sábado, 6 de marzo de 2010

STEFANO o LA MUSICA DEL FRACASO


“Stéfano” es una partitura musical en prosa; tiene acordes, pausas y crescendos como una partitura sinfónica. Las frases suenan con cadencias de ópera italiana y aunque el mensaje final es derrotista, es un canto al idealismo, generalmente pisoteado por la ruindad y la opresión del diario vivir en la frustrante miseria. Stéfano es el músico que vino a “la América, desde el Nápoles lontado”, para componer la gran ópera, “come Verdi”, pero que termina hacinado en un conventillo, cargado de hijos no deseados y tocando el trombón en una banda municipal. La escena en que uno de los músicos de la banda, el inocente Pastore, viene a comunicarle a Stéfano que ha perdido el puesto porque cuando sopla “hace la cabra” y en su impotencia Stéfano descarga sobre él todo el furor que en realidad querría descargar sobre la sociedad que lo ha pisoteado, es uno de los momentos más emocionantes de todo el teatro rioplatense. “Pastore: tu cariño merece una confesión: Ya no tengo qué cantar. El canto se ha perdido; lo puse “a” un pan y me lo he comido. La última vez que intenté crear…lo tenía aquí…fluía tembloroso…la…la..lará… Era Shubert: “L’inconclusa”. E sí, Pastore, é cosí. Uno se cree un rey y lo espera la bolsa…”. En ese momento las luces bajaban lentamente y empezaba a escucharse al preludio al último acto de La Traviata.
“Stéfano”, como antes lo había sido “Relojero”, se convirtió desde la primera función en un éxito impresionante. Los aplausos, que han quedado registrados a lo largo de sucesivas funciones, eran arrolladores y tan interminables, como si el público pretendiese que en esa misma noche la repitiésemos.
Habíamos construido un decorado corpóreo digno del Teatro San Martín. El patio del conventillo era perfecto, con muchas puertas de habitaciones, piletas, alacenas, cacharros por todas partes, juguetes rotos, plantas en macetas de lata; escaleras hacia lo alto; la ventanita del altillo, iluminada; la ropa tendida; las paredes grises, descascaradas, el camastro de Radamés (tan acogedor, que hasta venían a dormir en él algunas ratas de las muchas que pululaban por el edificio de Corrientes 2038).
De “Stéfano” se hicieron más de cien representaciones, sumando las de ambas temporadas, pero además fue llevada (con todo su complejo decorado corpóreo), a la Sala de las Américas, el inmenso teatro de que dispone la Universidad Nacional de Córdoba; al Teatro Auditorium, de Mar del Plata; al Centro Cultural de Tigre y a las facultades de Medicina y Odontología de la Universidad de Buenos Aires, que disponen de aulas magnas a modo de emiciclos griegos.
Hace unos años, en enero de 2004, en una revista literaria del diario Clarín apareció un artículo de Osvaldo Pellettieri (estudioso del teatro que trabaja en la UBA), en el que comentaba cómo las puestas en escena de los grotescos discepolianos, incluida la que hiciera el propia Armando Discépolo en 1965 con el elenco de la Comedia Nacional, habían tendido a desvirtuar la riqueza típica del sainete porteño, reduciéndolo a un mero realismo, mucho mas mesurado y con tendencias a lo “introspectivo”. Pellettieri mencionaba varias realizaciones de “Stéfano” afectadas por esta tendencia a acentuar “la verdad psicológica realista”, pero para nada hacía referencia (siendo un hombre de la Universidad), a la versión hecha por el TUBA, en la que, coincidentemente con la opinión de Pellettieri, las aristas grandilocuentes del grotesco fueron exaltadas hasta llevar ciertas escenas, sobre todo en el final, al grado del pandemonium, en donde los espectadores no sabían si reir o llorar y terminaban haciendo las dos cosas al mismo tiempo.
