Hasta febrero de este año 2010 yo no sabía que era un Blog y a partir de mi venida a Mar del Plata, a mediados de 2008, había decidido no volver a hablar y ni siquiera pensar en aquel Teatro Universitario de Buenos Aires, que pasó al olvido en 1983.
Un Blog, según dicen, es algo así como un diario íntimo, un cuaderno de viaje, una “bitácora”…un lugar donde dejar cosas que uno querría que no se perdieran cuando se pierda uno.
Hablando de perderse, me acuerdo en este momento de una ocurrencia de Woody Allen, cuando se pregunta: “Un recuerdo es algo que se tiene…o algo que se ha perdido…?”.
Tengo muchos recuerdos de ese teatro de jóvenes universitarios que se llamó “el TUBA”, pero a menudo creo que el único que se acuerda de todos esos años soy yo…y que el TUBA es, definitivamente, algo que se ha perdido.
Ojala esta idea de unos amigos marplatenses de meterme en esta cuestión del Blog, sirva para que alguien perdido por allí, por los vericuetos de ese túnel sin tiempo que es la web, lo descubra y salga al encuentro de toda esa historia de locura febril por montar obras, por sacar un teatro de repertorio prácticamente de la nada, por deslomarse en horas robadas al sueño clavando maderas y cosiendo trajes, por armar artefactos de luz y subirse a andamios tambaleantes para colgarlos, por cargar arriba de camiones descubiertos cuanta porquería se usa en “una producción escénica” y salir a la intemperie en noches de invierno a llevar “el mensaje de los clásicos” a las parroquias, a los almacenes de ramos generales y a los cuarteles de bomberos… porque todo eso y mucho más que necesitaría de muchos otros blogs para contarlo, es lo que hizo el TUBA en esos dichosos nueve años de su precaria existencia.
La historia tal como fue (o como yo la recuerdo hoy, a los 70 años) tendrá que ser reconstruida por el que acceda al Blog, con los pedazos que fui poniendo día a día, a medida que me acometía la urgencia por contar algo, por plasmar alguna foto o recuperar algún fragmento grabado.
No quise mencionar a ninguno de los que formaron parte de los planteles del TUBA, porque son muy pocos los nombres que recuerdo de los 1.600 que, aproximadamente, se inscribieron y participaron (un día, un mes, cinco años o de cabo a rabo de la historia que ocurrió entre agosto de 1974 y octubre de 1983), dejando una entrega de fervor, de integridad y de pasión juvenil, que hubiera merecido un poquito más de reconocimiento.
A las personas que sí, obligadamente, he mencionado y que tuvieron algo que ver con el devenir institucional del TUBA, con su desdichado final o con la imposibilidad de recuperar su vida activa en estos años en que los argentinos llevamos sabiendo (a los tumbos) lo que es vivir en democracia, les pido disculpas si algún testimonio los ha rozado y pudo hacer que se sintieran ofendidos.
Apelo, a modo de justificativo (si fuera necesario) a lo que, recordando “La Barraca”, el grupo itinerante de García Lorca, digo (palabra más, palabra menos) en el capítulo del día 14 de marzo de 2010 titulado “Dolorosa semejanza”: “La Barraca era algo vivo y murió. Tuvo una vida tan corta que fue un suspiro. Sean entonces mis palabras de “agradecimiento” a la Universidad de Buenos Aires por habernos dado a los del TUBA la “oportunidad”, con sus desaires, trabas y persecuciones, de compartir con “La Barraca” la misma terquedad y la misma injusta derrota.".
martes, 20 de abril de 2010
lunes, 19 de abril de 2010
EL "ADN" CON EL QUE FRANCIS CRICK HUBIERA ESTADO DE ACUERDO
Quien tenga la buena disposición de internarse a explorar este Blog, tratando de dilucidar cómo fue que un Teatro Universitario de Repertorio dejó de existir luego de nueve años de labor en continuidad, (labor cumplida en el contexto de un país asolado por terrorismos y dictaduras) y porqué una vez devenida la democracia en ese país no fue posible restituirlo a su anterior vida activa, deberá, –a mi modesto entender-, comenzar por investigar su repertorio hecho público, a través de 1.163 representaciones ofrecidas gratuitamente.
“Casi todos los aspectos de la vida se organizan en el nivel molecular, y si no entendemos las moléculas nuestra comprensión de la vida misma será muy incompleta” dice Francis Crick, el físico y biólogo británico que descubrió la estructura del ADN.
Estoy convencido que el REPERTORIO es para un Centro de Drama (como lo fue el TUBA) el equivalente al ADN de un organismo humano y que los autores que llegaron a conformar su repertorio, algo muy similar a las moléculas que integran un ADN.
De modo que conociendo a los autores que hizo, debería ser muy fácil obtener el "ADN" de un Teatro de Repertorio. No es así...?
Ahora bien: Por qué el TUBA fue tan combatido y hostigado por la Universidad, durante sus nueve años de existencia (1974 – 1983), no es entendible a la luz de la multiplicidad de corrientes estéticas y filosóficas que aportaron los nombres de los autores elegidos para la divulgación de sus obras, (nombres que, puestos al azar, están visibles en el recuadro superior de este texto), ninguno de los cuales podría decirse que ostentaba algún tipo de vinculación con los extremismos en boga en aquella época.
Y menos entendible aun es que la Universidad que sobrevino a partir de la restauración de la democracia en la Argentina (la Universidad que se ocupó de crear un foro para la discusión e irradiación de la cultura abierto a todas las corrientes del pensamiento ontológico, como lo es “el Rojas”), se haya negado tercamente a considerar la posibilidad de volver a contar con un Teatro Universitario de Repertorio, que profundizara y extendiera en el tiempo la labor de aquel antecedente tan digno de ser tenido en cuenta, como lo fue el TUBA.
Lamentablemente Francis Crick falleció en el año 2004; de estar hoy con vida y en pleno uso de sus facultades investigativas, sería interesante confiarle la “desestructuración” de esa intrincada madeja de intereses políticos y hasta comerciales, que siguen manteniendo ocultas las verdaderas razones por las cuales el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, tal como existió entre 1974 y 1983, no deba ser reconocido por la trascendencia del repertorio realizado, ni mucho menos puesto de nuevo a funcionar, a la par de los cientos y cientos de otros centros de drama que florecen y se perpetúan, hoy por hoy, en las universidades del mundo entero.
“Casi todos los aspectos de la vida se organizan en el nivel molecular, y si no entendemos las moléculas nuestra comprensión de la vida misma será muy incompleta” dice Francis Crick, el físico y biólogo británico que descubrió la estructura del ADN.
Estoy convencido que el REPERTORIO es para un Centro de Drama (como lo fue el TUBA) el equivalente al ADN de un organismo humano y que los autores que llegaron a conformar su repertorio, algo muy similar a las moléculas que integran un ADN.
De modo que conociendo a los autores que hizo, debería ser muy fácil obtener el "ADN" de un Teatro de Repertorio. No es así...?
Ahora bien: Por qué el TUBA fue tan combatido y hostigado por la Universidad, durante sus nueve años de existencia (1974 – 1983), no es entendible a la luz de la multiplicidad de corrientes estéticas y filosóficas que aportaron los nombres de los autores elegidos para la divulgación de sus obras, (nombres que, puestos al azar, están visibles en el recuadro superior de este texto), ninguno de los cuales podría decirse que ostentaba algún tipo de vinculación con los extremismos en boga en aquella época.
Y menos entendible aun es que la Universidad que sobrevino a partir de la restauración de la democracia en la Argentina (la Universidad que se ocupó de crear un foro para la discusión e irradiación de la cultura abierto a todas las corrientes del pensamiento ontológico, como lo es “el Rojas”), se haya negado tercamente a considerar la posibilidad de volver a contar con un Teatro Universitario de Repertorio, que profundizara y extendiera en el tiempo la labor de aquel antecedente tan digno de ser tenido en cuenta, como lo fue el TUBA.
Lamentablemente Francis Crick falleció en el año 2004; de estar hoy con vida y en pleno uso de sus facultades investigativas, sería interesante confiarle la “desestructuración” de esa intrincada madeja de intereses políticos y hasta comerciales, que siguen manteniendo ocultas las verdaderas razones por las cuales el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, tal como existió entre 1974 y 1983, no deba ser reconocido por la trascendencia del repertorio realizado, ni mucho menos puesto de nuevo a funcionar, a la par de los cientos y cientos de otros centros de drama que florecen y se perpetúan, hoy por hoy, en las universidades del mundo entero.
domingo, 18 de abril de 2010
AL GENIAL ENRIQUE WERNICKE, "IN MEMORIAM"
A Enrique lo conocí en 1965, cuando yo formaba parte del elenco de Nuevo Teatro (el mítico Nuevo Teatro de la Boero y Asquini, del “Chucho” Alcalde y “el flaco” Alterio; de Américo Chandía y de la Capello; del gordo Pinti y de Virgilio Caldi; de Beatriz Grosso y de Rubens Correa; de Saulo Benavente y del negro Costa… y de tantos y tantos que le pusieron el cuerpo y el alma a aquello de Romain Rolland: “El teatro será pueblo o no será nada”).
Mientras ensayábamos los sainetes con que se abriría el Apolo (los geniales “Sainetes contemporáneos”, de Enrique Wernicke), a mí me confiaron la puesta en escena de “María se porta mal”, la obrita que con música de Rolando Mañanes le había dedicado a su hija María.
Enrique tenía por entonces 50 años pero parecía de 80. Alcohólico empedernido, había hecho de todo para subsistir: periodista, agricultor, titiritero, fabricante de soldaditos de plomo y vaya a saberse cuántas cosas más.
Como escritor, habría de dejar al menos dos novelas impresionantes por su laconismo y su rigor realista: “La ribera”, de 1955 y “Los que se van”, de 1958, garabateadas entre copa y copa frente a ese paisaje del río que había elegido como territorio íntimo y mítico, donde acallar sus dudas, sus incertidumbres y sus furias.
Moriría en 1968, cansado de lidiar consigo mismo y con una sociedad que hubiera querido cambiar a puñetazo limpio. Incorporamos a Enrique Wernicke a nuestro repertorio del TUBA en la temporada de 1982, con su genial sainete “El poeta” (que en 1966 yo había interpretado junto a Asquini, Alterio y Pagani, en Nuevo Teatro) y en la temporada siguiente (la última del TUBA) hicimos un espectáculo que se llamó “Tiempo de aparatos” y en el cual, además de repetir “El poeta”, incluíamos “La cama”, “El tirabuzón” y “El grabador”.
La tarde del 5 de junio de 1983, en que se hizo en Corrientes 2038 la última función del TUBA, la última voz que se oyó en ese escenario fue la del intérprete que clamaba: “Tratando de vivir…viendo vivir…”.
Habrá sido el mismísimo Enrique, con esa voz ronca a fuerza de tanta ginebra y vino rancio, el que le estaba diciendo “Chau” a la Universidad que nos había pisoteado durante nueve años, con la misma bronca burlona con que él le dijo “Chau” a la vida…?.
Mientras ensayábamos los sainetes con que se abriría el Apolo (los geniales “Sainetes contemporáneos”, de Enrique Wernicke), a mí me confiaron la puesta en escena de “María se porta mal”, la obrita que con música de Rolando Mañanes le había dedicado a su hija María.
Enrique tenía por entonces 50 años pero parecía de 80. Alcohólico empedernido, había hecho de todo para subsistir: periodista, agricultor, titiritero, fabricante de soldaditos de plomo y vaya a saberse cuántas cosas más.
Como escritor, habría de dejar al menos dos novelas impresionantes por su laconismo y su rigor realista: “La ribera”, de 1955 y “Los que se van”, de 1958, garabateadas entre copa y copa frente a ese paisaje del río que había elegido como territorio íntimo y mítico, donde acallar sus dudas, sus incertidumbres y sus furias.
Moriría en 1968, cansado de lidiar consigo mismo y con una sociedad que hubiera querido cambiar a puñetazo limpio. Incorporamos a Enrique Wernicke a nuestro repertorio del TUBA en la temporada de 1982, con su genial sainete “El poeta” (que en 1966 yo había interpretado junto a Asquini, Alterio y Pagani, en Nuevo Teatro) y en la temporada siguiente (la última del TUBA) hicimos un espectáculo que se llamó “Tiempo de aparatos” y en el cual, además de repetir “El poeta”, incluíamos “La cama”, “El tirabuzón” y “El grabador”.
La tarde del 5 de junio de 1983, en que se hizo en Corrientes 2038 la última función del TUBA, la última voz que se oyó en ese escenario fue la del intérprete que clamaba: “Tratando de vivir…viendo vivir…”.
Habrá sido el mismísimo Enrique, con esa voz ronca a fuerza de tanta ginebra y vino rancio, el que le estaba diciendo “Chau” a la Universidad que nos había pisoteado durante nueve años, con la misma bronca burlona con que él le dijo “Chau” a la vida…?.
MOLIÈRE, EL TACITURNO... MOLIÈRE, EL ALUCINADO
A la hora de planear el repertorio de la que sería la quinta temporada consecutiva del TUBA, yo había vuelto a pensar en acercarnos a Molière (cuyo “Misántropo” había quedado ensayado y sin hacerse la temporada anterior).
La historia de Molière (1622 – 1673) tenía semejanzas con la historia del TUBA. Su verdadero nombre era Jean-Baptiste Poquelin, un humilde hijo de tapicero, lleno de imaginación e independencia, que empezó a experimentar con el teatro cuando era estudiante de leyes y tomó parte activa en un grupo de aficionados de París. Como sucede hoy en día (y en los días del TUBA), la compañía tropezaba con dificultades económicas y una total falta de apoyo, pero sus miembros se negaban a darse por vencidos.
A pesar de las deudas, que los obligaron a ir a parar a la cárcel durante cortos períodos, (los del TUBA no llegamos a tanto) los actores de la compañía permanecieron unidos y bajo la dirección de Molière, lanzándose a recorrer la provincia (como los universitarios de La Barraca, de García Lorca), con un carromato que era a la vez su única vivienda y el sostén del improvisado teatro.
No nos atrevíamos a volver a intentar “El misántropo” por una cuestión de cábala y la suerte hizo que, revolviendo en la biblioteca de Filosofía y Letras apareciese “L’etourdi”, o sea “El atolondrado o Los contratiempos”, que fue la primer comedia que el trashumante Jean-Baptiste firmó con el seudónimo de Molière.
Molière se había inspirado (al igual que tan a menudo lo había hecho Shakespeare), en una obra italiana titulada “L’inavertito”, original de Nicolo Barbieri, llamado Beltramo, que era, como él, autor y actor al mismo tiempo y en muchas otras farsas italianas que había visto representar en su infancia y su mocedad a los célebres cómicos Scaramouche, Turlupin y Bruscambille.
Pese a ser la primera de sus obras que se representó en público, en el año 1653, Molière ya dejó en ella la huella de su genialidad. No tomó de la obra de Barbieri ni una sola frase, ni un solo pensamiento. El diálogo de “El atolondrado” le pertenece por entero y es un valioso anticipo de la comedia de enredos y de costumbres, que él supo llevar a una perfección inigualada no sólo en Francia, sino en la literatura universal.
Durante el domingo de Pascua de 1979 habíamos pintado al aceite, sobre la pared del fondo de Corrientes 2038, que era donde terminaba el edificio, la réplica de un hermoso fresco de Francesco Guardi y confeccionamos (con la invalorable ayuda de la mamá de una integrante) un complejo vestuario en pana sintética, que convirtió a “El atolondrado” en un espectáculo digno y hasta suntuoso, muy en el estilo de la Comedia Francesa. (Las fotos que aparecen en este capítulo lo testimonian).
Decíamos en el programa de mano: “Hasta donde puede precisarse, no hay antecedentes de que “El atolondrado” haya sido representada con anterioridad, en versión castellana, en el país. Los Universitarios de Buenos Aires se enorgullecen, pues, de poder aportar, con su modesto trabajo, nueva luz sobre el conocimiento de la obra integral del fecundo humanista que fue Jean-Baptiste Poquelin”.
