
Del inefable Chéjov se ha preservado un relato que les hiciera llegar a sus hermanos Alejandro y Nicolás, del primer día que asistió a la Universidad de Moscú para inscribirse en los cursos del primer año de medicina y cuya lectura me lleva a hacer alguna que otra inevitable asociación: “Había imaginado la Universidad como una suerte de templo griego, iluminado por el sol del saber y me asombré al descubrir un conjunto de oscuros edificios, feos y ruinosos. En el salón reservado a las inscripciones se atropellaban estudiantes melenudos y desprolijos, que fumaban tabaco malo y discutían en voz alta por cosas bastante tontas. Cuando comenzaron las clases, aquella primera decepción se acentuó. Nos obligan a repetir rutinariamente como escolares, para olvidar todo luego lo más rápidamente posible”.
El programa que elegimos fue todo un acierto, que llegaría a tener sucesivas reposiciones en los futuros años del TUBA: “La sombra del valle”, de Synge y “Un trágico a la fuerza”, de Chéjov. “La sombra del valle” está considerada un prodigio de concisión dramática en un acto, al punto que es utilizada por el estudioso del teatro Robert Pignare para elaborar su breve tratado sobre el arte de la puesta en escena. “Un trágico a la fuerza” es una humorada feroz sobre los avatares de un veraneante, al que la numerosa familia le hace todo tipo de encargues; cuya esposa se reúne por las noches a cantar romanzas de ópera con tenores amigos, mientras a él lo persigue una bandada de mosquitos y cuyo interlocutor, luego de escuchar en silencio todas las desgracias que le narra, le termina también él encargando una jaula con un canario y una máquina de coser a mano, a lo cual el pobre “trágico” comienza a gritar como loco “Sangre...! Sangre...! Tengo sed de sangre...!” y a correrlo con intenciones asesinas.
“Un trágico” se hacía con un decorado muy simple, porque todo el valor estaba en el extenso monólogo de las desgracias del veraneante, que interpretó con histrionismo "consumado" un jóven estudiante de arquitectura recién devenido en arquitecto, en medio de carcajadas y aplausos constantes de la platea.
Mientras se escuchaba en la sala la alegre obertura de “Las alegres comadres de Windsor”, de Otto Nicolai, que dura exactamente ocho minutos, detrás del telón armábamos a las corridas el decorado de “La sombra del valle”, que era una estructura de tablones encastrados entre sí, formando algo semejante a un dibujo en acuarela de una choza en medio de una colina o de un valle de la campiña irlandesa. No hubo vez en que, justo con el último acorde de la obertura y a décimas de segundos de comenzar a levantarse el telón, no se estuviera terminando de acomodar el último elemento de la decoración.
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