un extraterrestre como Superman; su vida de solitario aristócrata en una cueva abarrotada de sofisticación, pero cueva al fin, podría catalogarse como la de un resentido vengador anónimo, más preocupado por saldar la cuenta pendiente con los criminales que asesinaron a sus padres que por poner en vereda la justicia en esa desquiciada Ciudad Gótica (con demasiados puntos de semejanza con la tenebrosamente nocturna Nueva York).
Hasta que se corrió la voz y el público “adulto” que solía concurrir al TUBA fue paulatinamente desplazado por barras numerosas de jóvenes ansiosos por expresarse, “El día que mataron a Batman” era un misterio. Su título, a priori, había disgustado a los jerarcas de la Dirección de Cultura de la Universidad y mucho hicieron, en vano, para que yo me decidiese a cambiarlo. (Cómo se iba a hablar de “muerte” en momentos en que ya los muertos sumaban decenas de miles…). Al levantarse el telón, todo era de la más absoluta convencionalidad. Un decorado con sofá en el medio, (a la manera de la inveterada costumbre de todos los espectáculos profesionales), y un matrimonio como cualquier otro de clase media-alta, que se disponía a comer sus canelones (que encima eran de verdad y mandaban hacia la platea un olorcillo muy, pero muy tentador). Por supuesto, el televisor estaba encendido permanentemente. No se veía la pantalla (sólo la luz reflejándose en los taciturnos comensales), pero sí se escuchaban las voces con acento portorriqueño, entremezclándose con los parcos diálogos de la pareja. La quintaesencia del naturalismo. Hasta que salía el tema de fondo. “Ayer entré al garage –decía ella-, y por todos lados aparecieron capuchas, sogas, clavijas, revistas…No estarás de nuevo con esa manía de Batman…?”. Y sí, él era un ejecutivo, con muy buen pasar, con velero de fin de semana en el amarradero de San Fernando, pero… su obsesión, su maldita obsesión, era Batman. “Batman, siempre Batman…!!! –gritaba ella en un momento dado, al borde de la histeria-, hasta pienso que un día de estos lo voy a encontrar en la cama, durmiendo entre nosotros dos…”. Resumiendo: harta de tanta “batmanmanía” de su esposo, ella lo abandonaba y en el preciso momento en que él se quedaba solo, quién aparecía…?: Batman. El diálogo que el supuesto héroe inmaculado y el desolado esposo mantenían era, quizá, lo mejor que se haya escrito en el teatro argentino después de las sutilezas e ironías de “Narcisa Garay, mujer para llorar”, de Juan Carlos Ghiano. Batman se derrumbaba ante los ojos absortos del protagonista. Su vida era un martirio; ya no soportaba la humedad y las cucarachas de la baticueva; Alfred casi no lo atendía y el jovenzuelo Robin lo tenía bastante abandonado en sus reclamos amorosos…y encima tener que disimular, vistiéndose de Bruno Díaz y eso de correr al divino botón tras el Pingüino y el Guazón, que maldita la hora en que se le había ocurrido poner orden en una ciudad donde todos sus ciudadanos era delincuentes por igual… El final era un alarde de originalidad, en el más disparatado tono tragicómico imaginable: El fanático esposo decidía asesinar a Batman para ocupar su lugar. Lo lograba “borrándole el corazón con una goma” (total, no era más que un dibujo), y al tirarse por el balcón clamando por su amada esposa, pero sin la habilidad de Batman para usar sus sogas, se hacía trizas contra el pavimento.
Cuando se dio en la Facultad de Derecho, produjo un escándalo de proporciones; no había cómo calmar al estudiantado en su griterío de aprobación, ante aquella sátira sobre las idolatrías incondicionales y la taradez mental de los llamados “ejecutivos”. Algo similar ocurrió en Mar del Plata, en el Teatro Auditorium, cuando ocupó el escenario en una misma noche junto a “Stéfano”, de Discépolo, en una función auspiciada por la Universidad de esa ciudad. Corresponde ahora que yo aclare que “El día que mataron a Batman” había sido escrita por un integrante del elenco del TUBA, estudiante de la carrera de derecho, cuyo nombre era Hugo Daniel Hadis.
Hadis había ingresado al TUBA en marzo de 1981 y ese mismo año intervino en la producción de “Stéfano”, de Discépolo y en la de “La marquesa Rosalinda”, de Valle Inclán. El parte interno de actividades que llevábamos en el TUBA consigna lo siguiente, el jueves 4 de febrero de 1982: Hugo Daniel Hadis, en presencia de unos treinta integrantes del elenco, hace lectura a la dirección del libro terminado de su obra “El día que mataron a Batman”, probable primer aporte de un estudiante de la Universidad al repertorio de la compañía. Tras la lectura se realiza un debate sobre los aspectos filosóficos de la obra, que propone un sagaz enjuiciamiento de ciertos factores alienantes del hombre contemporáneo, como la adoración a ídolos de papel, ampliamente divulgados por los medios masivos de comunicación. La dirección considera que la obra, además de sus méritos literarios y de su edificante mensaje final sobre la necesidad de recuperar la valoración de los aspectos aparentemente más insignificantes, pero a la vez más auténticos y entrañables de la convivencia humana (la proximidad de los seres queridos, el simple disfrute de las cosas cotidianas), aporta una dramática sólidamente construida, capaz de interesar y aportar inquietudes a la enorme masa de público joven que concurre a las representaciones del Teatro de la Universidad.
Íbamos en pos, como puede advertirse, de ser no sólo un “teatro de repertorio” dedicado a divulgar autores consagrados, sino a proyectar en la escena nacional una nueva generación de autores universitarios. Hoy en día, otros lo están llevando a cabo, (con menos sentido de continuidad, desde luego), como en el caso del ciclo de obras breves sobre el tema de “La ira de Dios”, que según una nota en la edición de Clarín de este jueves 4 de marzo de 2010, es una propuesta del Centro Cultural Rojas (en Corrientes 2038, donde el TUBA, cuando esa era su Casa, hizo 1.163 representaciones entre 1974 y 1983).
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demasiado generosa tu crítica, querido Ariel
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