La quinta temporada del TUBA se abrió a fines de abril de 1979 y la fortuna volvió a favorecernos. El “incendio infame”, que acabo de comentar en la entrada anterior a este Blog, no pudo con nuestra “RABIA POR HACER, CONTRA VIENTO, MAREA y FUEGO, TAMBIEN”.
Durante la época de “El atolondrado” llegamos a reunirnos para “deliberar” cómo haríamos para frenar al público, que arremetía contra las puertas de acceso a la sala queriendo entrar a toda costa, cuando ya no cabía más nadie, ni siquiera de pie en los pasillos laterales.
La hilarante comedia tenía un ritmo constante y las situaciones equívocas se iban hilvanando de tal manera hasta llegar a una madeja de enredos imposible de ordenar. El público se reía de tal manera con el juego escénico, que durante largos ratos el texto era prácticamente inaudible.
Qué maravillosa experiencia, que sólo es posible vivir en los teatros de repertorio, donde la exultancia de los jóvenes supera sus inevitables limitaciones actorales...
El teatro es, sin lugar a dudas, el mas genuino lugar de comunión humana (aparte de los templos, desde luego) en el que la risa, el entusiasmo (ese elemento “ontológico” por antonomasia, como lo definía Ortega) unifica a todos en una misma edad, un mismo modo de sentir y disfrutar la vida y una misma clase social, aunque más no sea por el breve lapso de dos horas.
Llevamos “El atolondrado” a la Facultad de Derecho, a la de Odontología (donde cientos de estudiantes vociferaron a grito pelado su aprobación) y al Tigre Hotel. En la sala de Corrientes 2038 “El atolondrado”, estrenada el 28 de abril, permaneció en la cartelera hasta el 9 de septiembre, totalizando 42 representaciones.
La historia de Molière (1622 – 1673) tenía semejanzas con la historia del TUBA. Su verdadero nombre era Jean-Baptiste Poquelin, un humilde hijo de tapicero, lleno de imaginación e independencia, que empezó a experimentar con el teatro cuando era estudiante de leyes y tomó parte activa en un grupo de aficionados de París. Como sucede hoy en día (y en los días del TUBA), la compañía tropezaba con dificultades económicas y una total falta de apoyo, pero sus miembros se negaban a darse por vencidos.
A pesar de las deudas, que los obligaron a ir a parar a la cárcel durante cortos períodos, (los del TUBA no llegamos a tanto) los actores de la compañía permanecieron unidos y bajo la dirección de Molière, lanzándose a recorrer la provincia (como los universitarios de La Barraca, de García Lorca), con un carromato que era a la vez su única vivienda y el sostén del improvisado teatro.
No nos atrevíamos a volver a intentar “El misántropo” por una cuestión de cábala y la suerte hizo que, revolviendo en la biblioteca de Filosofía y Letras apareciese “L’etourdi”, o sea “El atolondrado o Los contratiempos”, que fue la primer comedia que el trashumante Jean-Baptiste firmó con el seudónimo de Molière.
Molière se había inspirado (al igual que tan a menudo lo había hecho Shakespeare), en una obra italiana titulada “L’inavertito”, original de Nicolo Barbieri, llamado Beltramo, que era, como él, autor y actor al mismo tiempo y en muchas otras farsas italianas que había visto representar en su infancia y su mocedad a los célebres cómicos Scaramouche, Turlupin y Bruscambille.
Pese a ser la primera de sus obras que se representó en público, en el año 1653, Molière ya dejó en ella la huella de su genialidad. No tomó de la obra de Barbieri ni una sola frase, ni un solo pensamiento. El diálogo de “El atolondrado” le pertenece por entero y es un valioso anticipo de la comedia de enredos y de costumbres, que él supo llevar a una perfección inigualada no sólo en Francia, sino en la literatura universal.
Durante el domingo de Pascua de 1979 habíamos pintado al aceite, sobre la pared del fondo de Corrientes 2038, que era donde terminaba el edificio, la réplica de un hermoso fresco de Francesco Guardi y confeccionamos (con la invalorable ayuda de la mamá de una integrante) un complejo vestuario en pana sintética, que convirtió a “El atolondrado” en un espectáculo digno y hasta suntuoso, muy en el estilo de la Comedia Francesa. (Las fotos que aparecen en este capítulo lo testimonian).
Decíamos en el programa de mano: “Hasta donde puede precisarse, no hay antecedentes de que “El atolondrado” haya sido representada con anterioridad, en versión castellana, en el país. Los Universitarios de Buenos Aires se enorgullecen, pues, de poder aportar, con su modesto trabajo, nueva luz sobre el conocimiento de la obra integral del fecundo humanista que fue Jean-Baptiste Poquelin”.
La quinta temporada del TUBA se abrió a fines de abril de 1979 y la fortuna volvió a favorecernos. El “incendio infame”, que acabo de comentar en la entrada anterior a este Blog, no pudo con nuestra “RABIA POR HACER, CONTRA VIENTO, MAREA y FUEGO, TAMBIEN”.
Durante la época de “El atolondrado” llegamos a reunirnos para “deliberar” cómo haríamos para frenar al público, que arremetía contra las puertas de acceso a la sala queriendo entrar a toda costa, cuando ya no cabía más nadie, ni siquiera de pie en los pasillos laterales.
La hilarante comedia tenía un ritmo constante y las situaciones equívocas se iban hilvanando de tal manera hasta llegar a una madeja de enredos imposible de ordenar. El público se reía de tal manera con el juego escénico, que durante largos ratos el texto era prácticamente inaudible.
Qué maravillosa experiencia, que sólo es posible vivir en los teatros de repertorio, donde la exultancia de los jóvenes supera sus inevitables limitaciones actorales...
El teatro es, sin lugar a dudas, el mas genuino lugar de comunión humana (aparte de los templos, desde luego) en el que la risa, el entusiasmo (ese elemento “ontológico” por antonomasia, como lo definía Ortega) unifica a todos en una misma edad, un mismo modo de sentir y disfrutar la vida y una misma clase social, aunque más no sea por el breve lapso de dos horas.
Llevamos “El atolondrado” a la Facultad de Derecho, a la de Odontología (donde cientos de estudiantes vociferaron a grito pelado su aprobación) y al Tigre Hotel. En la sala de Corrientes 2038 “El atolondrado”, estrenada el 28 de abril, permaneció en la cartelera hasta el 9 de septiembre, totalizando 42 representaciones.
EL INCENDIO INFAME
Durante el verano de 1979 coordiné un segundo seminario de estudio del hecho teatral en el que se inscribieron muchos estudiantes universitarios y graduados, que se dictó en la Facultad de Filosofía y Letras y que generó al cabo una nueva corriente de ingresos a los cuadros artísticos del TUBA.
A comienzos de marzo de 1979, alguien dejó caer “al descuido” un fósforo en la cabina de luces de la sala de Corrientes 2038, donde guardábamos en un arcón todo nuestro archivo de libretos; apuntes teóricos y gran parte del vestuario y la utilería coleccionados a lo largo del tiempo. Se produjo un incendio de proporciones, que nunca se procuró aclarar y lo perdimos todo, incluido el tablero de luces que era propiedad de la Universidad.
El “Parte diario de actividades” del TUBA, del lunes 6 de marzo de 1979, refleja los sucesos del día de esta manera:
"Un incendio ha destruido la cabina de luces de Corrientes 2038, perdiéndose la totalidad del vestuario que alli se guardaba (por no tener otro lugar en el edificio para hacerlo), junto con otros elementos: muebles, utilería y libretos del Teatro Universitario. El incendio ha tenido lugar por la tarde, de modo que a la noche es imposible el acceso al edificio para ensayar, por la gran humareda que aun no se ha disipado. Se lleva a cabo una reunión en un bar cercano, en Sarmiento y Ayacucho. El clima es de tristeza y bronca por lo sucedido, pero el ánimo logra renacer a medida que van llegando todos los integrantes convocados para la jornada. La adversidad vuelve a templar, como en otras ocasiones, el espíritu de los jóvenes del teatro, mancomunados en una actitud fraternal que permite alentar optimistas perspectivas, más allá de la situación de pesimismo que se atraviesa. La unión en la tarea común, que logró en épocas pasadas salir airosamente de otros trances desafortunados, es un factor invalorable para aunar esfuerzos, con miras a la solución efectiva de cualquier inconveniente.".
Los bomberos habían apagado el fuego antes que se extendiera a todo el edificio, pero convertido a la cabina de luces en un pantano impenetrable. Cuando pasados algunos días se logró disipar el humo espeso y el fuerte olor rancio que se había apoderado de la sala, tuvimos el desfallecimiento de pensar, por un día o dos, que en esas condiciones no había forma de iniciar la quinta temporada.
Pero en aquella etapa de nuestra azarosa historia, nada ni nadie iba a poder detenernos. Pagué de mi bolsillo la instalación de una llave térmica, colocada dentro del escenario, que prendía al unísono todos los “spots”, que eran más o menos unos quince.
Es curioso pasar revista hoy, a tantos años de distancia de aquel hecho, a la nómina de elementos destruidos por el incendio. Cuánta emoción, tristeza y ternura me produce recordar que en esa cabina de luces incendiada, guardábamos estas cosas:
Un mueble aparador de comedor (usado en “La ofensiva”); Un canasto de mimbre con base rodante (usado en “Jácaras y mojigangas”); Una radio de capilla (usada en “La ofensiva”); Un tocadiscos Winco, en buen estado de funcionamiento; Treinta y dos (32) trajes de época, confeccionados en el teatro; Seis (6) trajes de época, pertenecientes a la colección de Nuevo Teatro, que estaban en préstamo; Platos, vasos, cacerolas, fuentes de loza y metal, cubiertos, botellones, floreros, repisas, cuadros, objetos varios de adorno, manteles, servilletas, carpetas bordadas, almanaques (usados en “La ofensiva” y “Relojero”); Un cubrecamas antiguo, confeccionado en telar de lanzadera; Catorce (14) fotografías del teatro, tamaño 50 x 60, montadas en passe-partout; Archivo de libretos del Ciclo 1977 de Teatro Leído (70 ejemplares); Colección de publicaciones teatrales editadas en los años 1920 a 1946; (Veintitrés (23) ejemplares únicos, agotados); Ocho (8) pares de zapatos; Lienzo teñido, usado en decorados de “El farsante más grande del mundo”; Tul teñido (aproximadamente 16 metros); Un cuadro de familia, con vidrio cóncavo, enmarcado en madera barnizada; Una carpeta de terciopelo bordada a mano; Un candelabro de madera tallada; Dos (2) apliques con caireles; Una sombrilla de época (usada en “Comedia de errores”); Doce (12) sombreros y cascos de época (usados en “Jácaras y mojigangas”); Cuatro sombreros de fieltro (usados en “El alma del suburbio”); Tres (3) carteras de mujer; Ocho (8) vestidos de mujer, modernos; Once (11) pares de pantalones, modernos; Un botiquín con elementos de primeros auxilios (de propiedad del Teatro); Artículos de limpieza: detergente, trapos de piso (comprados por el Teatro); Engrudo (dos (2) paquetes); pinceletas, una tijera, una cuchilla; Cola para empapelar decorados (seis (6) paquetes); Una abrochadora y una caja de alfileres; Sellos con diversas leyendas: “Ultimas funciones”, “Hoy estreno”, etc.; Dos (2) resmas de papel oficio, de propiedad del Teatro.
A comienzos de marzo de 1979, alguien dejó caer “al descuido” un fósforo en la cabina de luces de la sala de Corrientes 2038, donde guardábamos en un arcón todo nuestro archivo de libretos; apuntes teóricos y gran parte del vestuario y la utilería coleccionados a lo largo del tiempo. Se produjo un incendio de proporciones, que nunca se procuró aclarar y lo perdimos todo, incluido el tablero de luces que era propiedad de la Universidad.
El “Parte diario de actividades” del TUBA, del lunes 6 de marzo de 1979, refleja los sucesos del día de esta manera:
"Un incendio ha destruido la cabina de luces de Corrientes 2038, perdiéndose la totalidad del vestuario que alli se guardaba (por no tener otro lugar en el edificio para hacerlo), junto con otros elementos: muebles, utilería y libretos del Teatro Universitario. El incendio ha tenido lugar por la tarde, de modo que a la noche es imposible el acceso al edificio para ensayar, por la gran humareda que aun no se ha disipado. Se lleva a cabo una reunión en un bar cercano, en Sarmiento y Ayacucho. El clima es de tristeza y bronca por lo sucedido, pero el ánimo logra renacer a medida que van llegando todos los integrantes convocados para la jornada. La adversidad vuelve a templar, como en otras ocasiones, el espíritu de los jóvenes del teatro, mancomunados en una actitud fraternal que permite alentar optimistas perspectivas, más allá de la situación de pesimismo que se atraviesa. La unión en la tarea común, que logró en épocas pasadas salir airosamente de otros trances desafortunados, es un factor invalorable para aunar esfuerzos, con miras a la solución efectiva de cualquier inconveniente.".
Los bomberos habían apagado el fuego antes que se extendiera a todo el edificio, pero convertido a la cabina de luces en un pantano impenetrable. Cuando pasados algunos días se logró disipar el humo espeso y el fuerte olor rancio que se había apoderado de la sala, tuvimos el desfallecimiento de pensar, por un día o dos, que en esas condiciones no había forma de iniciar la quinta temporada.
Pero en aquella etapa de nuestra azarosa historia, nada ni nadie iba a poder detenernos. Pagué de mi bolsillo la instalación de una llave térmica, colocada dentro del escenario, que prendía al unísono todos los “spots”, que eran más o menos unos quince.
Es curioso pasar revista hoy, a tantos años de distancia de aquel hecho, a la nómina de elementos destruidos por el incendio. Cuánta emoción, tristeza y ternura me produce recordar que en esa cabina de luces incendiada, guardábamos estas cosas:
Un mueble aparador de comedor (usado en “La ofensiva”); Un canasto de mimbre con base rodante (usado en “Jácaras y mojigangas”); Una radio de capilla (usada en “La ofensiva”); Un tocadiscos Winco, en buen estado de funcionamiento; Treinta y dos (32) trajes de época, confeccionados en el teatro; Seis (6) trajes de época, pertenecientes a la colección de Nuevo Teatro, que estaban en préstamo; Platos, vasos, cacerolas, fuentes de loza y metal, cubiertos, botellones, floreros, repisas, cuadros, objetos varios de adorno, manteles, servilletas, carpetas bordadas, almanaques (usados en “La ofensiva” y “Relojero”); Un cubrecamas antiguo, confeccionado en telar de lanzadera; Catorce (14) fotografías del teatro, tamaño 50 x 60, montadas en passe-partout; Archivo de libretos del Ciclo 1977 de Teatro Leído (70 ejemplares); Colección de publicaciones teatrales editadas en los años 1920 a 1946; (Veintitrés (23) ejemplares únicos, agotados); Ocho (8) pares de zapatos; Lienzo teñido, usado en decorados de “El farsante más grande del mundo”; Tul teñido (aproximadamente 16 metros); Un cuadro de familia, con vidrio cóncavo, enmarcado en madera barnizada; Una carpeta de terciopelo bordada a mano; Un candelabro de madera tallada; Dos (2) apliques con caireles; Una sombrilla de época (usada en “Comedia de errores”); Doce (12) sombreros y cascos de época (usados en “Jácaras y mojigangas”); Cuatro sombreros de fieltro (usados en “El alma del suburbio”); Tres (3) carteras de mujer; Ocho (8) vestidos de mujer, modernos; Once (11) pares de pantalones, modernos; Un botiquín con elementos de primeros auxilios (de propiedad del Teatro); Artículos de limpieza: detergente, trapos de piso (comprados por el Teatro); Engrudo (dos (2) paquetes); pinceletas, una tijera, una cuchilla; Cola para empapelar decorados (seis (6) paquetes); Una abrochadora y una caja de alfileres; Sellos con diversas leyendas: “Ultimas funciones”, “Hoy estreno”, etc.; Dos (2) resmas de papel oficio, de propiedad del Teatro.
