martes, 13 de abril de 2010
EL MEOLLO TEMATICO DE ESTE BLOG, EN LA CARTA A FRANCISCO DELICH DE DICIEMBRE DE 1983
En capítulos anteriores de este Blog he narrado los acontecimientos que precipitaron el cierre del Teatro Universitario de Buenos Aires (el TUBA), que tanto sacrificio de voluntades jóvenes (sacrificio de horas de sus vidas; por fortuna, no sus vidas mismas) había costado para poder llegar a erigirse en Teatro de Repertorio y estar activo ante el público por nueve temporadas consecutivas.
También he mencionado (y en unos casos trascripto), las decenas, cientos de cartas que a partir de junio de 1983 comencé a enviar, un día tras otro, a organismos oficiales de cultura, a periodistas y autoridades universitarias de todo el país.
Entre todas esas cartas, hay una que tiene un especial significado, por ser la que le escribí al primer Rector de la Universidad de la era democrática, el Dr. Francisco Delich y porque llevaba en su carátula, a modo de temario, este título:
PEDIDO DE RESTITUCIÓN DE FUNCIONES
Sí, así es. Habían pasado sólo siete meses de mi renuncia y yo ya estaba pidiendo volver a la Universidad. Tal vez lo hacía convencido de que era “a otra” Universidad, diferente de la que me había ultrajado y combatido, a la que me estaba dirigiendo.
Teníamos realmente, una “nueva” Universidad, abierta a todas las corrientes del pensamiento ontológico... o, como en la pequeña obra maestra de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, “todo había cambiado, para que todo siguiera igual”...?.
Anticipo que tampoco Delich me contestó nunca, ni siquiera un “Gracias por su ofrecimiento. No se hubiera tomado el trabajo de escribir tanto”.
Una vez más, ruego a los eventuales lectores de este Blog, tengan la paciencia (que seguramente Delich no tuvo), de leer de cabo a rabo mi “Pedido de restitución de funciones”.
Buenos Aires, 27 de diciembre de 1983
SEÑOR RECTOR
DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
DR. FRANCISCO DELICH
S./D.
De mi consideración:
En nombre de un deber ético ineludible; en nombre de más de mil quinientos jóvenes universitarios que empeñaron su inocente altruismo en pro de una faena, que por su magnitud y concreciones, no reconoce antecedentes en la historia de la Universidad de Buenos Aires; en nombre de un conglomerado anónimo de ciudadanos, que suman cientos de miles de personas de las más diversas edades y ocupaciones, y que por obra de esa faena altruista antes mencionada, ingresaron quizá por primera vez, para deleite de sus espíritus, en el ámbito de los claustros académicos, a los que de otro modo nunca les hubiera sido dado penetrar; en nombre de la justicia con que los servicios prestados fuera de todo reglamento, incondicional e inclaudicablemente, en aras de un ideal no personalista, sino beneficioso para la comunidad y el Estado, merecen ser reconocidos y auspiciados; en nombre de ese Humanismo laico, esencialmente antropomórfico, que ha sido guía de mis horas de docencia y formación artística en las disciplinas del drama representado; en nombre del compromiso a que las autoridades de la República nos han enfrentado a un futuro libre de retrógradas conspiraciones con la barbarie y el oscurantismo y en nombre de esa iluminada misión de la Casa de Altos Estudios de la Ciudad de Buenos Aires: la de ser fuente generadora de un saber fundamentado en los principios inviolables de la razón y la conducta, me permito dirigirme a usted para solicitarle que por su mediación me sean restituidas las funciones que durante el lapso de ocho años y ocho meses desempeñé en esa Universidad, de las cuales no sólo fui el propulsor sino, además, el originador, y a las que me ví compulsado a renunciar en el mes de junio ppdo. por acumulación de circunstancias anómalas, atentatorias no sólo de la dignidad de mi persona sino, primordialmente, de la fecunda tarea divulgadora que a través de mi gestión, cientos y cientos de universitarios de los estamentos de alumnos, docentes, no docentes y graduados, brindaron sostenida y desinteresadamente a la comunidad.
Para que pueda Ud. contar con los mínimos elementos de juicio necesarios para evaluar lo procedente de mi petitorio, pasaré a relatar someramente el desarrollo de mi gestión en la Universidad de Buenos Aires.
Soy director de teatro y mis primeros trabajos escénicos reconocidos por la opinión de la prensa escrita se remontan al año 1959. Pertenezco a la última generación de los que forjaron ese movimiento tan significativo que fue el llamado teatro independiente.
