En algún lugar de este Blog, o tal vez en más de uno, debo haber contado porqué se cerró (porqué cerramos) el TUBA en junio de 1983. Trataré de contarlo de nuevo aquí, en la forma más resumida posible:
La Universidad de Mar del Plata nos había convocado en 1982 para una actuación en el Auditorium (el enorme teatro que funciona en el primer piso del Casino), que resultó un éxito de proporciones (ofrecimos en una misma noche “Stéfano”, de Discépolo y “El día que mataron a Batman”, del estudiante de derecho e integrante del TUBA Daniel Hadis). Ese había sido el comienzo de un intercambio cultural, con miras a que la Universidad de Mar del Plata pudiese contar con un elenco universitario a la par del nuestro, que ya llevaba nueve años de historia.
Para el período de vacaciones de invierno de 1983, Mar del Plata volvía a invitarnos, pero esta vez para actuar unos quince días seguidos, también en el Auditorium. Nuestro propósito era volver a llevar “Stéfano”, más el agregado de dos estrenos: el de “El gajo de enebro”, de Eduardo Mallea y “Fantasio”, de Alfred de Musset.
Cuando llegó la hora de aprontar las cuestiones administrativas de nuestro viaje, desde el Rectorado de la UBA contestaron que no se podía autorizar una partida de viáticos para los 17 integrantes del TUBA que integraban los planteles de las tres obras, porque “no eran personal rentado de la Universidad”.
Aclaro que los gastos de alojamiento y comida de los dos días de estadía en Mar del Plata de ocho integrantes, el año anterior, los había solventado yo, con mi sueldo de Jefe de Departamento de Teatro, pero esta vez no iba a poder hacer lo mismo, tratándose de quince días y de un plantel superior al doble en número.
Luché y rogué hasta último momento para que se encontrase una solución, pero la última respuesta que me mandó por intermedio de su secretaria el Dr. Jorge Luis García Venturini (por entonces a cargo de la Dirección de Cultura) fue “que nos arreglásemos como pudiésemos, que pidiésemos alojamiento y comida en domicilios de estudiantes de la Universidad de Mar del Plata y que sino, nos quedásemos en Buenos Aires”.
Esto fue el viernes 3 de junio de 1983. Hacía apenas un mes había fallecido mi madre y yo había concurrido a hacer mis tareas en el Teatro la semana de su internación en el Hospital Italiano y el mismo día en que falleció. Redacté a las apuradas una renuncia indeclinable, que alcancé a ingresar a última hora en la Mesa de Entradas del Rectorado.
En pocas pero contundentes palabras, volqué todo el oprobio, la mortificación y el ultraje que tanto yo como los jóvenes que habían participado en la vida del TUBA, habíamos sufrido estoicamente durante nueve años seguidos, sin poder mencionar un solo día de esos nueve años en que no hubiésemos sido hostigados, amenazados, censurados estúpidamente y basureados con ensañamiento digno de mejor causa, tanto por los funcionarios como por los empleados rasos y hasta por el personal de maestranza de la Dirección de Cultura de la Universidad de Buenos Aires.
La reacción no se hizo esperar. El Rector dictó de inmediato una Resolución (Nº 957/83), por la que rechazaba los términos de mi renuncia y me dejaba cesante.
La idea de iniciar un recurso contra ese rechazo de los términos de mi renuncia provino de uno de los integrantes del elenco, que estudiaba derecho. Yo lo dejé hacer, sin importarme mayormente lo que pudiera pasar con el tal recurso. Estaba demasiado abatido por la decisión que me habían obligado a tomar: la de desmantelar y cerrar ese Teatro que tantos desvelos y contratiempos nos había insumido remontarlo.
Pasó el tiempo. El grupo de unos 40 que renunció conmigo (simbólicamente, porque para la Universidad no existían), comenzó a dispersarse. Mis intentos por reabrir el TUBA en otra parte no resultaron. Asuntos Jurídicos de la UBA se pronunció en contra de mi reclamo, pero como se trataba de un “recurso de alzada”, pasó al entonces Ministerio de Educación y Justicia. Un buen día de 1986, tres años más tarde, recibí una citación del Ministerio. Era un abogado el que me citaba (no retuve ni su nombre ni su rostro), para entregarme la copia de una Resolución, firmada por el entonces Ministro de Educación y Justicia, Dr. Carlos Alconada Aramburu.
Esa Resolución (Nº 1134, de fecha 15 de mayo de 1986), obligaba a la Universidad a ACEPTAR los términos de mi renuncia, con una frase cuya importancia no advertí ni supe capitalizar en aquel momento ni en los años que siguieron: “EL RECURRENTE ES MERECEDOR DE QUE SE RECONOZCA SU DERECHO A LA RENUNCIA EN LOS TÉRMINOS EN QUE FUE FORMULADA… PORQUE SE TRATA DE UNA POSTURA ÉTICA QUE TIENE RELEVANCIA JURÍDICA”.
Por una vez, en mi caso, la Justicia había sido ciega y sorda y había reconocido la RELEVANCIA JURÍDICA que una renuncia basada en principios ÉTICOS debe tener.
El valor de esa Resolución, en términos de resarcimiento moral, era inmenso, pero no sirvió para que los Rectores de la Argentina en democracia (Delich, Shuberoff, Jaim Etcheverry) tomaran en cuenta mis decenas de petitorios para que el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA) volviera a existir.
Sigo pensando que esa Resolución del Ministerio de Educación y Justicia debería haber podido cambiar la historia, aunque por lo visto las razones éticas justificando una renuncia no son muy atendibles, en medio de un orden institucional en el que gobernantes, legisladores, funcionarios, educadores y hasta religiosos se muestran tan reacios a dignificar con sus espontáneas renuncias las malas (cuando no corruptas) gestiones de las que son responsables.
miércoles, 21 de julio de 2010
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