"FEDRA", CON TODO SU PUDOR, EN EL TUBA
La temporada de 1980 del TUBA tuvo como espectáculo de cierre a la más noble de las tragedias en lengua francesa: “Fedra”, de Jean Racine (1639 – 1699), que se estrenó el 25 de octubre y que durante el año anterior habíamos traducido nosotros mismos, desdeñando la versión de Mujica Láinez (muy artificiosa) y la más autorizada pero un tanto obsoleta de Pedro Henríquez Ureña. Al fin de cuentas, éramos el Teatro de la Universidad de Buenos Aires y eso nos obligaba a realizar nuestras propias traducciones de los clásicos. (Habrá quedado algún ejemplar de esa prolija traducción en algún anaquel de la Facultad de Filosofía y Letras o de la actual Dirección de Cultura de la UBA…?).
Con “Fedra” se había inaugurado la célebre Comedia Francesa unos 300 años antes y jamás se la había representado en Buenos Aires. El TUBA, cumpliendo con el más encomiable cometido divulgador, la estrenaba a 303 años de haber sido dada a conocer por su autor, en su propia traducción sacada directamente del original.
Las tragedias de Racine poseen una gran profundidad psicológica y “Fedra” es considerada unánimemente su obra maestra en este sentido. Sarah Bernhardt y otras grandes trágicas han visto en esta historia de una reina enamorada de su hijastro, uno de los mejores papeles de toda la literatura dramática.
Racine, identificado en su tiempo como “el humanista de Port-Royal”, supo expresar con rara mezcla de osadía y recato, lo más recto y lo más deleznable del comportamiento humano.
Sin caer en recursos de versificación, el ritmo musical de las frases fue cuidado en extremo en nuestra traducción, con un objetivo quizá aventurado puesto por meta: lograr que el texto de “Fedra” dicho en español, sonase al oído de los espectadores alertas, como dicho en francés y aportase a los no informados la posibilidad de acceso a un lenguaje bello, hecho de austeridad y recato.
Estrofa final del primer acto, en la traducción del TUBA:
FEDRA:
Y bien, vivamos, si hacia la vida se me lleva.
Que el amor de un hijo, en este día funesto,
de mi débil espíritu reanime lo que queda...
En el programa de mano se insertaba una nota firmada por Roger Caillois, miembro de la Academia Francesa y asiduo visitante de nuestro país, por su íntima amistad con Victoria Ocampo, cuya traducción del texto en francés de Caillois (poco inclinado a la indulgencia para con la atribulada Fedra) utilizábamos:
“Los mitos son sólo escudo o coartada para Fedra. Los usa para invitar a todos a apiadarse de ella. El genio de Racine, que la adorna con todas las seducciones de la desdicha, hace que lo consiga.
“La poesía, la música de los versos, la nobleza de la expresión, nos conducen a compadecerla y a temblar por ella. Sin embargo, se las arregla a las mil maravillas con esas debilidades. No trata de librarse de su infortunio. Y los dioses, a quienes transfiere la responsabilidad de su destino, si verdaderamente han querido perderla, no han tenido que tomarse demasiado trabajo...
“Sospecho que la firmeza esencial de Fedra es más bien una conquista, una recompensa, que una predestinación o una fatalidad.
“Cada mínima decisión la conforta o la rebaja. Fedra o la dimisión, el íntimo desfallecimiento repetido que, insensiblemente, ha dejado de ser debilidad para transformarse en fuerza irresistible.
“En ese sentido, Fedra puede considerarse la tragedia por excelencia. La víctima, que también es la heroína, no lo ignora. Ella misma, en un breve instante de veracidad, habla de su “cobarde complacencia”. “Las acusaciones que se prodiga en el curso de todo el drama no llegan a convencerla, si bien el arte del dramaturgo persuade a través de ella a lectores y espectadores. Sólo ella sabe que su desgracia ha sido inevitable únicamente a causa de ella y que no hay segundo en que no lo haya hipócritamente elegido.”.
El vestuario para “Fedra” fue suntuoso pero sencillo, digno de la austeridad del texto de Racine. La acción, mínima, transcurría íntegramente sobre un practicable a modo de isla, situado en el centro del escenario totalmente vacío.
El personaje de Fedra fue interpretado por una abogada, a su vez egresada del Conservatorio Nacional pero que nunca había ejercido como actriz. Costó convencerla de que podía ser una digna Fedra, (tenía ya algo más de 40 años), porque padecía el "bloqueante miedo al público", característico de quienes se pasan muchos años estudiando actuación, pero sin haber afrontado nunca lo que Barrault define como "la ceremonia de la iniciación" (o sea: gastar el primer par de zapatos sobre las maderas de un escenario).
El toque innovador para la puesta de una tragedia clásica fue en este caso el de la música: usamos la banda sonora de un film francés llamado “Ignacio”, escrita y ejecutada por el griego Vangelis Pappathanassiou, que recién al año siguiente, en 1981, obtendría su consagración mundial por la acertada música para el film “Carrozas de fuego”.
“Fedra”, (debo admitirlo) no resultó "un suceso" de público, al estilo de los que nuestros espectadores nos tenían acostumbrados, pero esto era lógico. La tragedia de Racine es parca en desbordes; serena aun en los momentos de mayor dramatismo; un verdadero canto a la dignidad de los sentidos.
Los espectadores del TUBA estaban más acostumbrados al ruido y a la vorágine. Los habíamos impregnado del espíritu de “fiesta” que fue el que originó el teatro: la fiesta de la celebración del ciclo de las estaciones y de la degustación del vino fermentado; el ritual dionisíaco en el que un día, hace miles de años, participó Tespis, el primer “actor” de la Humanidad, que se atrevió a separarse del coro y a danzar solo la pantomima del macho cabrío, ese “tragos odés” que luego fue “tragoedia” y finalmente tragedia y naturalmente, “Fedra” resultaba muy digna, muy elegante, pero un tanto aburrida.
Se hicieron de ella sólo veintiocho funciones en Corrientes 2038 y dos más, en las Facultades de Derecho y Medicina. El estudiantado, poco familiarizado con este tipo de teatro, solemne y estático, se mantuvo en silencio, respetuosamente, sin las efusividades que en tantas otras ocasiones nos venían dispensando.
De todos modos, fue un honor para el TUBA haber estrenado “Fedra” en la Argentina y cuando al año siguiente fue puesta en escena en el Cervantes, con María Rosa Gallo como protagonista y Don Rodolfo Graziano la anunció como “primicia”, nos apresuramos a aclarar a todos los medios periodísticos que, humildemente, el mérito de la “primicia” había sido nuestro.
Con “Fedra” se había inaugurado la célebre Comedia Francesa unos 300 años antes y jamás se la había representado en Buenos Aires. El TUBA, cumpliendo con el más encomiable cometido divulgador, la estrenaba a 303 años de haber sido dada a conocer por su autor, en su propia traducción sacada directamente del original.
Las tragedias de Racine poseen una gran profundidad psicológica y “Fedra” es considerada unánimemente su obra maestra en este sentido. Sarah Bernhardt y otras grandes trágicas han visto en esta historia de una reina enamorada de su hijastro, uno de los mejores papeles de toda la literatura dramática.
Racine, identificado en su tiempo como “el humanista de Port-Royal”, supo expresar con rara mezcla de osadía y recato, lo más recto y lo más deleznable del comportamiento humano.
Sin caer en recursos de versificación, el ritmo musical de las frases fue cuidado en extremo en nuestra traducción, con un objetivo quizá aventurado puesto por meta: lograr que el texto de “Fedra” dicho en español, sonase al oído de los espectadores alertas, como dicho en francés y aportase a los no informados la posibilidad de acceso a un lenguaje bello, hecho de austeridad y recato.
Estrofa final del primer acto, en la traducción del TUBA:
FEDRA:
Y bien, vivamos, si hacia la vida se me lleva.
Que el amor de un hijo, en este día funesto,
de mi débil espíritu reanime lo que queda...
En el programa de mano se insertaba una nota firmada por Roger Caillois, miembro de la Academia Francesa y asiduo visitante de nuestro país, por su íntima amistad con Victoria Ocampo, cuya traducción del texto en francés de Caillois (poco inclinado a la indulgencia para con la atribulada Fedra) utilizábamos:
“Los mitos son sólo escudo o coartada para Fedra. Los usa para invitar a todos a apiadarse de ella. El genio de Racine, que la adorna con todas las seducciones de la desdicha, hace que lo consiga.
“La poesía, la música de los versos, la nobleza de la expresión, nos conducen a compadecerla y a temblar por ella. Sin embargo, se las arregla a las mil maravillas con esas debilidades. No trata de librarse de su infortunio. Y los dioses, a quienes transfiere la responsabilidad de su destino, si verdaderamente han querido perderla, no han tenido que tomarse demasiado trabajo...
“Sospecho que la firmeza esencial de Fedra es más bien una conquista, una recompensa, que una predestinación o una fatalidad.
“Cada mínima decisión la conforta o la rebaja. Fedra o la dimisión, el íntimo desfallecimiento repetido que, insensiblemente, ha dejado de ser debilidad para transformarse en fuerza irresistible.
“En ese sentido, Fedra puede considerarse la tragedia por excelencia. La víctima, que también es la heroína, no lo ignora. Ella misma, en un breve instante de veracidad, habla de su “cobarde complacencia”. “Las acusaciones que se prodiga en el curso de todo el drama no llegan a convencerla, si bien el arte del dramaturgo persuade a través de ella a lectores y espectadores. Sólo ella sabe que su desgracia ha sido inevitable únicamente a causa de ella y que no hay segundo en que no lo haya hipócritamente elegido.”.
El vestuario para “Fedra” fue suntuoso pero sencillo, digno de la austeridad del texto de Racine. La acción, mínima, transcurría íntegramente sobre un practicable a modo de isla, situado en el centro del escenario totalmente vacío.
El personaje de Fedra fue interpretado por una abogada, a su vez egresada del Conservatorio Nacional pero que nunca había ejercido como actriz. Costó convencerla de que podía ser una digna Fedra, (tenía ya algo más de 40 años), porque padecía el "bloqueante miedo al público", característico de quienes se pasan muchos años estudiando actuación, pero sin haber afrontado nunca lo que Barrault define como "la ceremonia de la iniciación" (o sea: gastar el primer par de zapatos sobre las maderas de un escenario).
El toque innovador para la puesta de una tragedia clásica fue en este caso el de la música: usamos la banda sonora de un film francés llamado “Ignacio”, escrita y ejecutada por el griego Vangelis Pappathanassiou, que recién al año siguiente, en 1981, obtendría su consagración mundial por la acertada música para el film “Carrozas de fuego”.
“Fedra”, (debo admitirlo) no resultó "un suceso" de público, al estilo de los que nuestros espectadores nos tenían acostumbrados, pero esto era lógico. La tragedia de Racine es parca en desbordes; serena aun en los momentos de mayor dramatismo; un verdadero canto a la dignidad de los sentidos.
Los espectadores del TUBA estaban más acostumbrados al ruido y a la vorágine. Los habíamos impregnado del espíritu de “fiesta” que fue el que originó el teatro: la fiesta de la celebración del ciclo de las estaciones y de la degustación del vino fermentado; el ritual dionisíaco en el que un día, hace miles de años, participó Tespis, el primer “actor” de la Humanidad, que se atrevió a separarse del coro y a danzar solo la pantomima del macho cabrío, ese “tragos odés” que luego fue “tragoedia” y finalmente tragedia y naturalmente, “Fedra” resultaba muy digna, muy elegante, pero un tanto aburrida.
Se hicieron de ella sólo veintiocho funciones en Corrientes 2038 y dos más, en las Facultades de Derecho y Medicina. El estudiantado, poco familiarizado con este tipo de teatro, solemne y estático, se mantuvo en silencio, respetuosamente, sin las efusividades que en tantas otras ocasiones nos venían dispensando.
De todos modos, fue un honor para el TUBA haber estrenado “Fedra” en la Argentina y cuando al año siguiente fue puesta en escena en el Cervantes, con María Rosa Gallo como protagonista y Don Rodolfo Graziano la anunció como “primicia”, nos apresuramos a aclarar a todos los medios periodísticos que, humildemente, el mérito de la “primicia” había sido nuestro.
sábado, 17 de abril de 2010
LA ESCENA FINAL DE "RELOJERO": UNA ELEGÍA
Armando Discépolo fue, junto con Chéjov, uno de los autores que más posibilidades le dio al TUBA de llegar “al fondo” de los espectadores de todas las edades, que acudían “en tropel” a sus representaciones gratuitas de fin de semana, en Corrientes 2038.
(Una pregunta que se me ocurre formularme hoy, en abril de 2010: Habrá funciones teatrales gratuitas todos los fines de semana en el moderno Centro Cultural Rojas…?).
Las dos obras de Discépolo que el TUBA montó (“Relojero” en 1978 y “Stéfano” en dos temporadas consecutivas: 1981 y 1982) cumplieron sobradamente ese cometido que siempre debiera guiar el derrotero de una compañía teatral, sin caer en bastardeos de ningún tipo: LLEGAR, LLEGAR a los espectadores y lograr que a la salida del teatro sus vidas, su forma de pensar, sus proyectos de futuro, ya no sean iguales a cuando se sentaron en la butaca, dos horas antes.
“Relojero” fue un espectáculo revulsivo para aquel Buenos Aires de 1978, sofocado por el terror (y a Dios gracias los terroristas de ambos bandos no lo advirtieron), porque hablaba del derecho de los jóvenes a imponer sus propios principios, liberándose del atavismo no siempre positivo de los principios que sus mayores tratan a toda costa de imponerles.
Lito, el hijo rebelde, que prefiere “un día de león antes que cien de oveja”, consigue finalmente “educar” a su padre en el desprecio por las rigideces, pero su hermana Nené pagará con su vida el “error” de haber pretendido emanciparse tempranamente.
La escena final, una suerte de elegía, en la que el padre relojero vislumbra un porvenir que sus hijos no llegarán a cumplir (el mayor, víctima del alcohol; Nené, que morirá detrás suyo en esos mismos instantes) era de una densidad dramática que sacudía a la platea y seguramente ILUMINÓ muchas conciencias, en aquella noche oscura de la Argentina de 1978.
El interrogante quedaba planteado: podrá Nito, el inconformista, el que entra a último momento para advertir a su padre que Nené acaba de morir a sus espaldas, romper el atavismo con los principios conservadores de su padre y erigirse en un ser capaz de diseñar su destino a su manera…?. Para los jóvenes de 1978, este interrogante era una disyuntiva que desde el escenario del TUBA se les planteaba como algo por lo que valía la pena arriesgarse y luchar.
(Una pregunta que se me ocurre formularme hoy, en abril de 2010: Habrá funciones teatrales gratuitas todos los fines de semana en el moderno Centro Cultural Rojas…?).
Las dos obras de Discépolo que el TUBA montó (“Relojero” en 1978 y “Stéfano” en dos temporadas consecutivas: 1981 y 1982) cumplieron sobradamente ese cometido que siempre debiera guiar el derrotero de una compañía teatral, sin caer en bastardeos de ningún tipo: LLEGAR, LLEGAR a los espectadores y lograr que a la salida del teatro sus vidas, su forma de pensar, sus proyectos de futuro, ya no sean iguales a cuando se sentaron en la butaca, dos horas antes.
“Relojero” fue un espectáculo revulsivo para aquel Buenos Aires de 1978, sofocado por el terror (y a Dios gracias los terroristas de ambos bandos no lo advirtieron), porque hablaba del derecho de los jóvenes a imponer sus propios principios, liberándose del atavismo no siempre positivo de los principios que sus mayores tratan a toda costa de imponerles.
Lito, el hijo rebelde, que prefiere “un día de león antes que cien de oveja”, consigue finalmente “educar” a su padre en el desprecio por las rigideces, pero su hermana Nené pagará con su vida el “error” de haber pretendido emanciparse tempranamente.