A mediados de 1974 –más precisamente en el mes de agosto-, tuve oportunidad de presentarme a la Dirección de Cultura de la UBA, con intención de ofrecer la proyección de un film realizado en el sistema super-8, basado en un cuento de Horacio Quiroga.
De modo impensado surgió la idea de abordar un antiguo proyecto, para el que ya había trabajado antes de iniciarse la década del setenta: la creación de un Teatro Nacional Universitario.
La Argentina, tan europea en sus raíces culturales, carecía sin embargo de una manifestación artística que tiene tradición secular en los claustros académicos del Viejo Mundo, originada en las celebraciones y los concursos de artesanos y aprendices, en los albores del Humanismo, al edificarse las primeras universidades.
Las autoridades de la Dirección de Cultura de la UBA acababan de ser renovadas en agosto de 1974. A una tendencia extremista sucedía otra en el ámbito de las casas de estudio y ese cambio de frente se vería ineludiblemente reflejado en la política cultural que habría de imperar de allí en adelante.
Un bioquímico jubilado, el Dr. Carlos Eduardo Salas, había sido designado para regir esa política cultural, por la llamada “Misión Ottalagano”.
Aquella Dirección de Cultura de 1974, como la de hoy, en 1983, aparecía a primera vista como un lugar caracterizado por la incoherencia de su accionar y librado a tutelas carentes de autoridad en la materia.
Con el tiempo, otras realidades se irían confirmando: la de las “secretas pero bien razonadas barbaries” (la frase es de Borges), que allí se tramaban a diario, en medio de una abyecta atmósfera de intolerancia racial e ideológica, de asombrosa semejanza con ese neblinoso clima de terror que trasuntan las imágenes, reales o de ficción, sobre la Alemania nazi.
Mi propuesta fue aceptada de palabra, sin medir en ese criterio aprobatorio ni su significado ni sus alcances. Bastaba para aquel momento tan particular de la Universidad con que yo fuera un hombre “potable”, sin antecedentes de militancia en la corriente ideológica que, como fuera, había que frenar y sofocar hasta la extinción.
Mi candor político, mi dedicación absoluta, vehemente, a la vida de teatro, me abrieron un crédito de confianza en aquella Dirección de Cultura de 1974, pensada para el vaciamiento y la digitación de toda idea o intento de acción cultural por parte del estudiantado, dentro de la Universidad.
De nada sirvió que yo presentase copiosos antecedentes sobre el devenir de los teatros universitarios, en los lugares más remotos del orbe, (Teatro Universitario de Bratislava; Teatro Universitario “38” de Cracovia; Teatro Universitario de Ankara, Turquía; “Brauko Krasmovic”, de la Universidad de Belgrado; Teatro dos estudiantes da Universidade de Coimbra; Studenten Theater, de Berlín; Teatro de la Universidad de Peruggia; Los Universitarios de Bayreuth; “Guild Theatre Group”, de la Universidad de Birmingham) y que acompañase mi propuesta de una minuciosa planificación y diseño de objetivos a cumplir por el futuro Teatro Universitario de Buenos Aires.
A la Dirección de Cultura de aquel agosto de 1974 sólo le interesaba (y le sigue interesando, me consta), que una serie de actos esporádicos, ya sea de música seria, de teatro, de folclore o de tango, sumados a algunos cursillos de chino básico; japonés básico o fotografía básica, sirviesen para tender un tenue lienzo cultural, cuya trama fuese sin embargo lo suficientemente pesada como para sofocar todo intento de manifestación libre por parte de grupos de participación, generados en el estudiantado.
En esta actitud desaprensiva inicial hacia mi proyecto reside –ahora lo tengo claro-, la base de todo el gigantesco andamiaje de sinrazones que debí soportar después, y que condenaron a la extinción algo tan plausible como un Teatro Nacional Universitario, en un país donde las universidades surgieron con los albores mismos de la nacionalidad.
Se me autorizó, como dije, a hacer “algo” en el área de teatro de la Dirección de Cultura, aprovechándose lo ventajoso de mi experiencia escénica y de mi ausencia de compromiso político.
Sin embargo, hubo en mí desde el comienzo una suerte de “prepotencia de trabajo”, merced a la cual apenas treinta días más tarde de aquella autorización dada al pasar, aparecían convocatorias en las pizarras de las facultades, para ingresar a las filas de un Teatro Universitario de Repertorio y en el salón de actos del edificio de Corrientes 2038 (luego convertido en una sala de teatro hecha y derecha), se presentaba poco después un primer espectáculo con actores profesionales invitados, basado en una adaptación hecha cuarenta y dos años antes por profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, del bello diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”.
