sábado, 17 de abril de 2010

LA ESCENA FINAL DE "RELOJERO": UNA ELEGÍA

Armando Discépolo fue, junto con Chéjov, uno de los autores que más posibilidades le dio al TUBA de llegar “al fondo” de los espectadores de todas las edades, que acudían “en tropel” a sus representaciones gratuitas de fin de semana, en Corrientes 2038.
(Una pregunta que se me ocurre formularme hoy, en abril de 2010: Habrá funciones teatrales gratuitas todos los fines de semana en el moderno Centro Cultural Rojas…?).
Las dos obras de Discépolo que el TUBA montó (“Relojero” en 1978 y “Stéfano” en dos temporadas consecutivas: 1981 y 1982) cumplieron sobradamente ese cometido que siempre debiera guiar el derrotero de una compañía teatral, sin caer en bastardeos de ningún tipo: LLEGAR, LLEGAR a los espectadores y lograr que a la salida del teatro sus vidas, su forma de pensar, sus proyectos de futuro, ya no sean iguales a cuando se sentaron en la butaca, dos horas antes.
“Relojero” fue un espectáculo revulsivo para aquel Buenos Aires de 1978, sofocado por el terror (y a Dios gracias los terroristas de ambos bandos no lo advirtieron), porque hablaba del derecho de los jóvenes a imponer sus propios principios, liberándose del atavismo no siempre positivo de los principios que sus mayores tratan a toda costa de imponerles.
Lito, el hijo rebelde, que prefiere “un día de león antes que cien de oveja”, consigue finalmente “educar” a su padre en el desprecio por las rigideces, pero su hermana Nené pagará con su vida el “error” de haber pretendido emanciparse tempranamente.
La escena final, una suerte de elegía, en la que el padre relojero vislumbra un porvenir que sus hijos no llegarán a cumplir (el mayor, víctima del alcohol; Nené, que morirá detrás suyo en esos mismos instantes) era de una densidad dramática que sacudía a la platea y seguramente ILUMINÓ muchas conciencias, en aquella noche oscura de la Argentina de 1978.
El interrogante quedaba planteado: podrá Nito, el inconformista, el que entra a último momento para advertir a su padre que Nené acaba de morir a sus espaldas, romper el atavismo con los principios conservadores de su padre y erigirse en un ser capaz de diseñar su destino a su manera…?. Para los jóvenes de 1978, este interrogante era una disyuntiva que desde el escenario del TUBA se les planteaba como algo por lo que valía la pena arriesgarse y luchar.

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