La escena final, una suerte de elegía, en la que el padre relojero vislumbra un porvenir que sus hijos no llegarán a cumplir (el mayor, víctima del alcohol; Nené, que morirá detrás suyo en esos mismos instantes) era de una densidad dramática que sacudía a la platea y seguramente ILUMINÓ muchas conciencias, en aquella noche oscura de la Argentina de 1978.
El interrogante quedaba planteado: podrá Nito, el inconformista, el que entra a último momento para advertir a su padre que Nené acaba de morir a sus espaldas, romper el atavismo con los principios conservadores de su padre y erigirse en un ser capaz de diseñar su destino a su manera…?. Para los jóvenes de 1978, este interrogante era una disyuntiva que desde el escenario del TUBA se les planteaba como algo por lo que valía la pena arriesgarse y luchar.
LA NOCHE DE LAS HOGUERAS DE SAN JUAN
En octubre de 1851, Ibsen fue elegido por el Teatro Nórdico de Bergen “para ayudar como dramaturgo”. Una forma de concretar esta ayuda era proporcionar obras para el día de la inauguración del teatro, el 2 de enero, y “La Noche de San Juan” fue la primera obra elegida para ese propósito.
“La Noche de San Juan” se escribió durante la primavera y el verano de 1852. La lectura del tratado de Hermann Hettner sobre "El Drama Moderno", fue el principal estímulo que lo llevó a Ibsen a escribirla. Había encontrado esta publicación reciente en Dresde y la leyó allí. En uno de los capítulos de ese tratado, Hettner habla sobre las comedias románticas de cuentos de hadas, y “La Noche de San Juan” es precisamente un experimento en este género.
William Shakespeare supuso para Ibsen un segundo estímulo importante que debe ser mencionado. Ibsen había visto obras de Shakespeare tanto en Copenhague como en Dresde. En esta última ciudad asistió a una producción de “El Sueño de una Noche de Verano”. Se ve con claridad que esta obra fue una fuente principal de inspiración para que Ibsen escribiera “La Noche de San Juan”.
En la madrugada del 23 al 24 de junio, llega la noche más memorable del año desde los comienzos de nuestra civilización: La noche de San Juan es especialmente mágica, los deseos e incluso el miedo a las sombras de los antepasados, se unen a la tradición y a la alegría de una fiesta que simboliza el culto al sol, a través de numerosos rituales. Se trata de una fecha de origen pagano, aunque luego se cristianizó en honor a San Juan el Bautista.
Para los nórdicos es una velada cargada de simbolismos y de magia. Una fiesta que se extiende por toda Europa y está muy arraigada al culto al sol, tratando de ayudarle a renovar su energía.
La producción del TUBA del año 1982 de “La noche de San Juan” concretó uno de los montajes más bellos de su nutrido repertorio de nueve años. A continuación insertaré un pequeño video con las imágenes del espectáculo, que reflejan (estoy seguro), el clima de ensoñada juventud, de romántica melancolía y de mágicas resonancias, que increíblemente lográbamos que surgiera en aquel precario escenario de Corrientes 2038, nuestra pobrísima “sala propia”.
Una reflexión obligada: Cuánto más se podría lograr hoy en ese mismo lugar, con las posibilidades técnicas de que se ha dotado al Centro Cultural Rojas…y sin embargo, no parece haber intención de emular aquellos montajes del TUBA, tan creativamente inspirados…pero con tantas y tantas carencias materiales para sustentar a la inspiración.
“La Noche de San Juan” se escribió durante la primavera y el verano de 1852. La lectura del tratado de Hermann Hettner sobre "El Drama Moderno", fue el principal estímulo que lo llevó a Ibsen a escribirla. Había encontrado esta publicación reciente en Dresde y la leyó allí. En uno de los capítulos de ese tratado, Hettner habla sobre las comedias románticas de cuentos de hadas, y “La Noche de San Juan” es precisamente un experimento en este género.
William Shakespeare supuso para Ibsen un segundo estímulo importante que debe ser mencionado. Ibsen había visto obras de Shakespeare tanto en Copenhague como en Dresde. En esta última ciudad asistió a una producción de “El Sueño de una Noche de Verano”. Se ve con claridad que esta obra fue una fuente principal de inspiración para que Ibsen escribiera “La Noche de San Juan”.
En la madrugada del 23 al 24 de junio, llega la noche más memorable del año desde los comienzos de nuestra civilización: La noche de San Juan es especialmente mágica, los deseos e incluso el miedo a las sombras de los antepasados, se unen a la tradición y a la alegría de una fiesta que simboliza el culto al sol, a través de numerosos rituales. Se trata de una fecha de origen pagano, aunque luego se cristianizó en honor a San Juan el Bautista.
Para los nórdicos es una velada cargada de simbolismos y de magia. Una fiesta que se extiende por toda Europa y está muy arraigada al culto al sol, tratando de ayudarle a renovar su energía.
La producción del TUBA del año 1982 de “La noche de San Juan” concretó uno de los montajes más bellos de su nutrido repertorio de nueve años. A continuación insertaré un pequeño video con las imágenes del espectáculo, que reflejan (estoy seguro), el clima de ensoñada juventud, de romántica melancolía y de mágicas resonancias, que increíblemente lográbamos que surgiera en aquel precario escenario de Corrientes 2038, nuestra pobrísima “sala propia”.
Una reflexión obligada: Cuánto más se podría lograr hoy en ese mismo lugar, con las posibilidades técnicas de que se ha dotado al Centro Cultural Rojas…y sin embargo, no parece haber intención de emular aquellos montajes del TUBA, tan creativamente inspirados…pero con tantas y tantas carencias materiales para sustentar a la inspiración.
jueves, 15 de abril de 2010
EL "CANTO DEL CISNE" DEL TUBA
A pesar de que el cisne no canta nunca (lo más, emite un ronquido sordo), existe una leyenda antigua que afirma que produce el canto más melodioso como premonición de su propia muerte. Así, al menos, lo relatan Marcial y el poeta Virgilio.
El TUBA, el Teatro de la Universidad de Buenos Aires, o el Teatro Universitario de Buenos Aires, como yo prefiero llamarlo (está explicado en este Blog en el capítulo del día 3 de marzo de 2010), murió en junio de 1983, cuando decidió cerrar sus puertas al público, tras más de 1.160 funciones en aquel vetusto edificio de Corrientes 2038, que hoy (soberbiamente remodelado y ampliado, es sede del Centro Cultural Rojas, la instalación multimedia en la que parece ser que nunca hasta hoy se pudo encontrar un lugar para otro TUBA ni para recordarlo a aquél, aunque más no fuera en una mísera pantalla colgada en alguna pared).
El cierre del ciclo de nueve años en Corrientes 2038 (también está relatado en anteriores capítulos de este Blog), no impidió que el TUBA hiciera a posteriori algunas funciones más (ciertamente “clandestinas”), invitado por los centros de estudiantes que empezaban a cobrar impulso tras los largos años de proscripción, debido a la dictadura.
La última de esas funciones (la definitivamente última de su historia), tuvo lugar en el auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en octubre de 1983 y fue una especie de síntesis del espectáculo “Chejoviana”, que con tanto éxito se había representado en la temporada de 1982.
Y fue precisamente el drama en un acto titulado “El canto del cisne”, que Anton Chéjov escribiera en 1886, lo que cerró aquella última función del TUBA, justamente en Derecho, la facultad donde en los años cuarenta el gran maestro Antonio Cunil Cabanellas había erigido el Teatro Universitario en el que hicieron sus primeras armas figuras luego célebres como Duilio Marzio y Pepe Soriano.
Qué mejor “canto final” para ese TUBA, el elenco universitario que durante nueve años había entonado las melodías escénicas de los más grandes “líricos” de la dramática universal, desde Esquilo a Florencio Sánchez; desde Terencio a Enrique Wernicke, que ese del "Cisne" chejoviano a punto de morir...
He aquí, en una tal vez borrosa pero elocuente grabación, el testimonio sonoro de aquel “Canto del cisne” que significó además, para mí (Ariel Quiroga, un “iluso transitador de los escenarios”, como me llamó una vez Cátulo Castillo), la mejor y más piadosa despedida de la vida teatral, a la que había dedicado más de treinta años de mi propia vida.
El TUBA, el Teatro de la Universidad de Buenos Aires, o el Teatro Universitario de Buenos Aires, como yo prefiero llamarlo (está explicado en este Blog en el capítulo del día 3 de marzo de 2010), murió en junio de 1983, cuando decidió cerrar sus puertas al público, tras más de 1.160 funciones en aquel vetusto edificio de Corrientes 2038, que hoy (soberbiamente remodelado y ampliado, es sede del Centro Cultural Rojas, la instalación multimedia en la que parece ser que nunca hasta hoy se pudo encontrar un lugar para otro TUBA ni para recordarlo a aquél, aunque más no fuera en una mísera pantalla colgada en alguna pared).
El cierre del ciclo de nueve años en Corrientes 2038 (también está relatado en anteriores capítulos de este Blog), no impidió que el TUBA hiciera a posteriori algunas funciones más (ciertamente “clandestinas”), invitado por los centros de estudiantes que empezaban a cobrar impulso tras los largos años de proscripción, debido a la dictadura.
La última de esas funciones (la definitivamente última de su historia), tuvo lugar en el auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en octubre de 1983 y fue una especie de síntesis del espectáculo “Chejoviana”, que con tanto éxito se había representado en la temporada de 1982.
Y fue precisamente el drama en un acto titulado “El canto del cisne”, que Anton Chéjov escribiera en 1886, lo que cerró aquella última función del TUBA, justamente en Derecho, la facultad donde en los años cuarenta el gran maestro Antonio Cunil Cabanellas había erigido el Teatro Universitario en el que hicieron sus primeras armas figuras luego célebres como Duilio Marzio y Pepe Soriano.
Qué mejor “canto final” para ese TUBA, el elenco universitario que durante nueve años había entonado las melodías escénicas de los más grandes “líricos” de la dramática universal, desde Esquilo a Florencio Sánchez; desde Terencio a Enrique Wernicke, que ese del "Cisne" chejoviano a punto de morir...
He aquí, en una tal vez borrosa pero elocuente grabación, el testimonio sonoro de aquel “Canto del cisne” que significó además, para mí (Ariel Quiroga, un “iluso transitador de los escenarios”, como me llamó una vez Cátulo Castillo), la mejor y más piadosa despedida de la vida teatral, a la que había dedicado más de treinta años de mi propia vida.
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EL CANTO FINAL DE UN TEATRO OBLIGADO A MORIR
miércoles, 14 de abril de 2010
LOS HOPLITAS
Morgado, Juan Esteban Morgado, fue el profesor de muchos argentinos ilustres y también de este argentino no demasiado ilustre que soy yo, Ariel Quiroga, un batallador del teatro, que prefirió ser "obrero" antes que “artista”, pero que logró durante los nueve años de vida del Teatro de la Universidad de Buenos Aires que sus discípulos en el TUBA fuesen lo que Morgado pretendía de sus alumnos: que tuviesen las hormonas necesarias para ser hoplitas.
Morgado, un taciturno sonriente, tenía una gran predilección por Sócrates y sus discípulos, aunque recomendaba leer a Platón en dosis medidas.
La última vez que lo vi fue en una de mis andanzas por la calle Corrientes, recorriendo librerías, alrededor de 1979. Me hizo la pregunta de siempre, como si yo todavía estuviese en sus clases del Nacional Rivadavia, en 1952: “Para qué vivimos…?”.
Por supuesto, yo sabía qué tenía que responderle, aunque habían pasado más de veinticinco años: “Para alcanzar valores”.
“Y dónde está la felicidad…?”, repreguntaba él. Y lógicamente le contestábamos: “En la lucha por alcanzarlos…”.
Yo estaba por entonces en plena batalla por consolidar al Teatro de la Universidad de Buenos Aires, que iba por su quinta temporada, pero que cada día corría riesgo de desaparecer, víctima de aquella nefasta Dirección de Cultura de la UBA.
Su último consejo, en aquel fugaz encuentro por Corrientes, al saber que yo andaba en aquello del teatro universitario, fue: “Hacelos que sean como los hoplitas, Quiroga, bien forzudos y corajudos…porque los hoplitas de hoy son enclenques, no están en condiciones de hacerle frente a los que nos pisotean…”
Más bien que le hice caso, hasta donde pude. Aquellos jóvenes del TUBA tuvieron una dura batalla que librar y tal vez no fui capaz de conseguir convertirlos en verdaderos hoplitas. Fueron derrotados por una Universidad vieja, no por la vejez de las paredes de sus claustros…sino por la vejez de su pensamiento.
La imagen potente de los jóvenes del TUBA sobre este texto quizá demuestre que, a pesar del derrumbe final de 1983, durante nueve años seguidos, sacando fuerzas de flaqueza, supieron ser buenos hoplitas.
Morgado, un taciturno sonriente, tenía una gran predilección por Sócrates y sus discípulos, aunque recomendaba leer a Platón en dosis medidas.
La última vez que lo vi fue en una de mis andanzas por la calle Corrientes, recorriendo librerías, alrededor de 1979. Me hizo la pregunta de siempre, como si yo todavía estuviese en sus clases del Nacional Rivadavia, en 1952: “Para qué vivimos…?”.
Por supuesto, yo sabía qué tenía que responderle, aunque habían pasado más de veinticinco años: “Para alcanzar valores”.
“Y dónde está la felicidad…?”, repreguntaba él. Y lógicamente le contestábamos: “En la lucha por alcanzarlos…”.
Yo estaba por entonces en plena batalla por consolidar al Teatro de la Universidad de Buenos Aires, que iba por su quinta temporada, pero que cada día corría riesgo de desaparecer, víctima de aquella nefasta Dirección de Cultura de la UBA.
Su último consejo, en aquel fugaz encuentro por Corrientes, al saber que yo andaba en aquello del teatro universitario, fue: “Hacelos que sean como los hoplitas, Quiroga, bien forzudos y corajudos…porque los hoplitas de hoy son enclenques, no están en condiciones de hacerle frente a los que nos pisotean…”
Más bien que le hice caso, hasta donde pude. Aquellos jóvenes del TUBA tuvieron una dura batalla que librar y tal vez no fui capaz de conseguir convertirlos en verdaderos hoplitas. Fueron derrotados por una Universidad vieja, no por la vejez de las paredes de sus claustros…sino por la vejez de su pensamiento.
La imagen potente de los jóvenes del TUBA sobre este texto quizá demuestre que, a pesar del derrumbe final de 1983, durante nueve años seguidos, sacando fuerzas de flaqueza, supieron ser buenos hoplitas.
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LOS JOVENES DEL TUBA...VERDADEROS HOPLITAS
martes, 13 de abril de 2010
EL MEOLLO TEMATICO DE ESTE BLOG, EN LA CARTA A FRANCISCO DELICH DE DICIEMBRE DE 1983
En capítulos anteriores de este Blog he narrado los acontecimientos que precipitaron el cierre del Teatro Universitario de Buenos Aires (el TUBA), que tanto sacrificio de voluntades jóvenes (sacrificio de horas de sus vidas; por fortuna, no sus vidas mismas) había costado para poder llegar a erigirse en Teatro de Repertorio y estar activo ante el público por nueve temporadas consecutivas.
También he mencionado (y en unos casos trascripto), las decenas, cientos de cartas que a partir de junio de 1983 comencé a enviar, un día tras otro, a organismos oficiales de cultura, a periodistas y autoridades universitarias de todo el país.
Entre todas esas cartas, hay una que tiene un especial significado, por ser la que le escribí al primer Rector de la Universidad de la era democrática, el Dr. Francisco Delich y porque llevaba en su carátula, a modo de temario, este título:
PEDIDO DE RESTITUCIÓN DE FUNCIONES
Sí, así es. Habían pasado sólo siete meses de mi renuncia y yo ya estaba pidiendo volver a la Universidad. Tal vez lo hacía convencido de que era “a otra” Universidad, diferente de la que me había ultrajado y combatido, a la que me estaba dirigiendo.