Aquella representación dada el 30 de noviembre de 1974 fue un hito. El público aplaudió de pie largo rato el sublime mensaje emanado de los postreros instantes de Sócrates, tan dueño de su propia muerte como lo fue de su libertad de vida y de pensamiento.
Una era magnífica daba comienzo con aquella representación; una era única en la historia de la Universidad, en lo que hace a investigación y ejercicio del milenario arte de la escena, ontológico por antonomasia.
Una era que, lamentablemente, habría de ser temporalmente coincidente con otra era, en el campo académico de la Universidad y en la Nación toda, sobre cuyos horrores me siento eximido, por sobreentendido, de abrir juicio.
Tan marginal era mi labor para la Dirección de Cultura, que durante un año y medio (entre enero de 1975 y junio de 1976) se me dejó trabajar, cumpliendo tareas todos los días de la semana, inclusive sábados y domingos, sin nombramiento ni sueldo alguno.
Recién en julio de 1976 fui contratado como Preceptor de 1ª. y en esa situación permanecí hasta que en 1978 un Secretario de Coordinación, el Dr. Carlos Oscar Fernando Bianchi, mediante una cláusula agregada a mi contrato, equiparó mis haberes a los de la categoría 20 del escalafón universitario.
Nunca fui designado oficialmente Director del Teatro de la Universidad de Buenos Aires ni Jefe del Departamento de Teatro de la Dirección de Cultura, pese a que ejercía esas funciones y figuraba al frente de las mismas en programas, folletos y comunicados de prensa.
Sin embargo, en forma casi clandestina, concertando ensayos en rincones de algunas facultades (un patio en Ciencias Económicas, junto a los recipientes de los desperdicios, por ejemplo) y en domicilios particulares, un plantel de casi cien estudiantes de todas las carreras, analizando y practicando una a una las variadas disciplinas del quehacer escénico, fueron apuntalando los cimientos de un ente orgánico, increíblemente versátil y apto para el cumplimiento de una campaña como la que le estaba destinada, en la cual todas las reservas de energía y voluntad de sacrificio serían necesarias.
A mediados de 1975, tras una serie de actuaciones en el Centro Cultural San Martín y en algunos lugares de la periferia, dando vida a los arquetipos populares del sainete rioplatense, presenté mi renuncia a un cargo que no tenía, angustiado por lo inconducente de la tarea que venía realizando, en la cual comprometía las esperanzas de tantos jóvenes y a la que se dejaba hacer con desaprensión rayana en el ultraje.
Se me pidió continuar y continué. Costaba abandonar un proyecto tan ambicioso y tan ambicionado como el de un teatro de universitarios para la Ciudad de Buenos Aires.
No puedo aquí relatar todo cuanto de retrógrado sucedía en el seno de esa Dirección de Cultura, de la que me tocaba depender.
Baste con decir que las campañas antisemitas arreciaban, de modo que algunos integrantes del elenco con apellidos notoriamente judaicos, debían apelar al uso de seudónimos; que los abonos para estudiantes a las funciones del Teatro Colón (una conquista de esa gran personalidad de la cultura en la Universidad que fue el arquitecto Hernán Lavalle Cobo), habían sido cancelados, porque “sólo los hijos de judíos vienen a pedirlos” (opinión textual del Director de Cultura); que nombres como los de Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Marco Denevi, Carlos Gorostiza o Juan Carlos Ghiano eran desautorizados, porque se alegaba que tenían “vinculaciones con el sionismo” y muchas otras canalladas por el estilo.
La Dirección de Cultura operaba como una agencia de contratación de artistas de variedades, gestionando la actuación de “números” de relativa o nula capacidad artística, a los que se abonaba “cachet” y cuyas actuaciones eran impuestas en los salones de actos de las facultades, merced a una resolución del Rectorado que otorgaba (entiendo que esta Resolución aun debe hallarse vigente), el privilegio de la centralización de toda actividad de índole cultural a esa Dirección, sin que ninguna Facultad pudiese realizar conferencias, conciertos, recitales o proyecciones fílmicas sin su visado.
Simultáneamente, el elenco de teatro universitario, por su exclusiva cuenta (obteniendo ámbitos por gestión de sus propios integrantes, en muchos casos) hacía una vida al margen de la Dirección de Cultura, la que, por supuesto, no veía con buenos ojos este paulatino crecimiento de un ente que aspiraba –y lo estaba logrando-, a una masiva proyección en la comunidad.
