jueves, 1 de julio de 2010

"LA VIDA ES SUEÑO" EN EL TUBA, 31 AÑOS ANTES QUE EN EL SAN MARTIN

He leído que a mediados de julio “La vida es sueño” subirá a escena por primera vez en el Teatro San Martín, creo que en un montaje realizado por el español Calixto Bieito.
Treinta y un año atrás, en 1979, quien se atrevió a sacarla del olvido fue el TUBA, el Teatro de la Universidad de Buenos Aires y la ocasión es propicia para recordar en parte aquella experiencia.
Desde el primer instante en que se nos ocurrió abordar la inmensa tragedia romántica (casi un autosacramental) de Pedro Calderón de la Barca (1600 – 1681), sabíamos que ese iba a ser uno de los compromisos más riesgosos en toda nuestra historia.
La concepción mística de la idea del pecado y la fantástica y trascendental de la vida como intermedio previo a la muerte, alcanzan su culminación en esta obra del último gran dramaturgo español del siglo XVII.
“La vida es sueño” es el drama de más hondo contenido filosófico de todo el teatro universal, mas que el “Edipo Rey” de Sófocles, el “Hamlet” de Shakespeare o “El diablo y Dios”, de Sartre.
El conflicto no radica en las pasiones, la ambición de poder o la búsqueda de lo sobrenatural. En “La vida es sueño” el conflicto es la existencia misma; es el valor de la existencia lo que se pone en tela de juicio. “Tanto se desvanecen la riqueza y el poder, la majestad y la pompa... es la gloria llama hermosa que la convierte en ceniza cualquier viento que la sopla...”, clama Segismundo en su célebre monólogo, que deja la más abismal incertidumbre sobre el destino final de la raza humana, con todas sus banales adquisiciones.
Valía la pena arriesgarse tanto para montar un texto de tan negativo mensaje...?.
Lo hablamos mucho dentro del TUBA, hasta que llegamos a la conclusión que sí valía la pena, porque “La vida es sueño” iba a permitir a los jóvenes de finales del siglo XX que llegasen a verla, confrontar su pasatista concepto de la vida con los conceptos mucho más hondos y desgarradores de aquellos humanistas del 1600 que, entre otras cosas, habían erigido esas universidades en las que ellos ahora podían estudiar y perfeccionarse. La vida de Calderón, como la de Sófocles y en contraste con la de Lope, parece haber sido serena y ejemplar. Era un caballero español en el mejor sentido de la palabra.
Contábamos con la buena disposición de Héctor Zeoli para concebir la partitura musical y ejecutarla él mismo en el imponente órgano de Santo Domingo. Contábamos, también, con la voluminosa biblioteca del padre de una de nuestras compañeras, un afamado jurista fallecido hacía unos cuantos años.
Durante tardes y noches enteras en su domicilio detrás de La Rural, en Plaza Italia, me puse a analizar todo cuanto los tratadistas españoles y alemanes habían escrito y deducido sobre “La vida es sueño” y el claroscuro barroco.
Algunos de los textos consultados fueron “El espíritu castellano”, de Miguel de Unamuno; “La vida como sueño”, de Pablo Cepeda Calzada; “El drama de la problemática de la vida”, de Angel Valbuena Prat; “Calderón y su teatro”, de Marcelino Menéndez y Pelayo; “Introducción a la obra calderoniana”, de Eugenio Castelli; “España en el laberinto del siglo XVII”, de José Bergamín y “El barroco en La vida es sueño”, conferencia pronunciada por Augusto Cortina, en 1950, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Mas leía, más miedo sentía. Qué apasionante es trabajar en un teatro de repertorio, donde las obras no son abordadas desde el texto del autor solamente, sino asimilando todo lo que ese texto ha generado en otros autores, no vinculados a la dramática precisamente...
Zeoli nunca llegó a escribir su partitura sobre un pentagrama. La tenía en su cabeza y bastaba que yo me situase junto a él, susurrándole al oído los diálogos y monólogos de “La vida es sueño” para que de sus dedos comenzasen a brotar torrentes de música, con esa tonalidad cósmica tan característica de los órganos de las catedrales.
Se hicieron ensayos en el órgano del Colegio Nacional Buenos Aires y luego la grabación definitiva tuvo lugar en dos noches y sus respectivas madrugadas, en la vastedad del templo de Santo Domingo. Las tomas sólo se interrumpían cada tres o cuatro horas, cuando los seglares paseaban por las naves del templo, entonando sus oraciones y cánticos de rigor.
“La vida es sueño”, con un vestuario en gris digno de una puesta wagneriana moderna, se estrenó el 29 de septiembre de 1979, en nuestra sala de Corrientes 2038 y luego, durante tres semanas, se trasladó al suntuoso Teatro de las Provincias Argentinas, en el barrio de Colegiales, que era en realidad un viejo cine llamado "Regio" (hoy, en el 2010, lleva ya algunos años con ese nombre recuperado y ha pasado a integrar el circuito de salas que dependen del San Martín).
Volvió a la sala de Corrientes y estuvo en cartel hasta el fin de la temporada, en diciembre, despertando un interés que no habíamos llegado a suponer cuando la proyectamos.
En esa época y a mi pedido, el Secretario Académico del Rectorado había designado un cuerpo asesor de repertorios del TUBA, integrado por los eminentes profesores Delfín Leocadio Garassa; Raul H. Castagnino y Arturo Cambours Ocampo. Era una forma de impedir que los de Cultura se metieran a opinar (y mucho menos a censurar, a la primera de cambio), nuestras elecciones en materia de repertorio.
Cuando en una oportunidad me reuní con ellos y en una amable charla les comenté que los jóvenes que venían a ver “La vida es sueño” en varios momentos (sobre todo al final del monólogo de Segismundo), “chiflaban” en señal de aprobación como lo hacían habitualmente en los conciertos de “rock’n roll”, no les pareció del todo adecuada la reacción. Sin embargo, para mí era la comprobación que, sin alterar para nada el texto original, habíamos logrado trasvasar un vacío de cuatro siglos e instalar la problemática de la existencia en sus juveniles espíritus, y (lo que no es moco de pavo), conmoverlos.
La vigencia de "La vida es sueño" se torna trágica para esta Argentina que está intentando dilucidar las atrocidades cometidas por la dictadura durante los años 76 al 83, ya que uno de sus temas esenciales es el de la supresión de la identidad.
Sin saberlo, el TUBA también en ese aspecto ético de la condición humana fue precursor, aunque al reinstaurarse la democracia en el país, todos sus derechos a volver a existir le fueron negados.
Me gustaría que quienes van a intervenir en el montaje del San Martín escuchen los fragmentos, grabados durante funciones, que voy a insertar a continuación. Aunque se trate de profesionales, seguramente habilitados para afrontar tan complejo texto, pudiera darse el caso que en las voces de los jóvenes intérpretes del TUBA, de aquel ya remoto 1979, encuentren significados dignos de analizar, tener en cuenta o, en el último de los casos, dejar de lado prudentemente.

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