Teníamos realmente, una “nueva” Universidad, abierta a todas las corrientes del pensamiento ontológico... o, como en la pequeña obra maestra de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, “todo había cambiado, para que todo siguiera igual”...?.
Anticipo que tampoco Delich me contestó nunca, ni siquiera un “Gracias por su ofrecimiento. No se hubiera tomado el trabajo de escribir tanto”.
Una vez más, ruego a los eventuales lectores de este Blog, tengan la paciencia (que seguramente Delich no tuvo), de leer de cabo a rabo mi “Pedido de restitución de funciones”.
Buenos Aires, 27 de diciembre de 1983
SEÑOR RECTOR
DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
DR. FRANCISCO DELICH
S./D.
De mi consideración:
En nombre de un deber ético ineludible; en nombre de más de mil quinientos jóvenes universitarios que empeñaron su inocente altruismo en pro de una faena, que por su magnitud y concreciones, no reconoce antecedentes en la historia de la Universidad de Buenos Aires; en nombre de un conglomerado anónimo de ciudadanos, que suman cientos de miles de personas de las más diversas edades y ocupaciones, y que por obra de esa faena altruista antes mencionada, ingresaron quizá por primera vez, para deleite de sus espíritus, en el ámbito de los claustros académicos, a los que de otro modo nunca les hubiera sido dado penetrar; en nombre de la justicia con que los servicios prestados fuera de todo reglamento, incondicional e inclaudicablemente, en aras de un ideal no personalista, sino beneficioso para la comunidad y el Estado, merecen ser reconocidos y auspiciados; en nombre de ese Humanismo laico, esencialmente antropomórfico, que ha sido guía de mis horas de docencia y formación artística en las disciplinas del drama representado; en nombre del compromiso a que las autoridades de la República nos han enfrentado a un futuro libre de retrógradas conspiraciones con la barbarie y el oscurantismo y en nombre de esa iluminada misión de la Casa de Altos Estudios de la Ciudad de Buenos Aires: la de ser fuente generadora de un saber fundamentado en los principios inviolables de la razón y la conducta, me permito dirigirme a usted para solicitarle que por su mediación me sean restituidas las funciones que durante el lapso de ocho años y ocho meses desempeñé en esa Universidad, de las cuales no sólo fui el propulsor sino, además, el originador, y a las que me ví compulsado a renunciar en el mes de junio ppdo. por acumulación de circunstancias anómalas, atentatorias no sólo de la dignidad de mi persona sino, primordialmente, de la fecunda tarea divulgadora que a través de mi gestión, cientos y cientos de universitarios de los estamentos de alumnos, docentes, no docentes y graduados, brindaron sostenida y desinteresadamente a la comunidad.
Para que pueda Ud. contar con los mínimos elementos de juicio necesarios para evaluar lo procedente de mi petitorio, pasaré a relatar someramente el desarrollo de mi gestión en la Universidad de Buenos Aires.
Soy director de teatro y mis primeros trabajos escénicos reconocidos por la opinión de la prensa escrita se remontan al año 1959. Pertenezco a la última generación de los que forjaron ese movimiento tan significativo que fue el llamado teatro independiente.
A mediados de 1974 –más precisamente en el mes de agosto-, tuve oportunidad de presentarme a la Dirección de Cultura de la UBA, con intención de ofrecer la proyección de un film realizado en el sistema super-8, basado en un cuento de Horacio Quiroga.
De modo impensado surgió la idea de abordar un antiguo proyecto, para el que ya había trabajado antes de iniciarse la década del setenta: la creación de un Teatro Nacional Universitario.
La Argentina, tan europea en sus raíces culturales, carecía sin embargo de una manifestación artística que tiene tradición secular en los claustros académicos del Viejo Mundo, originada en las celebraciones y los concursos de artesanos y aprendices, en los albores del Humanismo, al edificarse las primeras universidades.
Las autoridades de la Dirección de Cultura de la UBA acababan de ser renovadas en agosto de 1974. A una tendencia extremista sucedía otra en el ámbito de las casas de estudio y ese cambio de frente se vería ineludiblemente reflejado en la política cultural que habría de imperar de allí en adelante.
Un bioquímico jubilado, el Dr. Carlos Eduardo Salas, había sido designado para regir esa política cultural, por la llamada “Misión Ottalagano”.
Aquella Dirección de Cultura de 1974, como la de hoy, en 1983, aparecía a primera vista como un lugar caracterizado por la incoherencia de su accionar y librado a tutelas carentes de autoridad en la materia.
Con el tiempo, otras realidades se irían confirmando: la de las “secretas pero bien razonadas barbaries” (la frase es de Borges), que allí se tramaban a diario, en medio de una abyecta atmósfera de intolerancia racial e ideológica, de asombrosa semejanza con ese neblinoso clima de terror que trasuntan las imágenes, reales o de ficción, sobre la Alemania nazi.
Mi propuesta fue aceptada de palabra, sin medir en ese criterio aprobatorio ni su significado ni sus alcances. Bastaba para aquel momento tan particular de la Universidad con que yo fuera un hombre “potable”, sin antecedentes de militancia en la corriente ideológica que, como fuera, había que frenar y sofocar hasta la extinción.
Mi candor político, mi dedicación absoluta, vehemente, a la vida de teatro, me abrieron un crédito de confianza en aquella Dirección de Cultura de 1974, pensada para el vaciamiento y la digitación de toda idea o intento de acción cultural por parte del estudiantado, dentro de la Universidad.
De nada sirvió que yo presentase copiosos antecedentes sobre el devenir de los teatros universitarios, en los lugares más remotos del orbe, (Teatro Universitario de Bratislava; Teatro Universitario “38” de Cracovia; Teatro Universitario de Ankara, Turquía; “Brauko Krasmovic”, de la Universidad de Belgrado; Teatro dos estudiantes da Universidade de Coimbra; Studenten Theater, de Berlín; Teatro de la Universidad de Peruggia; Los Universitarios de Bayreuth; “Guild Theatre Group”, de la Universidad de Birmingham) y que acompañase mi propuesta de una minuciosa planificación y diseño de objetivos a cumplir por el futuro Teatro Universitario de Buenos Aires.
A la Dirección de Cultura de aquel agosto de 1974 sólo le interesaba (y le sigue interesando, me consta), que una serie de actos esporádicos, ya sea de música seria, de teatro, de folclore o de tango, sumados a algunos cursillos de chino básico; japonés básico o fotografía básica, sirviesen para tender un tenue lienzo cultural, cuya trama fuese sin embargo lo suficientemente pesada como para sofocar todo intento de manifestación libre por parte de grupos de participación, generados en el estudiantado.
En esta actitud desaprensiva inicial hacia mi proyecto reside –ahora lo tengo claro-, la base de todo el gigantesco andamiaje de sinrazones que debí soportar después, y que condenaron a la extinción algo tan plausible como un Teatro Nacional Universitario, en un país donde las universidades surgieron con los albores mismos de la nacionalidad.
Se me autorizó, como dije, a hacer “algo” en el área de teatro de la Dirección de Cultura, aprovechándose lo ventajoso de mi experiencia escénica y de mi ausencia de compromiso político.
Sin embargo, hubo en mí desde el comienzo una suerte de “prepotencia de trabajo”, merced a la cual apenas treinta días más tarde de aquella autorización dada al pasar, aparecían convocatorias en las pizarras de las facultades, para ingresar a las filas de un Teatro Universitario de Repertorio y en el salón de actos del edificio de Corrientes 2038 (luego convertido en una sala de teatro hecha y derecha), se presentaba poco después un primer espectáculo con actores profesionales invitados, basado en una adaptación hecha cuarenta y dos años antes por profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, del bello diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”.
Aquella representación dada el 30 de noviembre de 1974 fue un hito. El público aplaudió de pie largo rato el sublime mensaje emanado de los postreros instantes de Sócrates, tan dueño de su propia muerte como lo fue de su libertad de vida y de pensamiento.
Una era magnífica daba comienzo con aquella representación; una era única en la historia de la Universidad, en lo que hace a investigación y ejercicio del milenario arte de la escena, ontológico por antonomasia.
Una era que, lamentablemente, habría de ser temporalmente coincidente con otra era, en el campo académico de la Universidad y en la Nación toda, sobre cuyos horrores me siento eximido, por sobreentendido, de abrir juicio.
Tan marginal era mi labor para la Dirección de Cultura, que durante un año y medio (entre enero de 1975 y junio de 1976) se me dejó trabajar, cumpliendo tareas todos los días de la semana, inclusive sábados y domingos, sin nombramiento ni sueldo alguno.
Recién en julio de 1976 fui contratado como Preceptor de 1ª. y en esa situación permanecí hasta que en 1978 un Secretario de Coordinación, el Dr. Carlos Oscar Fernando Bianchi, mediante una cláusula agregada a mi contrato, equiparó mis haberes a los de la categoría 20 del escalafón universitario.
Nunca fui designado oficialmente Director del Teatro de la Universidad de Buenos Aires ni Jefe del Departamento de Teatro de la Dirección de Cultura, pese a que ejercía esas funciones y figuraba al frente de las mismas en programas, folletos y comunicados de prensa.
Sin embargo, en forma casi clandestina, concertando ensayos en rincones de algunas facultades (un patio en Ciencias Económicas, junto a los recipientes de los desperdicios, por ejemplo) y en domicilios particulares, un plantel de casi cien estudiantes de todas las carreras, analizando y practicando una a una las variadas disciplinas del quehacer escénico, fueron apuntalando los cimientos de un ente orgánico, increíblemente versátil y apto para el cumplimiento de una campaña como la que le estaba destinada, en la cual todas las reservas de energía y voluntad de sacrificio serían necesarias.
A mediados de 1975, tras una serie de actuaciones en el Centro Cultural San Martín y en algunos lugares de la periferia, dando vida a los arquetipos populares del sainete rioplatense, presenté mi renuncia a un cargo que no tenía, angustiado por lo inconducente de la tarea que venía realizando, en la cual comprometía las esperanzas de tantos jóvenes y a la que se dejaba hacer con desaprensión rayana en el ultraje.
Se me pidió continuar y continué. Costaba abandonar un proyecto tan ambicioso y tan ambicionado como el de un teatro de universitarios para la Ciudad de Buenos Aires.
No puedo aquí relatar todo cuanto de retrógrado sucedía en el seno de esa Dirección de Cultura, de la que me tocaba depender.
Baste con decir que las campañas antisemitas arreciaban, de modo que algunos integrantes del elenco con apellidos notoriamente judaicos, debían apelar al uso de seudónimos; que los abonos para estudiantes a las funciones del Teatro Colón (una conquista de esa gran personalidad de la cultura en la Universidad que fue el arquitecto Hernán Lavalle Cobo), habían sido cancelados, porque “sólo los hijos de judíos vienen a pedirlos” (opinión textual del Director de Cultura); que nombres como los de Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Marco Denevi, Carlos Gorostiza o Juan Carlos Ghiano eran desautorizados, porque se alegaba que tenían “vinculaciones con el sionismo” y muchas otras canalladas por el estilo.
La Dirección de Cultura operaba como una agencia de contratación de artistas de variedades, gestionando la actuación de “números” de relativa o nula capacidad artística, a los que se abonaba “cachet” y cuyas actuaciones eran impuestas en los salones de actos de las facultades, merced a una resolución del Rectorado que otorgaba (entiendo que esta Resolución aun debe hallarse vigente), el privilegio de la centralización de toda actividad de índole cultural a esa Dirección, sin que ninguna Facultad pudiese realizar conferencias, conciertos, recitales o proyecciones fílmicas sin su visado.
Simultáneamente, el elenco de teatro universitario, por su exclusiva cuenta (obteniendo ámbitos por gestión de sus propios integrantes, en muchos casos) hacía una vida al margen de la Dirección de Cultura, la que, por supuesto, no veía con buenos ojos este paulatino crecimiento de un ente que aspiraba –y lo estaba logrando-, a una masiva proyección en la comunidad.
Tanto era así, que en mayo de 1976 el Teatro Universitario de Buenos Aires (con esa denominación puesta por su cuenta), aparecía “inaugurando” la temporada oficial del Teatro Nacional Cervantes, nada menos que con un repertorio en alternancia –como los elencos extranjeros que nos visitan de tanto en tanto-, integrado por comedias de Terencio, Plauto y Menandro.
El suceso fue tan notorio, que el nombre “Teatro Universitario de Buenos Aires” y la consiguiente sigla “TUBA” pasaron a ser de dominio público.
La ciudad ya sabía que tenía, como el resto de las capitales del mundo, su teatro de universitarios.
La eficiencia de trabajo adquirida por el grupo era tal, que llegó a asombrar al personal escenotécnico del Cervantes, al punto de recibir felicitaciones de Víctor Roo, director del departamento de escenarios del ilustre Coliseo, que fuera quien salvó a la sala del incendio producido en el escenario, en 1962.
El ciclo de representaciones en el Cervantes se llevó a cabo sin interrumpir otro ciclo, en este caso de teatro leído, que se venía haciendo en la sala de la Biblioteca Argentina para Ciegos, algo que luego, en el futuro, volvería a ocurrir en numerosas oportunidades.
El TUBA podía estar en dos lugares de la ciudad al mismo tiempo y habría de llegar el día (como ocurrió en 1981 y 1982) que logró estar en dos lugares, pero no de la ciudad sino del país, al mismo tiempo (Buenos Aires y Córdoba en 1981; Buenos Aires y Mar del Plata, en 1982).
Al promediar 1976 el TUBA (llamarlo así se convirtió en otro desafío hacia la hostilidad de la Dirección de Cultura, por cuanto esta sigla irritaba tremendamente a sus autoridades, por su similitud con la proscripta “FUBA”), había logrado procurarse una sede estable, en el mismo auditorio donde hiciera su primera representación, en el edificio de Corrientes 2038, ocupado ahora por la Carrera de Psicología.
El TUBA comenzó a partir de entonces a desenvolverse con un régimen inamovible de funciones cada fin de semana, convirtiéndose en “El pionero de los teatros con entrada libre”, según la revista “Talía”, editada por Emilio A. Stevanovich.
Pasó a ser no sólo el único centro de participación del estudiantado, (por cuanto la participación era palabra prohibida en esos años), sino, además, el centro de convergencia de un conglomerado enorme de espectadores, proveniente de todos los sectores sociales de la población, al que los comediantes universitarios le brindaban el sano y esclarecedor esparcimiento del teatro en forma gratuita.
Esto también adquiere, a la luz de hechos posteriores, una capital significación, por cuanto constituyó –y debería seguir constituyendo-, la forma más válida de relevo de los dominios comerciales en la responsabilidad de administrar nuestra cultura.
La historia del Teatro Universitario de Buenos Aires es tan vasta, que no trataré de reseñarla íntegramente aquí.
Sus nueve temporadas consecutivas reunieron a treinta y nueve de los más renombrados autores de la dramática universal, desde Esquilo, padre de la tragedia, a nuestro señero y venerable Don Armando Discépolo.
Los cursos introductorios anuales abarcaron la esencia y la forma del hecho teatral. El TUBA fue iniciador de intercambios culturales, por decenas de años postergados, con otras universidades nacionales y privadas, de Buenos Aires y del interior.
Su línea de continuidad inquebrantable estuvo forjada a costa de sacrificios a menudo heroicos, brindados desinteresadamente por jóvenes que fortalecieron de este modo, en la brega por una noble causa, el sentido ético que deberían luego, a lo largo de sus vidas, poner en juego en el ejercicio de las profesiones para las cuales se formaban en la Universidad.
Todo ello fue mancillado, despreciado, combatido sin tregua, con tenacidad digna de mejor causa, por los agentes a sueldo de una Dirección de Cultura indigna de pertenecer a la Universidad que le dio (y le sigue dando) un lugar en su orgánica administrativa.
