jueves, 4 de marzo de 2010

CON TODA LA RABIA DE VALLE INCLAN


La temporada de 1981 del TUBA se hallaba en su apogeo. Mientras “Stéfano”, de Discépolo, hacía su estadía triunfal en el repertorio (que habría de continuar al año siguiente), se preparaba otro estreno de una obra nunca antes representada en Buenos Aires: la cruel y furibunda farsa esperpéntica de Ramón del Valle Inclán titulada “La marquesa Rosalinda”, en la que habrían de hacer su debut sobre el escenario unos veinticinco nuevos elementos surgidos del curso introductorio de verano, que yo había dictado en la Facultad de Filosofía y Letras. Ramón del Valle Inclán (1870 – 1936) experimentó el ejercicio de dramaturgo con terrible ferocidad. Gritó, pataleó, denunció, para que su voz derribara todas las murallas, todas las asfixias, todas las hipocresías. En las obras de Valle Inclán predomina una visión plástica de la realidad y sus montajes requieren de los realizadores la capacidad pictórica como para plasmar sobre la escena luces y sombras tan truculentas como las de las aguafuertes de Goya. En Buenos Aires se habían conocido muy pocas obras de Valle Inclán y lo más recordable era la puesta que Jorge Lavelli había hecho en los años sesenta de su tragedia rural “Divinas palabras”, con la gran Maria Casares como protagonista. Estrenamos, pues, contra viento y marea “La marquesa Rosalinda” en septiembre de 1981con una “embelesante” música de Salvador Bacarisse tocada en guitarra por Narciso Yepes y con los rostros de los actores pintados “al óleo”, como si se tratase de máscaras sacadas de una galería de aguafuertes de Goya. A una comarca gobernada por un marqués quisquilloso, con su bellísima y otoñal esposa, la marquesa Rosalinda, llegaba una “troupe” de cómicos de la legua de la peor especie, pidiendo agua, un trozo de pan y un sangrador porque el viejo jumento ya no tenía fuerzas para arrastrar el carromato. Eran dos mundos, dos idiosincrasias las que entraban en juego y habrían de dirimir sus derechos en los licenciosos escarceos nocturnos por los jardines del marquesado: el mundo de los aristócratas, decadentes y aburridos y el mundo plagado de hambrunas pero lleno de vitalidad y jolgorio, de los cómicos ambulantes. En “La marquesa Rosalinda” hubo un notable trabajo de conjunto; fue un espectáculo multifacético, que puso de manifiesto, fundamentalmente, dos vitalidades no contemporáneas pero sí coincidentes: la del rabioso manco Don Ramón del Valle Inclán y la del también rabioso y exultante Teatro Universitario de Buenos Aires.

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