La semana que viajamos a Córdoba, en octubre de 1981, merecería figurar en el “Libro sagrado de las heroicidades”, cuando se lo escriba, ya que: El jueves 24 de septiembre hubo que trasladar el pesado decorado de “Stéfano” al Aula Magna de la Facultad de Odontología, para una representación en adhesión a los festejos de la Semana del Estudiante. El sábado a la mañana sacamos el decorado de Odontología para volverlo a instalar en Corrientes 2038, para las dos funciones de fin de semana. Cuatro días más tarde, el miércoles 28 de septiembre, el decorado de “Stéfano” fue llevado “a pulso” por la calle, (más o menos unas siete cuadras), hasta la Facultad de Medicina, donde se la representó esa noche, también en su Aula Magna. En el traslado callejero intervinieron doce integrantes del elenco, ninguno de los cuales iba a actuar a la noche en la obra de Discépolo. Una de las participantes de la odisea, de nombre Laura, aprovechó uno de los tantos viajes a Medicina para entrar a dar un parcial, porque era estudiante de esa carrera. El jueves, a primera hora de la mañana, el decorado de “Stéfano” debía ser retirado de un depósito de la Facultad de Medicina por un camión de la Universidad, que lo trasladaría a Córdoba, a la Sala de las Américas, para las dos funciones del siguiente fin de semana, en el que, además, se iba a estrenar en Corrientes 2038 el último espectáculo de la temporada: “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde.
Los que interveníamos en “Stéfano” llegamos a la ciudad de Córdoba en un micro particular, en las primeras horas del sábado 3 de octubre. Lo primero que hicimos fue pedir que nos trasladasen a la Ciudad Universitaria, que está bastante alejada de la ciudad, para reconocer el terreno y fundamentalmente, comprobar que el decorado hubiese llegado. Nos encontramos en medio de una gigantesca sala en declive, (que esa noche iba a albergar a unos 2.000 estudiantes de la Universidad de Córdoba para ver “Stéfano”, que coincidentemente representaba la Comedia Cordobesa en el San Martín, el viejo e histórico Rivera Indarte donde yo había presentado “El viaje”, de Georges Schehadé en 1967) y con un escenario tan grande como el de la sala Martín Coronado del San Martín de Buenos Aires...pero sin rastros del decorado que ya debía haber llegado, si es que en verdad había salido de la Facultad de Medicina el jueves. A las dos de la tarde, mientras tratábamos de dormir una siesta después del almuerzo que nos ofreció la Asociación de Estudiantes de Teatro de Córdoba, nos avisaron que el camión con el decorado acababa de llegar. Allá corrimos, locos de contentos, de nuevo a la Ciudad Universitaria, para ver de qué modo adecuábamos nuestro decorado, hecho para las dimensiones del escenario de Corrientes 2038, a esa gigantesca bóveda con telón de pana roja que era el proscenio de la Sala de las Américas. Quedó muy bien, porque al igual que yo había hecho en 1967 con “El viaje”, no tratamos de disimular la pequeñez de la estructura escenográfica bajando al máximo la embocadura. Por el contrario, dejamos que se viera el inmenso espacio negro por encima y en derredor y el efecto plástico logrado con las luces cenitales en picada fue el mismo que ya habíamos probado en el TUBA con las comedias clásicas de Terencio, Plauto y Menandro, en 1976, en el Cervantes y al fin de ese mismo año con la “Electra”, de Sófocles, en Corrientes 2038. Una vez que terminamos con el armado y la prueba de luces y sonido, a las cinco de la tarde comenzó una charla que yo me había comprometido a dar, ante los integrantes de un incipiente teatro universitario, que –muy a la manera de La Barraca, de García Lorca-se hallaba representando por todas las comarcas de la provincia un espectáculo llamado “Juglerías”.