Cabe preguntarse, con no poca amargura por tanta fatiga malgastada: ¿Qué hubiera podido llegar a ser, de contar con sólo un poco más de apoyo, este Teatro que por sí solo, autosustentándose, llegó a ser considerado “el tercer elenco oficial en importancia”, después del Teatro Municipal San Martín y el Teatro Nacional Cervantes...?
Mi sistema de enseñanza fue el de la prédica con el ejemplo, y así logré forjar voluntades estoicas, porque mi ejercicio diario fue el del estoicismo.
El cargo que con mi quehacer diario generé, nunca me fue reconocido. Sin embargo, durante ocho años y ocho meses, fui el Director Titular del Teatro de la Universidad de Buenos Aires, en virtud de lo cual programé repertorios, que nunca me fueron aprobados por escrito, pero que se concretaron en espectáculos, algunos con permanencia de hasta ocho meses en cartelera ante auditorios siempre colmados.
Mantuve activo un organismo teatral, durante nueve meses por temporada, sin producir erogaciones presupuestarias a la Universidad, con un promedio de 130 representaciones por año.
Dicté cursos de formación actoral y conferencias sobre temas relacionados con el teatro, en la mayoría de las aulas magnas de las facultades y colegios dependientes del Rectorado de la UBA.
Trabajé en la faz artesanal construyendo decorados y confeccionando trajes para más de cien producciones escénicas; concurrí a desempeñar mis tareas, aparte de los cinco días hábiles de la semana, todos los sábados y domingos, en jornadas de hasta doce horas corridas, sin percibir nunca remuneración adicional en concepto de horas extraordinarias y sin figurar siquiera en los partes de asistencia de personal de la Dirección de Cultura.
Participé en los acarreos callejeros de decorados y utilerías, en cada salida que el TUBA hizo a otros ámbitos; no dejé de concurrir aun cuando estuve operado por fractura del codo de mi brazo izquierdo y participé de una representación media hora más tarde de haber sufrido un grave accidente en el brazo derecho.
Adelanté de mi peculio los gastos inherentes a cada montaje, no consiguiendo en la mayoría de los casos que esos gastos me fuesen reintegrados y pagué, sin reclamar reembolso, los gastos de mantenimiento del elenco en giras oficiales del mismo a universidades del interior.
Desempeñé tareas de electricista, sonidista, ordenanza, acomodador, carpintero y recolector de residuos. Barrí la vereda y el largo pasillo de acceso a Corrientes 2038 los días de función, por no haber personal de maestranza en ese edificio en los días feriados.
Aporté mis propios equipos de audio, proyección de diapositivas y cámara filmadora, cuando debieron ser utilizados en las representaciones.
Produje material literario de investigación, que se halla totalmente documentado y debiera obrar en archivos de la Dirección de Cultura (aunque sospecho que lo han destruido intencionalmente).
De la permanente campaña de detracción ejercida sobre mi labor por la Dirección de Cultura queda el testimonio abrumador de todos los informes que semanalmente, e incluso diariamente, durante años, elevé a las respectivas autoridades.
Gran parte de estos informes, que son verdaderos actos de denuncia, figuran agregados como probatoria en el expediente de Recurso de Reconsideración y Apelación en Subsidio, con Reserva del Fuero Judicial, que interpusiera contra los términos de la Resolución Nº 957, que rechazara mi renuncia juzgándola de “improcedente”, por lo cual se me rescinde contrato con fecha 23 de junio de 1983.
El expediente, que lleva el Nº 9461/77 Anexo 1, se sustancia en la actualidad en la órbita del Ministerio de Educación y Justicia, en la etapa de Apelación en Subsidio y a él podrá Ud. remitirse para corroborar lo expuesto.
En 1978, al prohibirse de palabra la obra “Woyzeck”, de Georg Büchner, a la tercera representación, bajo el ridículo alegato de que propendía a la infiltración marxista, volví a presentar mi renuncia, que la Secretaría Académica desestimó, restituyéndome al cargo, pero sin promover la investigación que una prohibición tan absurdamente fundamentada merecía.
En este año de 1983, con fecha 3 de junio, presenté por tercera vez mi renuncia y en ella puntualicé: “Evidentemente, el cúmulo de falencias, incomprensiones y hasta afrentas al concepto universalista de cultura, sobrellevado en estos nueve años en aras de un ideal, por mí y por los cientos de jóvenes que me han secundado, ha llegado a un punto definitivo de tolerancia”.
No podía ser de otra manera. Yo había estado asistiendo a dictar las clases del Curso Regular de Drama y a la preparación de un nuevo espectáculo del repertorio durante las dos semanas en las que mi madre estuvo internada en estado de agonía y aun el día en que fue inhumada, pero en la Dirección de Cultura se venía trabando intencionalmente (hay evidencias concretas de ello) un proyecto de gira por todas las facultades a lo largo del año, y una invitación de la Universidad de Mar del Plata para actuar en el Teatro Auditórium durante el receso invernal no podía ser aceptada, por no hallarse la forma administrativa de liquidar viáticos a los integrantes del teatro, dándose como única solución que procurasen alojarse y comer en casas particulares de estudiantes marplatenses.
La renuncia, ante este estado de cosas, no era un acto de elección, sino un obligado deber ético impostergable.
Tanta torpeza, tanta ineptitud para lo realizable y tanta natural disposición para la sospecha, la calumnia y la amenaza (Fueron tantas las veces que se me amenazó con sumariarme por mis reclamos...!), terminan por producir una suerte de fatiga, que vence inevitablemente todo el empeño puesto en algo digno de ser tenido en cuenta, pero ramplonamente despreciado a diario.
Cuando en julio de 1960 Don Orestes Caviglia interpuso su ejemplar renuncia a la dirección de la Comedia Nacional, expresó: “Yo no puedo continuar por más tiempo. Un tremendo cansancio moral me lo impide”.
Algo similar motiva mi renuncia del 3 de junio de 1983: el cansancio o el hartazgo por tanta miserabilidad por parte de personas que no tienen ni tuvieron motivos ni personales ni institucionales para ensañarse como lo hicieron con la fecunda faena del Teatro de la Universidad de Buenos Aires, y es evidente que en ellos privó ese temible “eslogan” que enuncia un personaje del teatro contemporáneo: “Cuando uno no tiene un mundo para sí, es mas bien agradable comprobar la desaparición del mundo de los otros”.
Mi renuncia fue, como dije, aceptada, pero rechazándose sus términos por “improcedentes”, sin promover investigación alguna sobre los graves cargos que en la misma se formulaban.
Un desmentido oficial del Rectorado trató de disimular la noticia dada a publicidad por los principales matutinos porteños, a través de titulares como “Desaparece el Teatro de la Universidad” (Clarín) o “Se disolvió el Teatro de la Universidad” (La Nación).
Con toda celeridad se puso a otra persona en mi lugar, con atribuciones de un cargo inexistente y transcurridos siete meses de mi renuncia, lo comprobable es que aquel proyecto de agosto de 1974, el de un Teatro Nacional Universitario, ha pasado a ser algo “ido con el viento”; que la Ciudad de Buenos Aires no tiene más un teatro de universitarios, como lo tienen en Melbourne, en Budapest, en Bratislava, en Cracovia, en Lieja, en Minnesota, Indiana, Chicago, Texas, Illinois, Cleveland, Filadelfia y muchas otras ciudades de los Estados Unidos; en Peruggia (Italia) o en Ankara (Turquía).
Por todo lo hasta aquí expuesto, reitero mi pedido de restitución de las funciones a las que me vi compelido a renunciar, para reedificar el Teatro de la Universidad de Buenos Aires, piedra fundamental sobre la cual una Nación que mira al porvenir con coraje, desde la Casa de Altos Estudios del Estado, deberá erigir para las actuales y futuras generaciones un sólido tablado sobre el cual los conflictos humanos sean expuestos y juzgados bajo el imperio de la verdad.
Ariel Quiroga
Necesito dudar que este extenso alegato haya llegado a las manos del Dr. Delich. Acabo de trascribirlo palabra tras palabra, de la amarillenta copia escrita a máquina hace veintisiete años, y un sudor frío me recorre la espalda y una oleada de sangre se me agolpa en las sienes.
Yo señalaba hechos puntuales; daba nombres; narraba una odisea que en ese momento era comprobable. No se había pensado aun en remodelar el edificio de Corrientes 2038 y en crear el Centro Cultural Rojas.
Una visita a las instalaciones donde el TUBA había hecho su ilustre repertorio y convocado a tantos miles de espectadores, hubiera mostrado el estado de abandono, de mugre infecta, en que se lo había dejado hacer.
Una revisión de los legajos del personal de la Dirección de Cultura hubiera puesto en evidencia el origen espurio de sus nombramientos.
Si este documento fue leído por el Dr. Delich y acto seguido “cajoneado” o destruido, implicaría que hubo de su parte, en aquel esperanzado renacer de la República a la vida democrática, un grave incumplimiento de los deberes de funcionario público.
Lo dijo alguna vez alguien con mucha autoridad, no por el cargo que ocupaba sino por la entereza de sus convicciones éticas: “Los funcionarios están obligados a darnos respuestas, para que los interrogantes que les planteamos no mueran en soledad”.
LA CHARLA RADIAL CON EDUARDO VEGA, EN LA QUE SE CUENTAN MUCHAS COSAS SOBRE EL TUBA
Eduardo Vega fue un director teatral con enorme capacidad para el montaje de la comedia brillante. Su versión de “Desnudo con violín”, de Noel Coward, (año 1958) fue todo un hallazgo de ingenio, sobre todo por la interpretación de la inolvidable René Monclaire.
Dedicado plenamente al teatro profesional, (pese a haber incursionado en la formación de un Teatro Universitario, allá por 1953), Vega fue el fabuloso puestista de “Boeing-Boeing” (1964), nada menos que con Ernesto Bianco y Osvaldo Miranda como protagonistas, y “La jaula de las locas”, en su primera versión en Buenos Aires, la de 1975.
Entre 1973 y 1983 Eduardo Vega realizó diez temporadas de verano consecutivas en los teatros marplatenses, pero además llevaba muchos años de oficinista contable en el Rectorado de la UBA, cuando llegó derivado a la Dirección de Cultura, alrededor de 1978.
Nos conocíamos del “ambiente teatral” porteño, pero nunca habíamos tenido ocasión de cambiar opiniones. De entrada, Vega (mayor que yo unos cuantos años) adoptó la postura del “consagrado” que estimula con benevolencia al joven y sacrificado entusiasta que se había apartado del mundillo de la calle Corrientes para plantar sus banderas en un idealista elenco universitario.
“Es admirable lo que estás haciendo, Ariel”, -me dijo más de una vez-, “pero yo que vos dejaría todo esto y volvería a dirigir actores profesionales. Este teatro que vos pretendés con tanto esfuerzo consolidar es un verdadero despropósito, en un lugar tan mediocre como esta Dirección de Cultura”.
Cuánta razón tenía Eduardo Vega…!!!. Claro que yo no supe o no pude hacerle caso en aquel momento. El TUBA, como se decía en los programas de mano, “ha acaparado su dedicación total y exclusiva y en él tiene depositadas todas sus aspiraciones de logros para el futuro”.
Tan cierto y premonitorio fue ese comentario impreso en los programas, que después del TUBA no pude volver a hacer teatro en ninguna parte. Como rezaban aquellos programas, "todas mis aspiraciones de logros para el futuro" quedaron depositadas allí, en las ruinas del TUBA que nos forzaron a cerrar en junio de 1983.
No sabiendo muy bien que función encomendarle, las autoridades de Cultura pusieron a Vega a conducir el espacio semanal que se emitía por LRA-Radio Nacional y fue así como, invitado por él, tuve oportunidad de mantener esa charla, de “director a director”, que en la vida teatral de Buenos Aires nunca se había dado.
Vale la pena escucharla en el contexto de este Blog, como un testimonio más de lo que fue el TUBA y como un raro ejemplo de honestidad de parte de un funcionario de la UBA (diría que casi el único) que tuvo la grandeza de espíritu como para no tratar de aniquilarme ni de aniquilar al TUBA.
No he podido confirmarlo, pero creo que Eduardo Vega ya no vive. Si falleció, nadie ha sabido decirme cuándo fue. Sea como sea, vaya este recuerdo de aquella charla como mi más sincero y conmovido Homenaje a su memoria:
Dedicado plenamente al teatro profesional, (pese a haber incursionado en la formación de un Teatro Universitario, allá por 1953), Vega fue el fabuloso puestista de “Boeing-Boeing” (1964), nada menos que con Ernesto Bianco y Osvaldo Miranda como protagonistas, y “La jaula de las locas”, en su primera versión en Buenos Aires, la de 1975.
Entre 1973 y 1983 Eduardo Vega realizó diez temporadas de verano consecutivas en los teatros marplatenses, pero además llevaba muchos años de oficinista contable en el Rectorado de la UBA, cuando llegó derivado a la Dirección de Cultura, alrededor de 1978.
Nos conocíamos del “ambiente teatral” porteño, pero nunca habíamos tenido ocasión de cambiar opiniones. De entrada, Vega (mayor que yo unos cuantos años) adoptó la postura del “consagrado” que estimula con benevolencia al joven y sacrificado entusiasta que se había apartado del mundillo de la calle Corrientes para plantar sus banderas en un idealista elenco universitario.
“Es admirable lo que estás haciendo, Ariel”, -me dijo más de una vez-, “pero yo que vos dejaría todo esto y volvería a dirigir actores profesionales. Este teatro que vos pretendés con tanto esfuerzo consolidar es un verdadero despropósito, en un lugar tan mediocre como esta Dirección de Cultura”.
Cuánta razón tenía Eduardo Vega…!!!. Claro que yo no supe o no pude hacerle caso en aquel momento. El TUBA, como se decía en los programas de mano, “ha acaparado su dedicación total y exclusiva y en él tiene depositadas todas sus aspiraciones de logros para el futuro”.
Tan cierto y premonitorio fue ese comentario impreso en los programas, que después del TUBA no pude volver a hacer teatro en ninguna parte. Como rezaban aquellos programas, "todas mis aspiraciones de logros para el futuro" quedaron depositadas allí, en las ruinas del TUBA que nos forzaron a cerrar en junio de 1983.
No sabiendo muy bien que función encomendarle, las autoridades de Cultura pusieron a Vega a conducir el espacio semanal que se emitía por LRA-Radio Nacional y fue así como, invitado por él, tuve oportunidad de mantener esa charla, de “director a director”, que en la vida teatral de Buenos Aires nunca se había dado.
Vale la pena escucharla en el contexto de este Blog, como un testimonio más de lo que fue el TUBA y como un raro ejemplo de honestidad de parte de un funcionario de la UBA (diría que casi el único) que tuvo la grandeza de espíritu como para no tratar de aniquilarme ni de aniquilar al TUBA.
No he podido confirmarlo, pero creo que Eduardo Vega ya no vive. Si falleció, nadie ha sabido decirme cuándo fue. Sea como sea, vaya este recuerdo de aquella charla como mi más sincero y conmovido Homenaje a su memoria:
lunes, 12 de abril de 2010
LA CARTA QUE LO EXPLICA TODO
Mi tercer y última renuncia ingresó a la Mesa de Entradas del Rectorado a última hora del viernes 3 de junio de 1983. El sábado 4 y el domingo 5 se hicieron las últimas funciones del TUBA en Corrientes 2038 y el lunes 6 el Director de Cultura, que en ese momento era el filósofo Jorge Luis García Venturini, me mandó llamar por su secretaria.
No fui. Sabía que si iba, podía llegar a retroceder, como ya lo había hecho antes, en 1975 y en 1978. En 1975 (a sólo un año de haber creado el TUBA), me ví obligado a renunciar porque nos obligaban a ensayar en un patio repleto de tachos de basura, que lindaba con la Morgue Judicial, en los fondos de la Facultad de Ciencias Económicas.
En 1978, (esto lo he contado varias veces a lo largo de este Blog), la renuncia fue a raiz de la prohibición de “Woyzeck” a la tercera representación, acusándonos de “propender a la infiltración marxista”.
