Los acontecimientos se precipitaron de un día para otro. A mediados de mayo de 1983 nos llegó una propuesta de la Universidad de Mar del Plata para hacer una temporada de quince días, durante las vacaciones de invierno, en junio, en el Teatro Auditórium (donde habíamos estado el año anterior con “Stéfano” y “El día que mataron a Batman” en una misma noche). Nos pareció tan interesante la propuesta, que inmediatamente pensamos en llevar, estrenándolas en Mar del Plata, “El gajo de enebro”, de Eduardo Mallea y “Fantasio”, de Alfred de Musset, dejando en la sala de Corrientes “Tiempo de aparatos”, de Enrique Wernicke y “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde, ya que los respectivos elencos de las cuatro obras no eran coincidentes, salvo en dos o tres casos, en los que se podía apelar a una rápida redistribución de roles. Había que apurarse bastante para aprontar los montajes de ambas obras, pero eso corría por nuestra cuenta. Lo que no corría por nuestra cuenta era cómo costear la estadía, la comida y los gastos indispensables de dieciséis integrantes del elenco, durante quince días. Se hizo un expediente al Rectorado, que salió a través de la Dirección de Cultura, para obtener una partida de viáticos, pero extraoficialmente fuimos advertidos que eso de los viáticos era “inviable”, porque los integrantes del elenco universitario no eran personal bajo relación laboral de dependencia con la Universidad. Una semana antes del viaje, las cosas seguían sin resolverse. Lo intimé al Director de Cultura para que me diese una respuesta y me mandó decir con su secretaria que “nos arreglásemos como pudiésemos; que a los chicos del elenco no se les podía pagar viático porque no eran personal de la Universidad; que para dormir y comer pidiésemos alojamiento en casas de familia...y que esa era su última palabra”. Eran las tres de la tarde del viernes 3 de junio cuando me llegó esa incomprensible noticia de que, una vez más, nos dejaban a la buena de Dios y ante la inminencia de un compromiso tan importante, que perjudicaría seriamente, de no ser cumplido, la relación institucional de ambas universidades: Buenos Aires y Mar del Plata. No tuve tiempo de reflexionarlo ni de medir las consecuencias. No hubo un solo segundo de margen para la especulación respecto de si era ese el momento más apropiado para largar todo en banda. A los apurones, enceguecido por la bronca y el dolor (hacía sólo un mes que había muerto mi madre y el día de su entierro yo había ido igual a dictar las clases de un Curso Regular de Drama que se había iniciado en marzo) redacté una renuncia indeclinable, cuyo texto, en su parte medular, decía: "El cúmulo de falencias, incomprensiones y hasta afrentas al concepto universalista de cultura, sobrellevados en estos nueve años en aras de un ideal, por mí y por los cientos de jóvenes que me han secundado, ha llegado a un punto definitivo de tolerancia. Habrá un espacio escénico para nosotros en alguna parte, donde la sinrazón no tenga cabida.". A la noche concurrí a Corrientes 2038 y anuncié que iba a seguir dando las clases del Curso de Drama, hasta que la Universidad me comunicase oficialmente la aceptación de mi renuncia. Una de las participantes en el curso escribió después un emotivo relato de mi llagada esa noche, “con el rostro transfigurado, una fiereza no común en la mirada, como de quien ha tomado una decisión irreversible que le produce mucha tristeza y mucha alegría al mismo tiempo, cargando al hombro como siempre su bolso lleno de libros y un pesado grabador, a la manera de un “ekeko” que transporta una carga superior a sus fuerzas”. Muy tarde, ya en horas de la madrugada, el elenco del TUBA, sin mi presencia, decidió renunciar en masa, aunque sus renuncias no eran más que un mero acto simbólico, ya que como lo habían recientemente comprobado, para la Universidad “no existían”. El sábado se hizo por última vez “Una tragedia florentina” y el domingo 5 de junio de 1983 fue la última función del TUBA en Corrientes 2038, con "Tiempo de aparatos". Al cerrarse al telón y apagarse los focos por última vez me acerqué al público y sin demostrar pesadumbre, improvisé palabras que pretendían no ser de despedida, porque “en alguna parte íbamos a seguir estando, porque esto de que nos dejasen al abandono y nos humillasen a diario se tenía que terminar, porque cuando los jóvenes tuercen su camino y se prenden en cosas raras pasan a ser delincuentes subversivos, pero cuando son las autoridades de la Universidad los que impiden que los jóvenes hagan su camino, los delincuentes subversivos son ellos...”. Me interrumpió un cerrado aplauso y en realidad, no hacía falta continuar; ya lo había dicho todo.
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