Tanto era así, que en mayo de 1976 el Teatro Universitario de Buenos Aires (con esa denominación puesta por su cuenta), aparecía “inaugurando” la temporada oficial del Teatro Nacional Cervantes, nada menos que con un repertorio en alternancia –como los elencos extranjeros que nos visitan de tanto en tanto-, integrado por comedias de Terencio, Plauto y Menandro.
El suceso fue tan notorio, que el nombre “Teatro Universitario de Buenos Aires” y la consiguiente sigla “TUBA” pasaron a ser de dominio público.
La ciudad ya sabía que tenía, como el resto de las capitales del mundo, su teatro de universitarios.
La eficiencia de trabajo adquirida por el grupo era tal, que llegó a asombrar al personal escenotécnico del Cervantes, al punto de recibir felicitaciones de Víctor Roo, director del departamento de escenarios del ilustre Coliseo, que fuera quien salvó a la sala del incendio producido en el escenario, en 1962.
El ciclo de representaciones en el Cervantes se llevó a cabo sin interrumpir otro ciclo, en este caso de teatro leído, que se venía haciendo en la sala de la Biblioteca Argentina para Ciegos, algo que luego, en el futuro, volvería a ocurrir en numerosas oportunidades.
El TUBA podía estar en dos lugares de la ciudad al mismo tiempo y habría de llegar el día (como ocurrió en 1981 y 1982) que logró estar en dos lugares, pero no de la ciudad sino del país, al mismo tiempo (Buenos Aires y Córdoba en 1981; Buenos Aires y Mar del Plata, en 1982).
Al promediar 1976 el TUBA (llamarlo así se convirtió en otro desafío hacia la hostilidad de la Dirección de Cultura, por cuanto esta sigla irritaba tremendamente a sus autoridades, por su similitud con la proscripta “FUBA”), había logrado procurarse una sede estable, en el mismo auditorio donde hiciera su primera representación, en el edificio de Corrientes 2038, ocupado ahora por la Carrera de Psicología.
El TUBA comenzó a partir de entonces a desenvolverse con un régimen inamovible de funciones cada fin de semana, convirtiéndose en “El pionero de los teatros con entrada libre”, según la revista “Talía”, editada por Emilio A. Stevanovich.
Pasó a ser no sólo el único centro de participación del estudiantado, (por cuanto la participación era palabra prohibida en esos años), sino, además, el centro de convergencia de un conglomerado enorme de espectadores, proveniente de todos los sectores sociales de la población, al que los comediantes universitarios le brindaban el sano y esclarecedor esparcimiento del teatro en forma gratuita.
Esto también adquiere, a la luz de hechos posteriores, una capital significación, por cuanto constituyó –y debería seguir constituyendo-, la forma más válida de relevo de los dominios comerciales en la responsabilidad de administrar nuestra cultura.
La historia del Teatro Universitario de Buenos Aires es tan vasta, que no trataré de reseñarla íntegramente aquí.
Sus nueve temporadas consecutivas reunieron a treinta y nueve de los más renombrados autores de la dramática universal, desde Esquilo, padre de la tragedia, a nuestro señero y venerable Don Armando Discépolo.
Los cursos introductorios anuales abarcaron la esencia y la forma del hecho teatral. El TUBA fue iniciador de intercambios culturales, por decenas de años postergados, con otras universidades nacionales y privadas, de Buenos Aires y del interior.
Su línea de continuidad inquebrantable estuvo forjada a costa de sacrificios a menudo heroicos, brindados desinteresadamente por jóvenes que fortalecieron de este modo, en la brega por una noble causa, el sentido ético que deberían luego, a lo largo de sus vidas, poner en juego en el ejercicio de las profesiones para las cuales se formaban en la Universidad.
Todo ello fue mancillado, despreciado, combatido sin tregua, con tenacidad digna de mejor causa, por los agentes a sueldo de una Dirección de Cultura indigna de pertenecer a la Universidad que le dio (y le sigue dando) un lugar en su orgánica administrativa.
Cabe preguntarse, con no poca amargura por tanta fatiga malgastada: ¿Qué hubiera podido llegar a ser, de contar con sólo un poco más de apoyo, este Teatro que por sí solo, autosustentándose, llegó a ser considerado “el tercer elenco oficial en importancia”, después del Teatro Municipal San Martín y el Teatro Nacional Cervantes...?