Ahora, en 1983, ya no podía haber vuelta atrás como en las otras veces. Y las razones de esa imposible vuelta atrás están claramente explicadas en la carta que le envié a García Venturini al día siguiente que me mandara a llamar: el martes 7 de junio.
Es imprescindible que el texto de esa carta figure íntegramente en este Blog, que busca atesorar todo lo que hace a la historia del TUBA, por si alguien alguna vez quiere conocerla a fondo y tal vez reivindicarla:
“Buenos Aires, 7 de junio de 1983
Estimado y respetado Dr. García Venturini:
Al margen de mi renuncia oficial y del telegrama de pedido de rescisión de contrato que ya he mandado al Rectorado de la Universidad, le debo esta explicación a título personal, que prefiero hacerle llegar por escrito, ante el temor que, en un encuentro frente a frente, las palabras que van y vienen pudieran llegar a sumergirnos en un enfrentamiento que estaría reñido, tristemente reñido, con el afecto y la admiración que como hombre de pensamiento le profeso, no de ahora sino desde su larga militancia periodística.
Lo de Mar del Plata ha sido el factor desencadenante, no cabe duda. No se podía admitir que el Teatro Auditórium y la Universidad de Mar del Plata llegasen a un acuerdo, para facilitar nuestro viaje, por el cual el dinero de la recaudación que produjese nuestro trabajo, fuese a parar a la consolidación de un futuro teatro universitario marplatense, mientras que el elenco de Buenos Aires lleva nueve años en la indigencia.
Pero además está “todo lo otro”: esa nota a las facultades, demorada un mes y tergiversada sin vueltas en su sentido original, y el estado del teatro, en el que virtualmente ya no se puede más hacer funciones, porque el público se muere de frío en ese pasillo tenebroso, porque el piso de la sala se está derrumbando, porque con el frío los actores quieren ir al baño y los baños están cerrados, y ese andamio que hubo que desarmar por nuestra cuenta, con verdadero riesgo de vidas, porque amenazaba con derrumbarse sobre las cabezas del público, y las constantes, diarias, abrumadoras insidias de la gente de la Dirección de Cultura...y todo esto que le estoy diciendo es irrefutable.
Una jefa de un departamento de la Dirección, (usted sabe muy bien a quien me refiero) que dice públicamente que en lugar de copiar apuntes para el teatro “que después no sirven para nada, es preferible que el personal esté de brazos cruzados”.
El Curso de Drama, que tan bellos resultados estaba dando, que había generado una euforia tan grande entre los asistentes y al que se abandonó, al punto que durante seis clases nadie vino a pasar lista (cosa que no se hace con los otros cursos, que son rigurosamente asistidos).
Y los programas de mano con errores de imprenta, por controles mal hechos y con caprichosos cambios en su diagramación (que no son casuales sino razonadas formas de desdibujar la imagen institucional a la que aspiraba el teatro) y los rumores, los chismes, las actitudes de soberbia de la gente de la Dirección de Cultura, que ocupa cargos inventados, que no justifican con su desempeño, mientras que un grupo de jóvenes, en ese “dichoso Teatro”, trabaja sin cesar, cumpliendo con sus tareas sanos o enfermos (porque la gente del teatro no estaba inmunizada contra las enfermedades y sin embargo jamás se suspendió una función por “parte de enfermo”) y la ausencia perpetua de toda iniciativa emanada de esa Dirección de Cultura que pudiera haber hecho cambiar las cosas para mejor.
Nada de todo esto que le estoy diciendo es nuevo para usted. Usted sabe, no me cabe la menor duda, que las cosas fueron así y que deberían haber cambiado al llegar usted.
Porque a la Dirección de Cultura hay que sacudirla o cerrarla, porque así como viene existiendo desde que yo la conozco, hace nueve años, es una flagrante tergiversación del más elemental concepto de “cultura”.
No es un absurdo que todo dentro de esa Dirección deba ser sometido al visado de la encargada de prensa...? No es una anomalía que esa señora se arrogue el derecho a controlar la más ínfima tarea que se ejecuta dentro del noveno piso, hasta una simple impresión de volantes, sólo para darse el gusto de ejercer una seudo-autoridad que se ganó con intrigas, de las cuales fui en más de una oportunidad su víctima...?.
Cómo hacía yo para seguir atajando rebeliones dentro del teatro, cuando a menudo sus integrantes gastaban dinero que no aceptaban que yo les reintegrase, si se enteraban que al grupo de folklore, cuya directora es amiga de la jefa de prensa, para una de las contadas apariciones que hace por año se le alquilan trajes y sombreros, mientras que en el teatro se han confeccionado con retazos de telas viejas cantidades de trajes y sombreros, de todos los estilos y de todas las épocas, para cientos de funciones por año...?
Y así se podría seguir escribiendo, hasta cubrir decenas de carillas, enumerando cosas que hasta da vergüenza mencionar, por lo mediocre de su catadura. Se pidió que el TUBA fuera independiente de Cultura, no para ganar en libertinaje, sino para dejar de ser esclavo de una punta de inservibles.
La trajinada nota a las facultades, ofreciendo funciones del TUBA, después de un mes de demoras, fue confeccionada con una de sus frases escrita de esta manera: “La profundidad del pensamiento humorístico”, en lugar de “La profundidad del pensamiento humanístico”. Menos mal que lo detecté a tiempo...! En Cultura la nota ya había sido aprobada y firmada por el señor Ramírez, el “benemérito” Subdirector.
Luego y por último, está el tema de mi madre. Seguir en pie durante los doce días de su internación, abrir el Curso de Drama el mismo día en que fue internada en grave estado y haber asistido a dictar la clase sobre Eurípides la noche del día en que su cuerpo fue incinerado en la Chacarita, es una de esas pruebas para el temple moral de un hombre que tornan más difícil soportar nuevas y reiteradas humillaciones.
La muerte de mi madre me ha creado un deber para con su memoria.
“Andate de allí si esa es tu voluntad”, me decía a menudo, cuando escuchaba mis broncas o mis lamentaciones por lo que hizo fulana o fulano en la Dirección de Cultura.
Comprende ahora, doctor, que mi renuncia no fue un acto de soberbia ni un rapto de irresponsabilidad...?
Fue, sencillamente, poner las cosas en su lugar de una vez por todas.
A la Universidad de Buenos Aires no le interesa un teatro como el que hemos querido hacer. Si le interesara, aun sin presupuesto para sostenerlo, hubiera tratado de alejarlo de la contaminación venenosa que emana de esa pútrida Dirección de Cultura.
La Universidad de Buenos Aires no quiso ser como el resto de las universidades del mundo y tener, como tienen todas, un Centro de Drama, un teatro oficial que se dedique a la investigación y el perfeccionamiento del milenario hecho escénico.
Cuánta ironía junta: dentro de la Universidad que le daba su nombre, el teatro no existía, pero sí empezaba a ser reconocido cada día más desde afuera.
El profesor Raul H. Castagnino me ha pedido que lo acompañe a dictar una serie de clases sobre teatro, en el Consejo Superior del Profesorado; las autoridades del Instituto Belgraniano nos han propuesto hacer un ciclo de representaciones en la restaurada Sala de Representantes; la Universidad de Morón, en la que estuvimos en 1980 con algunos de los espectáculos del repertorio, ha organizado un encuentro teatral y pidió que nosotros lo inaugurásemos; varias universidades del continente americano están respondiendo a una propuesta que salió de nuestro seno, con la idea de realizar una gira que ahora, estoy seguro, nunca se podrá materializar.
Mi renuncia es un acto de derrota, no de triunfo. No hace falta que le aclare cuánto pierdo, aparte de mi sueldo como jefe del departamento de teatro.
Pierdo mi sueño más acariciado como hombre de teatro: el de morirme haciendo teatro de repertorio en un teatro universitario.
Mi único deseo de ahora en adelante es descansar y olvidarme de que hice teatro alguna vez. La muerte de mi madre me ha dejado solo, sin ningún lazo familiar legítimo.
No creo ser capaz de emprender otro proyecto similar al TUBA, aunque me toque vivir una vida larga. Tanto yo como los que me secundaron la mayor parte de la historia del TUBA, pusimos en la empresa demasiado de nuestra reserva física y emocional, como para que nos quede resto para empezar de nuevo en otro lado, aunque lo haya prometido en mi último mensaje al público, al finalizar la última función.
Ellos, los heroicos chicos del TUBA, son bastante más jóvenes que yo y tiene otros rumbos que seguir: sus carreras, sus vidas privadas por realizar, sus viajes. Sabía usted que en el Teatro de la Universidad había graduados que nunca hicieron su viaje de egresados, por no cortar un año entero su relación con el grupo...?.
Yo desearía tener oportunidad de conversar con usted personalmente, pero pasado un tiempo de este ofuscamiento que hoy me nubla los sentidos. Hace unos días, ansiaba tener un rato libre y que usted también lo tuviera, para ir a su despacho con el proyector de cine en super-8 y la pantalla desplegable y así poder mostrarle algunos de los muchos rollos que tenemos filmados de los espectáculos realizados. Sabía usted que hasta tenemos filmados fragmentos en colores de la primera representación del Teatro de la Universidad, la que se hizo el 30 de noviembre de 1974, con la escenificación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”...?
Desde muy chico, tuve dos guías espirituales, que fueron el profesor Esteban Morgado, del Colegio Nacional Nº 1 “Bernardino Rivadavia” y usted.
Me atrevería a decir que fue su enseñanza, su prédica por una dignidad del comportamiento que no ceda ante la tentación de preservar un sueldo o un cargo público, la que me ha llevado, quizá demasiado tardíamente, a renunciar.
No lo interprete como que le estoy echando la culpa. Disculpe lo que le voy a decir: por la estima y respeto que le profeso, vería con agrado que usted se solidarizase conmigo y renunciase también.”.
No volví a tener noticias suyas y por supuesto, García Venturini no renunció. Supe por los diarios que algunos meses más tarde, el 23 de septiembre de 1983, había fallecido de un ataque al corazón.
No me avergüenzo hoy, a los 70 años, de haberle escrito a García Venturini que junto con Morgado había sido una guía espiritual para mí, en mis años adolescentes. Él, si viviera hoy, debería ser el avergonzado, por no haber sabido emplear en aquel momento toda su influencia (que era mucha), para defender al TUBA.
No fui. Sabía que si iba, podía llegar a retroceder, como ya lo había hecho antes, en 1975 y en 1978. En 1975 (a sólo un año de haber creado el TUBA), me ví obligado a renunciar porque nos obligaban a ensayar en un patio repleto de tachos de basura, que lindaba con la Morgue Judicial, en los fondos de la Facultad de Ciencias Económicas.
En 1978, (esto lo he contado varias veces a lo largo de este Blog), la renuncia fue a raiz de la prohibición de “Woyzeck” a la tercera representación, acusándonos de “propender a la infiltración marxista”.
Ahora, en 1983, ya no podía haber vuelta atrás como en las otras veces. Y las razones de esa imposible vuelta atrás están claramente explicadas en la carta que le envié a García Venturini al día siguiente que me mandara a llamar: el martes 7 de junio.
Es imprescindible que el texto de esa carta figure íntegramente en este Blog, que busca atesorar todo lo que hace a la historia del TUBA, por si alguien alguna vez quiere conocerla a fondo y tal vez reivindicarla:
“Buenos Aires, 7 de junio de 1983
Estimado y respetado Dr. García Venturini:
Al margen de mi renuncia oficial y del telegrama de pedido de rescisión de contrato que ya he mandado al Rectorado de la Universidad, le debo esta explicación a título personal, que prefiero hacerle llegar por escrito, ante el temor que, en un encuentro frente a frente, las palabras que van y vienen pudieran llegar a sumergirnos en un enfrentamiento que estaría reñido, tristemente reñido, con el afecto y la admiración que como hombre de pensamiento le profeso, no de ahora sino desde su larga militancia periodística.
Lo de Mar del Plata ha sido el factor desencadenante, no cabe duda. No se podía admitir que el Teatro Auditórium y la Universidad de Mar del Plata llegasen a un acuerdo, para facilitar nuestro viaje, por el cual el dinero de la recaudación que produjese nuestro trabajo, fuese a parar a la consolidación de un futuro teatro universitario marplatense, mientras que el elenco de Buenos Aires lleva nueve años en la indigencia.
Pero además está “todo lo otro”: esa nota a las facultades, demorada un mes y tergiversada sin vueltas en su sentido original, y el estado del teatro, en el que virtualmente ya no se puede más hacer funciones, porque el público se muere de frío en ese pasillo tenebroso, porque el piso de la sala se está derrumbando, porque con el frío los actores quieren ir al baño y los baños están cerrados, y ese andamio que hubo que desarmar por nuestra cuenta, con verdadero riesgo de vidas, porque amenazaba con derrumbarse sobre las cabezas del público, y las constantes, diarias, abrumadoras insidias de la gente de la Dirección de Cultura...y todo esto que le estoy diciendo es irrefutable.
Una jefa de un departamento de la Dirección, (usted sabe muy bien a quien me refiero) que dice públicamente que en lugar de copiar apuntes para el teatro “que después no sirven para nada, es preferible que el personal esté de brazos cruzados”.
El Curso de Drama, que tan bellos resultados estaba dando, que había generado una euforia tan grande entre los asistentes y al que se abandonó, al punto que durante seis clases nadie vino a pasar lista (cosa que no se hace con los otros cursos, que son rigurosamente asistidos).
Y los programas de mano con errores de imprenta, por controles mal hechos y con caprichosos cambios en su diagramación (que no son casuales sino razonadas formas de desdibujar la imagen institucional a la que aspiraba el teatro) y los rumores, los chismes, las actitudes de soberbia de la gente de la Dirección de Cultura, que ocupa cargos inventados, que no justifican con su desempeño, mientras que un grupo de jóvenes, en ese “dichoso Teatro”, trabaja sin cesar, cumpliendo con sus tareas sanos o enfermos (porque la gente del teatro no estaba inmunizada contra las enfermedades y sin embargo jamás se suspendió una función por “parte de enfermo”) y la ausencia perpetua de toda iniciativa emanada de esa Dirección de Cultura que pudiera haber hecho cambiar las cosas para mejor.
Nada de todo esto que le estoy diciendo es nuevo para usted. Usted sabe, no me cabe la menor duda, que las cosas fueron así y que deberían haber cambiado al llegar usted.
Porque a la Dirección de Cultura hay que sacudirla o cerrarla, porque así como viene existiendo desde que yo la conozco, hace nueve años, es una flagrante tergiversación del más elemental concepto de “cultura”.
No es un absurdo que todo dentro de esa Dirección deba ser sometido al visado de la encargada de prensa...? No es una anomalía que esa señora se arrogue el derecho a controlar la más ínfima tarea que se ejecuta dentro del noveno piso, hasta una simple impresión de volantes, sólo para darse el gusto de ejercer una seudo-autoridad que se ganó con intrigas, de las cuales fui en más de una oportunidad su víctima...?.
Cómo hacía yo para seguir atajando rebeliones dentro del teatro, cuando a menudo sus integrantes gastaban dinero que no aceptaban que yo les reintegrase, si se enteraban que al grupo de folklore, cuya directora es amiga de la jefa de prensa, para una de las contadas apariciones que hace por año se le alquilan trajes y sombreros, mientras que en el teatro se han confeccionado con retazos de telas viejas cantidades de trajes y sombreros, de todos los estilos y de todas las épocas, para cientos de funciones por año...?
Y así se podría seguir escribiendo, hasta cubrir decenas de carillas, enumerando cosas que hasta da vergüenza mencionar, por lo mediocre de su catadura. Se pidió que el TUBA fuera independiente de Cultura, no para ganar en libertinaje, sino para dejar de ser esclavo de una punta de inservibles.
