lunes, 1 de marzo de 2010

EL TEATRO LEIDO DE LOS SABADOS POR LA TARDE


El ciclo de los sábados por la tarde de teatro leído, de la temporada 1977, fue planeado –como todo lo que hacíamos-, con el afán de investigar, esta vez sobre la esencia del llamado “teatro moderno”, en particular.
En el período que va de 1900 a 1950 se dieron a conocer más obras dramáticas que en todos los anteriores siglos juntos. Los profesores de universidad y los críticos lucharon por establecer principios racionales que pudieran servir de cimientos para evaluar y entender el drama moderno, pero estos principios, a mediados del siglo XX, se habían derrumbado. Los protagonistas del nuevo drama (“Brand”, de Ibsen; el Jimmy de “Recordando con ira”, de Osborne; el Karp, de “La última cinta magnética”, de Beckett; el desesperanzado Goetz, de “El diablo y Dios”, de Sartre, que llega a hacerse crucificar para tratar de entender a Cristo), sólo pueden hablar por sí mismos, no en un sentido egoísta sino de soledad.
Cuando yo empecé a hacer teatro, allá por 1956 y durante unas cuantas decenas de años más, el método Stanislavski se aceptaba casi universalmente como el fundamento de toda la representación moderna. Así lo entendíamos en el TUBA, todavía en 1977, cuando emprendimos el análisis de esa época del teatro. Hoy, en el 2010, ya hay muchos centros de drama que lo ridiculizan.
Durante los años en que se habló nada más que de “teatro moderno”, con un olvido absoluto de los clásicos, la mayoría de los pensadores creían que el arte en general y el teatro en particular, daban significado al caos de la existencia humana, pero hoy los escritores utilizan el drama para reflejar este caos, no para ordenarlo.
Al abordar con criterio de investigación el teatro moderno, en el ciclo de teatro leído de 1977, en larguísimas charlas que tenían lugar en los talleres internos del TUBA, haciendo huecos en la vorágine de ensayos de las obras del repertorio, creo hoy que lo hacíamos con la humilde esperanza de provocar en el auditorio una respuesta llena de significados, porque a las sesiones leídas de los sábados por la tarde, que se hacían con música, efectos sonoros y comentarios adicionales, venía un público muy especial, que prefería prescindir del armatoste escénico, entrecerrar los ojos y dejarse llevar por su imaginación, como en los tiempos de la radio.
Las obras elegidas como representativas del “teatro moderno” fueron: “El zoo de cristal”, de Tennessee Williams; “El pelícano”, de August Strindberg; “El rey se muere”, de Eugene Ionesco; “César y Cleopatra”, de Georges Bernard Shaw; “La alondra”, de Jean Anouilh; “Halewynn”, de Michel de Ghelderode; “Salomé”, de Oscar Wilde; “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett; “Broceliande”, de Henry de Montherlant; “Jinetes hacia el mar”, de John Synge; “Casa de muñecas”, de Henrik Ibsen; “Woyzeck” (que al año siguiente nos sería prohibida a la tercera representación, al ponerla en escena); de Georg Büchner; “Yerma”, de Federico García Lorca; “Delito en la isla de las cabras”, de Ugo Betti; “La antorcha bajo el almud”, de Gabriel D’Annunzio y “El loco Platonov”, de Antón Chéjov.
Acabo de escribir los títulos de obras y los nombres de autores que me suena extraño que no hayan sido censurados en aquel momento y la única explicación que se me ocurre es que eran muchos, -el ciclo abarcó prácticamente toda la temporada- y aquella gente de la Dirección de Cultura de la Universidad no estaba para ponerse a leer tantas obras ni para distraerse averiguando la ideología (o raza) de tantos autores, cuyos nombres gozaban del salvoconducto de haber llegado a ser, en su mayoría, demasiado célebres.
Por supuesto, la prudencia me aconsejó no incluir a Sartre, aunque de buena gana hubiese puesto como parte del ciclo a “El diablo y Dios”, que en 1965 había ensayado un año entero en Nuevo Teatro como parte del gigantesco elenco (la Boero y Asquini tampoco se atrevieron a hacerla) y que en 1985, ya cerrado el TUBA, propuse hacer en el San Martín, recibiendo de Kive Staif no sólo la negativa sino además una ocurrente esquela, con membrete de la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, que decía: “Estimado Quiroga: Usted es paciente o hace de su impaciencia y de su santa indignación una forma de la paciencia. Algún día, no sé cuándo, sus impaciencias y mi paciencia coincidirán en algún proyecto común, no sé cual ni dónde.”.
En el 2005, Kive Staif me llamó a su despacho y tuvimos una amable charla, colmada de emocionados recuerdos. Si hubo en la larga hora que duró la charla alguna oferta de trabajo y un rechazo de mi parte, es algo que prefiero dejar en la nebulosa de las cosas nunca ventiladas. Todo lo demás fue la calidez de las manos al estrecharse.

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