miércoles, 26 de octubre de 2011

ARMANDO DISCÉPOLO Y SU "STÉFANO" EN MI VIDA Y EN EL TUBA

En 1966 yo, Ariel Quiroga (por entonces de 26 años) formaba parte de las huestes de Nuevo Teatro que ayudábamos en la construcción del Apolo y ensayábamos los sainetes de Wernicke con los que se abriría la enorme sala en la calle Corrientes (desde siempre, el bastión absoluto de la escena comercial), además de trabajar en el proyecto (lamentablemente, nunca concretado) de dar a conocer “El diablo y Dios” de Sartre.
En medio de tanta actividad, los más de cien integrantes que no trabajábamos en “Raíces”, de Wesker (la única obra en cartel en aquel momento), investigábamos en los orígenes del teatro nacional (un proyecto que yo había propuesto a Alejandra y Asquini y cuya dirección generosamente me confiaron), cuyos resultados se volcaban semanalmente en un ciclo de teatro leído puertas adentro, con mucho “público” asistente, ya que si actuaban diez o quince en cada lectura, quedaban unos ochenta o más para oficiar de espectadores.
Cuando le tocó el turno a “Stéfano”, el grotesco de Armando Discépolo que yo había tenido oportunidad de ver en la versión de la Comedia Nacional dirigida por el propio Discépolo y con ese inmenso actor uruguayo que fue Carlos Muñoz encarnando al frustrado protagonista (con un jovencísimo Luis Brandoni en el papel del hijo trasnochado, el inefable Radamés), la responsabilidad de afrontar para la lectura el difícil rol de Stéfano la asumió Rubens Correa, uno de los actores “pilares” de la historia de Nuevo Teatro, el mismo que en una madrugada insomne me enseñó a desentrañar y valorar a Roberto Arlt.
Invitamos a la sesión de “Stéfano” en Nuevo Teatro a Don Armando Discépolo, que ya andaba por los 79 años y que moriría cinco años más tarde, en 1971. Severo, adusto como siempre, recuerdo que siguió el curso de la lectura dibujando compases en el aire (como un músico que frasea el decurso rítmico de una partitura) con sus enormes manazas, las mismas con las que golpeaba el vidrio de la cabina de control de Radio El Mundo, cuando los actores del radioteatro Palmolive del Aire no cumplían al pie de la letra con sus indicaciones.
Diez años más tarde, en 1981, este mismo Ariel Quiroga (ahora con 41 años), se animó a representar el papel de “Stéfano” en el Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA), cuando se cumplían los primeros diez años del fallecimiento de Don Armando. Él ya no estaba para marcarme el ritmo con sus manazas y a Rubens Correa no lo había vuelto a tratar después de la disolución de Nuevo Teatro.
Me tuve que animar solo, frente a la “muchedumbre” de nuevos integrantes que en esa etapa del TUBA acababan de emerger del curso introductorio de verano, que se había dictado en la sede de Institutos de la Facultad de Filosofía y Letras, en el viejo edificio de la calle 25 de Mayo.
Puede verse mi foto como Stéfano, a la izquierda de este texto, en una de las muchas funciones que el TUBA hizo de ese bello canto a los ideales cercenados por la miseria, en dos temporadas seguidas: 1981 y 1982.
“Stéfano” debe haber sido el espectáculo “más viajero” en la historia del TUBA. Su enorme decorado corpóreo anduvo por todas partes, montado sobre camiones o sencillamente llevado “a pulso” a las aulas magnas de algunas Facultades cercanas a la sede del TUBA, en Corrientes 2038.
En el gigantesco Pabellón de las Américas, de la Universidad Nacional de Córdoba, convocó a miles de estudiantes en dos gloriosas funciones, en 1981. Al año siguiente, en 1982, fue en el también enorme Teatro Auditorium de Mar del Plata, que más de mil estudiantes de la Universidad de esa Ciudad lo aplaudieron con inusitado fervor. (Aconsejo escuchar esos aplausos en el video que está en YouTube, ingresando a “teatro universitario de buenos aires – stéfano”).
También hay abundantes referencias al montaje de “Stéfano” en el TUBA en las “entradas” a este Blog del sábado 6 de marzo y del lunes 5 de abril de 2010.
Para Don Armando Discépolo, tan enemigo de los homenajes y tan merecedor de ellos por su incorruptible conducta personal y artística, el homenaje post mortem que el TUBA le tributó debería (estoy seguro) haber merecido su aprobación, porque fue hecho por jóvenes idealistas, que tarde o temprano recibirían de parte de una sociedad torpemente reaccionaria, el mismo inmerecido desprecio que a su personaje de Stéfano le toca sufrir en la ficción.
Ambos: Stéfano y el TUBA finalmente mueren (como lo define Discépolo) “aniquilados por la canalla”.

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