jueves, 15 de abril de 2010

EL "CANTO DEL CISNE" DEL TUBA

A pesar de que el cisne no canta nunca (lo más, emite un ronquido sordo), existe una leyenda antigua que afirma que produce el canto más melodioso como premonición de su propia muerte. Así, al menos, lo relatan Marcial y el poeta Virgilio.
El TUBA, el Teatro de la Universidad de Buenos Aires, o el Teatro Universitario de Buenos Aires, como yo prefiero llamarlo (está explicado en este Blog en el capítulo del día 3 de marzo de 2010), murió en junio de 1983, cuando decidió cerrar sus puertas al público, tras más de 1.160 funciones en aquel vetusto edificio de Corrientes 2038, que hoy (soberbiamente remodelado y ampliado, es sede del Centro Cultural Rojas, la instalación multimedia en la que parece ser que nunca hasta hoy se pudo encontrar un lugar para otro TUBA ni para recordarlo a aquél, aunque más no fuera en una mísera pantalla colgada en alguna pared).
El cierre del ciclo de nueve años en Corrientes 2038 (también está relatado en anteriores capítulos de este Blog), no impidió que el TUBA hiciera a posteriori algunas funciones más (ciertamente “clandestinas”), invitado por los centros de estudiantes que empezaban a cobrar impulso tras los largos años de proscripción, debido a la dictadura.
La última de esas funciones (la definitivamente última de su historia), tuvo lugar en el auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en octubre de 1983 y fue una especie de síntesis del espectáculo “Chejoviana”, que con tanto éxito se había representado en la temporada de 1982.
Y fue precisamente el drama en un acto titulado “El canto del cisne”, que Anton Chéjov escribiera en 1886, lo que cerró aquella última función del TUBA, justamente en Derecho, la facultad donde en los años cuarenta el gran maestro Antonio Cunil Cabanellas había erigido el Teatro Universitario en el que hicieron sus primeras armas figuras luego célebres como Duilio Marzio y Pepe Soriano.
Qué mejor “canto final” para ese TUBA, el elenco universitario que durante nueve años había entonado las melodías escénicas de los más grandes “líricos” de la dramática universal, desde Esquilo a Florencio Sánchez; desde Terencio a Enrique Wernicke, que ese del "Cisne" chejoviano a punto de morir...
He aquí, en una tal vez borrosa pero elocuente grabación, el testimonio sonoro de aquel “Canto del cisne” que significó además, para mí (Ariel Quiroga, un “iluso transitador de los escenarios”, como me llamó una vez Cátulo Castillo), la mejor y más piadosa despedida de la vida teatral, a la que había dedicado más de treinta años de mi propia vida.

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