La trajinada nota a las facultades, ofreciendo funciones del TUBA, después de un mes de demoras, fue confeccionada con una de sus frases escrita de esta manera: “La profundidad del pensamiento humorístico”, en lugar de “La profundidad del pensamiento humanístico”. Menos mal que lo detecté a tiempo...! En Cultura la nota ya había sido aprobada y firmada por el señor Ramírez, el “benemérito” Subdirector.
Luego y por último, está el tema de mi madre. Seguir en pie durante los doce días de su internación, abrir el Curso de Drama el mismo día en que fue internada en grave estado y haber asistido a dictar la clase sobre Eurípides la noche del día en que su cuerpo fue incinerado en la Chacarita, es una de esas pruebas para el temple moral de un hombre que tornan más difícil soportar nuevas y reiteradas humillaciones.
La muerte de mi madre me ha creado un deber para con su memoria.
“Andate de allí si esa es tu voluntad”, me decía a menudo, cuando escuchaba mis broncas o mis lamentaciones por lo que hizo fulana o fulano en la Dirección de Cultura.
Comprende ahora, doctor, que mi renuncia no fue un acto de soberbia ni un rapto de irresponsabilidad...?
Fue, sencillamente, poner las cosas en su lugar de una vez por todas.
A la Universidad de Buenos Aires no le interesa un teatro como el que hemos querido hacer. Si le interesara, aun sin presupuesto para sostenerlo, hubiera tratado de alejarlo de la contaminación venenosa que emana de esa pútrida Dirección de Cultura.
La Universidad de Buenos Aires no quiso ser como el resto de las universidades del mundo y tener, como tienen todas, un Centro de Drama, un teatro oficial que se dedique a la investigación y el perfeccionamiento del milenario hecho escénico.
Cuánta ironía junta: dentro de la Universidad que le daba su nombre, el teatro no existía, pero sí empezaba a ser reconocido cada día más desde afuera.
El profesor Raul H. Castagnino me ha pedido que lo acompañe a dictar una serie de clases sobre teatro, en el Consejo Superior del Profesorado; las autoridades del Instituto Belgraniano nos han propuesto hacer un ciclo de representaciones en la restaurada Sala de Representantes; la Universidad de Morón, en la que estuvimos en 1980 con algunos de los espectáculos del repertorio, ha organizado un encuentro teatral y pidió que nosotros lo inaugurásemos; varias universidades del continente americano están respondiendo a una propuesta que salió de nuestro seno, con la idea de realizar una gira que ahora, estoy seguro, nunca se podrá materializar.
Mi renuncia es un acto de derrota, no de triunfo. No hace falta que le aclare cuánto pierdo, aparte de mi sueldo como jefe del departamento de teatro.
Pierdo mi sueño más acariciado como hombre de teatro: el de morirme haciendo teatro de repertorio en un teatro universitario.
Mi único deseo de ahora en adelante es descansar y olvidarme de que hice teatro alguna vez. La muerte de mi madre me ha dejado solo, sin ningún lazo familiar legítimo.
No creo ser capaz de emprender otro proyecto similar al TUBA, aunque me toque vivir una vida larga. Tanto yo como los que me secundaron la mayor parte de la historia del TUBA, pusimos en la empresa demasiado de nuestra reserva física y emocional, como para que nos quede resto para empezar de nuevo en otro lado, aunque lo haya prometido en mi último mensaje al público, al finalizar la última función.
Ellos, los heroicos chicos del TUBA, son bastante más jóvenes que yo y tiene otros rumbos que seguir: sus carreras, sus vidas privadas por realizar, sus viajes. Sabía usted que en el Teatro de la Universidad había graduados que nunca hicieron su viaje de egresados, por no cortar un año entero su relación con el grupo...?.
Yo desearía tener oportunidad de conversar con usted personalmente, pero pasado un tiempo de este ofuscamiento que hoy me nubla los sentidos. Hace unos días, ansiaba tener un rato libre y que usted también lo tuviera, para ir a su despacho con el proyector de cine en super-8 y la pantalla desplegable y así poder mostrarle algunos de los muchos rollos que tenemos filmados de los espectáculos realizados. Sabía usted que hasta tenemos filmados fragmentos en colores de la primera representación del Teatro de la Universidad, la que se hizo el 30 de noviembre de 1974, con la escenificación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”...?
Desde muy chico, tuve dos guías espirituales, que fueron el profesor Esteban Morgado, del Colegio Nacional Nº 1 “Bernardino Rivadavia” y usted.
Me atrevería a decir que fue su enseñanza, su prédica por una dignidad del comportamiento que no ceda ante la tentación de preservar un sueldo o un cargo público, la que me ha llevado, quizá demasiado tardíamente, a renunciar.
No lo interprete como que le estoy echando la culpa. Disculpe lo que le voy a decir: por la estima y respeto que le profeso, vería con agrado que usted se solidarizase conmigo y renunciase también.”.
No volví a tener noticias suyas y por supuesto, García Venturini no renunció. Supe por los diarios que algunos meses más tarde, el 23 de septiembre de 1983, había fallecido de un ataque al corazón.
No me avergüenzo hoy, a los 70 años, de haberle escrito a García Venturini que junto con Morgado había sido una guía espiritual para mí, en mis años adolescentes. Él, si viviera hoy, debería ser el avergonzado, por no haber sabido emplear en aquel momento toda su influencia (que era mucha), para defender al TUBA.
EL TUBA EN LA TELEVISION, EN 1982
En este recorrido por las imágenes y los papeles que alguna vez se me ocurrió guardar, relacionados con aquella historia del Teatro Universitario de Buenos Aires, me encuentro hoy, 12 de abril de 2010, con un pequeño informe hecho (en vano, como todos los otros cientos de informes) a la Dirección de Cultura de la UBA.
El informe dice:
“La periodista Raquel Guerra, que el pasado domingo, en el noticiero cultural de Canal 11 puso al Teatro de la Universidad en un plano de igualdad en cuanto a gravitación pública, con el concierto gratuito de la Filarmónica de Nueva York en el Luna Park, se hizo presente anoche en la sala de Corrientes 2038, conjuntamente con el equipo de exteriores del mencionado canal y obtuvo una nota en la cual unos dieciocho integrantes del elenco formularon ante las cámaras sus opiniones sobre la actividad que desarrollan dentro de la Universidad.
“También fueron filmados breves fragmentos de “El día que mataron a Batman”, “Un trágico a la fuerza” y “Escenas de la vida bohemia”, que serán luego compaginados en forma intercalada con las entrevistas personales.
“La nota aparecerá en el término de una semana, en el espacio “Panorama Once”, que se emite los domingos a las veintitrés.”.
Hubo otras apariciones del TUBA en televisión (recuerdo un reportaje de Julio Lagos a un grupo de integrantes, en el Canal 7 que estaba en los sótanos del Edificio Alas), pero esta fue la única vez en que se lo vio actuando, con sus decorados y vestuarios, que (debo decirlo) lucieron muy bien en la “pantalla chica”.
Un dato a consignar: los estudiantes-actores del TUBA no estaban acostumbrados al tono apenas audible de los actorcillos de los teleteatros; fue por eso que algunas empleadas de la Dirección de Cultura (en afán de criticar malignamente nuestra presentación televisiva) dijeron al día siguiente: “Estuvieron muy exagerados…!!!”.
Claro: en el TUBA se hacía TEATRO… y el Teatro y la TV no son muy compatibles que digamos.
El informe dice:
“La periodista Raquel Guerra, que el pasado domingo, en el noticiero cultural de Canal 11 puso al Teatro de la Universidad en un plano de igualdad en cuanto a gravitación pública, con el concierto gratuito de la Filarmónica de Nueva York en el Luna Park, se hizo presente anoche en la sala de Corrientes 2038, conjuntamente con el equipo de exteriores del mencionado canal y obtuvo una nota en la cual unos dieciocho integrantes del elenco formularon ante las cámaras sus opiniones sobre la actividad que desarrollan dentro de la Universidad.
“También fueron filmados breves fragmentos de “El día que mataron a Batman”, “Un trágico a la fuerza” y “Escenas de la vida bohemia”, que serán luego compaginados en forma intercalada con las entrevistas personales.
“La nota aparecerá en el término de una semana, en el espacio “Panorama Once”, que se emite los domingos a las veintitrés.”.
Hubo otras apariciones del TUBA en televisión (recuerdo un reportaje de Julio Lagos a un grupo de integrantes, en el Canal 7 que estaba en los sótanos del Edificio Alas), pero esta fue la única vez en que se lo vio actuando, con sus decorados y vestuarios, que (debo decirlo) lucieron muy bien en la “pantalla chica”.
Un dato a consignar: los estudiantes-actores del TUBA no estaban acostumbrados al tono apenas audible de los actorcillos de los teleteatros; fue por eso que algunas empleadas de la Dirección de Cultura (en afán de criticar malignamente nuestra presentación televisiva) dijeron al día siguiente: “Estuvieron muy exagerados…!!!”.
Claro: en el TUBA se hacía TEATRO… y el Teatro y la TV no son muy compatibles que digamos.
GORRIONES DESAMPARADOS...PERO LIBRES
En 1979, mientras dábamos “La vida es sueño”, el inmenso drama existencial de Pedro Calderón de la Barca, de una elevación sólo comparable a la de una catedral gótica, quisimos “matizar” con una comedia dedicada especialmente al público juvenil, cuyo título era “Los gorriones” y procedía de los diálogos, divertidos pero también bastante ácidos, de una novela del húngaro Gabor Vaszary, que narraba las peripecias de un estudiante universitario, pobre y desamparado, tratando de sobrevivir en una ciudad extraña.
El final trágico de la historia sobrevenía cuando la muchacha con la que el estudiante había entablado una tenue historia de amor, moría en un accidente, atropellada por un automóvil cuando acudía a su encuentro.
Nada del otro mundo como obra dramática, pero en una época en la que los jóvenes conocían sólo el miedo como único sentimiento posible, esta historia de jóvenes a la deriva pero LIBRES generaba en la platea un clima de exaltación, que podrá ser comprobado escuchando los escasos minutos de la escena final que se han conservado, que voy a insertar a continuación:
El final trágico de la historia sobrevenía cuando la muchacha con la que el estudiante había entablado una tenue historia de amor, moría en un accidente, atropellada por un automóvil cuando acudía a su encuentro.
Nada del otro mundo como obra dramática, pero en una época en la que los jóvenes conocían sólo el miedo como único sentimiento posible, esta historia de jóvenes a la deriva pero LIBRES generaba en la platea un clima de exaltación, que podrá ser comprobado escuchando los escasos minutos de la escena final que se han conservado, que voy a insertar a continuación:
QUE PASO DESPUES QUE SE CERRO EL TUBA EN JUNIO DE 1983...?
Mi renuncia como Jefe del Departamento de Teatro de la UBA, en junio de 1983, no debía significar que el TUBA fuese necesariamente a DESAPARECER (como vaticinaron La Nación y Clarín en sus respectivas notas). Si bien yo había sido el originador del TUBA en 1974 y su único Director titular durante los nueve años de su existencia, a partir de 1979 y por imposición del Rectorado de la UBA había pasado a ser (al menos en teoría) “el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES”. Tenía (sin tenerlo, en realidad) el rango de una dependencia integrada a la orgánica de la UBA, como lo tienen las facultades, las carreras, los institutos y demás reparticiones internas o externas vinculadas al Rectorado. Es natural y hasta habitual que el Decano de una facultad renuncie por desinteligencias con el señor Rector, pero eso no significa que la facultad desaparezca y que los alumnos que en ella estudiaban medicina o derecho o ciencias veterinarias se tengan que ir a una universidad privada. Supongo que este fue el criterio del Rector de la UBA cuando se produjo mi renuncia y los diarios aludieron a la “desaparición” del TUBA, toda vez que se apresuró a remitir escuetos comunicados de prensa que aclaraban que “la renuncia del señor Ariel Quiroga no significaba que el Teatro de la Universidad fuera a disolverse o adesaparecer”. (Aclaro que en el comunicado se me achacaba a mí haber informado al periodismo que mi renuncia significaba "la disolución" del Teatro, cuando en realidad esta había sido una conclusión sacada por su cuenta por los propios diarios). Al poco tiempo nos enteramos de que habían llamado a un viejo actor profesional, Enrique Escope, para dirigir el Teatro. Escope hizo un montón de anuncios de todo lo que pensaba hacer (cuestionando solapadamente lo que yo había hecho), pero en definitiva no hizo nada y al poco tiempo falleció. Después llamaron a Román Caracciolo, que era del grupo Los Volatineros y lo único que logró hacer (espero no estar mintiendo por carecer de la información precisa) fue un espectáculo que se llamó “Q’ensalada”, hasta que al poco tiempo no se supo más nada de él como director del teatro universitario, ni del Teatro de la Universidad en sí mismo. Aquí es donde se produce un vacío de datos, que probablemente algún investigador pudiera llegar a completar. En qué momento, durante el año 1984, se decide “suprimir” al Teatro de la Universidad de Buenos Aires, clausurando definitivamente esa anunciada e intentada continuidad con el TUBA… y se decide abrir en su lugar, (esto es: en el mismo edificio de Corrientes 2038), un centro cultural, que termina siendo el Rojas, que paulatinamente adopta la fisonomía de una academia, donde se dictan cursos extracurriculares, pero llamativamente donde el área dedicada al teatro no es cubierta por un “Teatro DE LA Universidad” o algo parecido a lo que se hace en los Centros de Drama de las universidades de casi todo el mundo…? Vaya que hay implícita en este interrogante una interesante “propuesta de trabajo” para los investigadores que se dediquen a la historia del arte escénico en la República Argentina…!
PUSHKIN Y MOZART EN EL TUBA
El permanente afán del TUBA por descubrir autores que ningún otro teatro de Buenos Aires, oficial o privado, hubiese dado a conocer todavía hizo que, en un momento dado, (fue en 1980), pusiésemos nuestro interés en Alexander Pushkin, nacido en Moscú en 1799 y muerto en San Petesburgo en 1837.
Tuvo Pushkin notable influencia en otros autores rusos, como Dostoyesvski, Tolstoi y Gogol y grandes compositores como Chaikovski y Modesto Musorgski se inspiraron en sus dramas para componer óperas genialmente inspiradas como “Eugene Onegin” o “Boris Godunov”.
La influencia de Byron es percibida según algunos críticos literarios en la poesía de Pushkin: en "El prisionero del Cáucaso" (1821), poema que describe las costumbres guerreras de los circasianos. También en "La fuente de Bajchisarái" (1822) que traduce la atmósfera del harén y evocaciones de Crimea, y en "Los zíngaros" de 1824. Asimismo "Gavriliada" (1821), poema blasfemo, que refleja los ideales de Voltaire.
Para que Buenos Aires conociera por fin a Pushkin elegimos su imponente drama en un acto titulado “Mozart y Salieri”, cuyo texto (curiosamente) lo hallamos en un vetusto ejemplar de la Revista de la Universidad de México.
Narra la historia, notoriamente tergiversada, de la rivalidad entre dos músicos de talento: Antonio Salieri y el jóven Mozart y transcurre en la noche en que, invitado a cenar por el consagrado Salieri, Wolfgang Amadeus, pobre y hambriento pero en absoluto apogeo de su genialidad, (acaba de componer “Las bodas de Fígaro”), supuestamente bebe la copa de vino envenenado que le provocará la muerte.
Usábamos de fondo varios pasajes del “Requiem” de Mozart, en una histórica grabación del insigne Bruno Walter y en el momento en que Mozart introduce en casa de Salieri a un anciano músico callejero para que ejecute en su violín el sublime tema del área “Dove sono”, el intérprete del TUBA que hizo ese papel mudo, de escasos minutos de permanencia en escena, era estudiante de violín y ejecutaba su propio instrumento.
Cosas de los "teatros de repertorio"...que sin embargo no hicieron que el TUBA fuera valorado por sus aportes ni recordado por sus trabajos de investigación. En cambio, la improvisación caótica y hasta burda de algunos grupos que le sucedieron…eso sí se tuvo en cuenta y se lo recuerda frecuentemente con todos los honores.
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