Mi sistema de enseñanza fue el de la prédica con el ejemplo, y así logré forjar voluntades estoicas, porque mi ejercicio diario fue el del estoicismo.
El cargo que con mi quehacer diario generé, nunca me fue reconocido. Sin embargo, durante ocho años y ocho meses, fui el Director Titular del Teatro de la Universidad de Buenos Aires, en virtud de lo cual programé repertorios, que nunca me fueron aprobados por escrito, pero que se concretaron en espectáculos, algunos con permanencia de hasta ocho meses en cartelera ante auditorios siempre colmados.
Mantuve activo un organismo teatral, durante nueve meses por temporada, sin producir erogaciones presupuestarias a la Universidad, con un promedio de 130 representaciones por año.
Dicté cursos de formación actoral y conferencias sobre temas relacionados con el teatro, en la mayoría de las aulas magnas de las facultades y colegios dependientes del Rectorado de la UBA.
Trabajé en la faz artesanal construyendo decorados y confeccionando trajes para más de cien producciones escénicas; concurrí a desempeñar mis tareas, aparte de los cinco días hábiles de la semana, todos los sábados y domingos, en jornadas de hasta doce horas corridas, sin percibir nunca remuneración adicional en concepto de horas extraordinarias y sin figurar siquiera en los partes de asistencia de personal de la Dirección de Cultura.
Participé en los acarreos callejeros de decorados y utilerías, en cada salida que el TUBA hizo a otros ámbitos; no dejé de concurrir aun cuando estuve operado por fractura del codo de mi brazo izquierdo y participé de una representación media hora más tarde de haber sufrido un grave accidente en el brazo derecho.
Adelanté de mi peculio los gastos inherentes a cada montaje, no consiguiendo en la mayoría de los casos que esos gastos me fuesen reintegrados y pagué, sin reclamar reembolso, los gastos de mantenimiento del elenco en giras oficiales del mismo a universidades del interior.
Desempeñé tareas de electricista, sonidista, ordenanza, acomodador, carpintero y recolector de residuos. Barrí la vereda y el largo pasillo de acceso a Corrientes 2038 los días de función, por no haber personal de maestranza en ese edificio en los días feriados.
Aporté mis propios equipos de audio, proyección de diapositivas y cámara filmadora, cuando debieron ser utilizados en las representaciones.
Produje material literario de investigación, que se halla totalmente documentado y debiera obrar en archivos de la Dirección de Cultura (aunque sospecho que lo han destruido intencionalmente).
De la permanente campaña de detracción ejercida sobre mi labor por la Dirección de Cultura queda el testimonio abrumador de todos los informes que semanalmente, e incluso diariamente, durante años, elevé a las respectivas autoridades.
Gran parte de estos informes, que son verdaderos actos de denuncia, figuran agregados como probatoria en el expediente de Recurso de Reconsideración y Apelación en Subsidio, con Reserva del Fuero Judicial, que interpusiera contra los términos de la Resolución Nº 957, que rechazara mi renuncia juzgándola de “improcedente”, por lo cual se me rescinde contrato con fecha 23 de junio de 1983.
El expediente, que lleva el Nº 9461/77 Anexo 1, se sustancia en la actualidad en la órbita del Ministerio de Educación y Justicia, en la etapa de Apelación en Subsidio y a él podrá Ud. remitirse para corroborar lo expuesto.
En 1978, al prohibirse de palabra la obra “Woyzeck”, de Georg Büchner, a la tercera representación, bajo el ridículo alegato de que propendía a la infiltración marxista, volví a presentar mi renuncia, que la Secretaría Académica desestimó, restituyéndome al cargo, pero sin promover la investigación que una prohibición tan absurdamente fundamentada merecía.
En este año de 1983, con fecha 3 de junio, presenté por tercera vez mi renuncia y en ella puntualicé: “Evidentemente, el cúmulo de falencias, incomprensiones y hasta afrentas al concepto universalista de cultura, sobrellevado en estos nueve años en aras de un ideal, por mí y por los cientos de jóvenes que me han secundado, ha llegado a un punto definitivo de tolerancia”.
No podía ser de otra manera. Yo había estado asistiendo a dictar las clases del Curso Regular de Drama y a la preparación de un nuevo espectáculo del repertorio durante las dos semanas en las que mi madre estuvo internada en estado de agonía y aun el día en que fue inhumada, pero en la Dirección de Cultura se venía trabando intencionalmente (hay evidencias concretas de ello) un proyecto de gira por todas las facultades a lo largo del año, y una invitación de la Universidad de Mar del Plata para actuar en el Teatro Auditórium durante el receso invernal no podía ser aceptada, por no hallarse la forma administrativa de liquidar viáticos a los integrantes del teatro, dándose como única solución que procurasen alojarse y comer en casas particulares de estudiantes marplatenses.