Subsiste una grabación completa de esa charla, que duró casi tres horas y vale la pena insertar aquí sólo uno o dos pasajes, por la impresión de “maravillamiento” que aquellos jóvenes –alrededor de sesenta-, llegaron a manifestar al escuchar el relato de las peripecias que el TUBA había debido atravesar, antes de llegar a esta suerte de “corolario” que era el poder llevar una obra de su repertorio a la primera Universidad fundada en el país, en el año 1613, mientras que en su sala de la Capital, a la misma hora, otra división del elenco estrenaba un drama de Oscar Wilde:
“Yo les recomiendo, ahora que están empezando a vivir la vida de un teatro universitario, que traten de hacer muchas funciones. No hay mejor lugar de aprendizaje que el escenario, sus misterios y sus trampas, sus imprevistos y sus hallazgos. En el ’77 teníamos apenas dos años y un poco más de vida y hacíamos “Jácaras y mojigangas”, con un hermoso final en el que los cómicos de la legua se batían a duelo con la Muerte y le ganaban la partida, invitando al caballero errante al que habían salvado de la condena a unirse a ellos, con una estremecedora frase que decía: “La señora Guadaña a la que esperabais ya no ha de venir por vos esta madrugada... Vestid pues este jubón gastado y estas calzas y uníos a nosotros en el carromato, porque cómico sois y de los buenos, ya que acabáis de trocar la muerte por la vida...!”.
“Y al mismo tiempo hacíamos “La ofensiva”, una obra argentina con una escenografía tan complicada, que los ordenanzas de la Facultad nos preguntaban los viernes por la noche: “Qué, ya se van a poner a armar “la prefabricada”...?” y también hacíamos al mismo tiempo otro espectáculo, una evocación del Buenos Aires de ayer, que se llamaba “El alma del suburbio”.
“Les aseguro que cuando terminábamos, los domingos por la noche, de acomodar todo, después de haber hecho cinco funciones distintas entre sábado y domingo, ya no sabíamos que hora era ni donde estábamos, pero sentíamos una enorme felicidad. Jean Louis Barrault cuenta en sus memorias que, habiendo hecho con su compañía una larguísima gira por toda Europa, al partir de regreso a casa desde el aeropuerto de Atenas su esposa, la gran actriz Madeleine Renaud, mirando por la ventanilla del avión hizo un gesto con la mano y dijo: “Adiós, Venecia”.
“Cómo sería de enloquecedor todo aquello que muchas veces, al terminar “El alma del suburbio”, que era la última función del domingo, mientras unos se ponían a guardar todo en una trampa debajo del escenario, que llamábamos “la vizcachera”, otros, confundiéndose de horario, empezaban a armar de nuevo el decorado de “La ofensiva”, que se había dado antes, en la función de la tarde.

“Todo esto que les cuento, así, “atolloradamente”, es el símbolo de ese entusiasmo que aspiramos a seguir manteniendo siempre, puro e incontaminado. En Nuevo Teatro teníamos un lema: “Cuando se es joven, se debe ser joven hasta el final”.
Apenas un rato después de finalizada esa charla, se hizo la función de “Stéfano” ante una sala repleta, con las 1.870 butacas del Pabellón de las Américas colmadas por estudiantes y muchos otros sentados en los escalones de los pasillos laterales. El aplauso final fue un estruendo ensordecedor como el de un cataclismo, que duró larguísimos minutos y afortunadamente quedó grabado. Después, cena en los augustos salones virreinales del Rectorado con las autoridades de la Universidad y nosotros, los del TUBA, solitos con nuestras almas, muertos de cansancio por el viaje de toda la noche en el micro y la jornada sin un minuto de respiro. Las autoridades de la Universidad de Buenos Aires dónde estaban…?: en Buenos Aires, felices y contentos en su receso de fin de semana o discutiendo por naderías.
A la misma hora en que en Córdoba se levantaba el telón del Pabellón de las Américas y los acordes del preludio al primer acto de “La traviata” marcaban el comienzo de la función de “Stéfano”, en la sala de Corrientes 2038 los graves y lejanos sones del adagio de la Séptima sinfonía de Antón Bruckner señalaban el comienzo de “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde, también con la capacidad de la sala totalmente colmada (unos 250 espectadores, en lugar de los 1.800 o más de Córdoba) y también sin presencia de autoridades de la Universidad de Buenos Aires, que no hubieran tenido que viajar largos kilómetros para concurrir.

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