En 1980 la American Association of Community Theatre reconoció e incorporó a unos 1.800 departamentos de drama de universidades de los Estados Unidos.
Todos estos departamentos de drama tienen su propio Teatro de Repertorio; algunos tan bien equipados como los de Broadway.
En estos teatros de repertorio intervienen no sólo estudiantes de la universidad local, sino también actores profesionales.
Los departamentos de drama de las universidades americanas almacenan sus producciones escénicas, que se registran y archivan en la biblioteca de la universidad y en la Biblioteca del Congreso de la Nación.
A realidades similares aspiraba el Teatro Universitario de Buenos Aires cuando desde sus inciertos inicios en 1974 concibió la idea de convertirse en un TEATRO DE REPERTORIO. E hizo todos los esfuerzos posibles para lograrlo. Y lo logró.
Cuando al comienzo de su segunda temporada (1976) fue invitado a presentarse en el Teatro Nacional Cervantes, YA ERA un Teatro de Repertorio e hizo lo que sólo las compañías extranjeras, hasta entonces, habían hecho al llegar al Cervantes: ofrecer un repertorio de tres comedias clásicas en alternancia.
A partir de allí sus más importantes producciones escénicas fueron almacenadas con todos sus elementos de decoración y utilería conservados celosamente para las posibles reposiciones en sucesivas temporadas.
Las puestas en escena quedaron escritas y encarpetadas, de modo tal que no fuera preciso apelar al director inicial de cada producción para reponerlas.
Si todo ese material no se hubiera perdido; no hubiera sido desaprensivamente diezmado por la propia Universidad, en los años sucesivos al cierre del TUBA en junio de 1983 y si ocurriera el milagro que hoy, en el 2010, la Universidad de Buenos Aires decidiese de una vez por todas reflotar aquel Teatro Universitario de Repertorio, alojándolo en alguna de las ampliadas dependencias del Centro Cultural Rojas, ni yo (el viejo y cansado Ariel Quiroga) ni ninguno de los que participaron en aquella época como actores, escenógrafos, iluminadores o sonidistas seríamos necesarios como para reponer (en una suerte de Ave Fénix resurgiendo de sus cenizas), una producción como la de “Stéfano”, de Discépolo (1981/1982), o “El gorro de cascabeles”, de Pirandello” (1982) o ese primer repertorio integral de tres comedias clásicas hecho en el Cervantes y en unos cuantos lugares más, por cierto: “La suegra”, de Terencio; “Los cautivos”, de Plauto y “El díscolo”, de Menandro”.
Mientrastanto, no queda otro remedio que seguir admirando lo que la American Association of Community Theatre hace en las lejanas tierras de América del Norte: auspiciar y preservar la enorme tarea anual de los centros de drama universitarios, que son los que marcan rumbos en las nuevas formas de concreción del hecho escénico.
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