La renuncia, ante este estado de cosas, no era un acto de elección, sino un obligado deber ético impostergable.
Tanta torpeza, tanta ineptitud para lo realizable y tanta natural disposición para la sospecha, la calumnia y la amenaza (Fueron tantas las veces que se me amenazó con sumariarme por mis reclamos...!), terminan por producir una suerte de fatiga, que vence inevitablemente todo el empeño puesto en algo digno de ser tenido en cuenta, pero ramplonamente despreciado a diario.
Cuando en julio de 1960 Don Orestes Caviglia interpuso su ejemplar renuncia a la dirección de la Comedia Nacional, expresó: “Yo no puedo continuar por más tiempo. Un tremendo cansancio moral me lo impide”.
Algo similar motiva mi renuncia del 3 de junio de 1983: el cansancio o el hartazgo por tanta miserabilidad por parte de personas que no tienen ni tuvieron motivos ni personales ni institucionales para ensañarse como lo hicieron con la fecunda faena del Teatro de la Universidad de Buenos Aires, y es evidente que en ellos privó ese temible “eslogan” que enuncia un personaje del teatro contemporáneo: “Cuando uno no tiene un mundo para sí, es mas bien agradable comprobar la desaparición del mundo de los otros”.
Mi renuncia fue, como dije, aceptada, pero rechazándose sus términos por “improcedentes”, sin promover investigación alguna sobre los graves cargos que en la misma se formulaban.
Un desmentido oficial del Rectorado trató de disimular la noticia dada a publicidad por los principales matutinos porteños, a través de titulares como “Desaparece el Teatro de la Universidad” (Clarín) o “Se disolvió el Teatro de la Universidad” (La Nación).
Con toda celeridad se puso a otra persona en mi lugar, con atribuciones de un cargo inexistente y transcurridos siete meses de mi renuncia, lo comprobable es que aquel proyecto de agosto de 1974, el de un Teatro Nacional Universitario, ha pasado a ser algo “ido con el viento”; que la Ciudad de Buenos Aires no tiene más un teatro de universitarios, como lo tienen en Melbourne, en Budapest, en Bratislava, en Cracovia, en Lieja, en Minnesota, Indiana, Chicago, Texas, Illinois, Cleveland, Filadelfia y muchas otras ciudades de los Estados Unidos; en Peruggia (Italia) o en Ankara (Turquía).
Por todo lo hasta aquí expuesto, reitero mi pedido de restitución de las funciones a las que me vi compelido a renunciar, para reedificar el Teatro de la Universidad de Buenos Aires, piedra fundamental sobre la cual una Nación que mira al porvenir con coraje, desde la Casa de Altos Estudios del Estado, deberá erigir para las actuales y futuras generaciones un sólido tablado sobre el cual los conflictos humanos sean expuestos y juzgados bajo el imperio de la verdad.
Ariel Quiroga
Necesito dudar que este extenso alegato haya llegado a las manos del Dr. Delich. Acabo de trascribirlo palabra tras palabra, de la amarillenta copia escrita a máquina hace veintisiete años, y un sudor frío me recorre la espalda y una oleada de sangre se me agolpa en las sienes.
Yo señalaba hechos puntuales; daba nombres; narraba una odisea que en ese momento era comprobable. No se había pensado aun en remodelar el edificio de Corrientes 2038 y en crear el Centro Cultural Rojas.
Una visita a las instalaciones donde el TUBA había hecho su ilustre repertorio y convocado a tantos miles de espectadores, hubiera mostrado el estado de abandono, de mugre infecta, en que se lo había dejado hacer.
Una revisión de los legajos del personal de la Dirección de Cultura hubiera puesto en evidencia el origen espurio de sus nombramientos.
Si este documento fue leído por el Dr. Delich y acto seguido “cajoneado” o destruido, implicaría que hubo de su parte, en aquel esperanzado renacer de la República a la vida democrática, un grave incumplimiento de los deberes de funcionario público.
Lo dijo alguna vez alguien con mucha autoridad, no por el cargo que ocupaba sino por la entereza de sus convicciones éticas: “Los funcionarios están obligados a darnos respuestas, para que los interrogantes que les planteamos no mueran en soledad”.
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