Experimentar es una forma de acceder al conocimiento desde la práctica. Si en el TUBA nos hubiésemos quedado en la mera teoría, sin llevar al terreno de la concreción escénica nuestras investigaciones dramáticas, sus integrantes jamás hubieran conocido las vivencias, positivas o frustrantes, de poner a prueba su capacidad para dar vida a una obra teatral durante un número considerable de representaciones, ofrecidas a la aprobación o rechazo del público.
No hubo espectáculo que el TUBA incorporase a su repertorio que no haya surgido de un profundo trabajo de investigación previo. Investigar en cada terreno de las ciencias o las humanidades es el rol específico de una Universidad y de quienes lo hacen, desde la docencia o el aprendizaje, bajo los techos de sus claustros, sus aulas o laboratorios.
El riesgo de investigar y de llevar al plano de la experimentación práctica los resultados a los que se cree haber arribado, es que todo puede salir muy bien, algo regular o decididamente un desastre.
Sabíamos, acaso, cómo iba a ser recibido por el público un experimento como “El avestruz acuático”, especie de ceremonia teatral sobre el teatro mismo, con momentos gimnásticos y hasta danzados, con textos sacados de contexto de las memorias de hombres de teatro como Jean Louis Barrault o Antonin Artaud, con poemas de Baudelaire y églogas pastoriles de Alonso de la Vega y hasta con frases extraídas de la defensa del oficio de los comediantes, hecha por José de San Martín cuando era gobernador del Perú…?.
Por suerte, generó ovaciones interminables, sobre todo en los auditorios juveniles que lo vieron en la sala improvisada en el gimnasio del último piso de Corrientes 2038, en 1980, o en las Aulas Magnas de las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la UBA o en el salón de actos de la Universidad de Morón, pero… pudo haber resultado todo lo contrario: un fiasco de aquellos, recibido con piadoso silencio o simplemente con un coro de silbatinas.
Por eso, quienes hacíamos el TUBA nos empecinamos tercamente en que el acceso a nuestras funciones fuese siempre en forma GRATUITA, a lo largo de los nueve años de nuestra historia. No se puede cobrar entrada por jugar a equivocarse, aunque todo haga suponer que el acierto está asegurado de antemano.Cuando los jerarcas de la Dirección de Cultura comprobaron (no por asistir sino porque algún espía se los estaba contando), que al TUBA asistía el público en forma masiva, no faltó oportunidad en que no me sugiriesen que “se podía cobrar al menos una “módica” entradita”. No lograron convencerme. En 1976 habíamos rechazado el ofrecimiento de las dueñas del Teatro del Globo (Catalina Wulff y María Luisa Bemberg) de llevar a su coqueta sala de la calle Marcelo T. de Alvear nuestro repertorio de comedias clásicas (Terencio, Plauto y Menandro), porque esa sala funcionaba comercialmente y se iba a tener que cobrar entrada.
Hoy en día, julio de 2010, hay una serie de espectáculos teatrales en el Centro Cultural Rojas (enclavado en el mismo solar de Corrientes 2038 donde el TUBA estuvo nueve años seguidos), que supongo son producto de la experimentación (sin entrar a abrir juicio sobre los valores del resultado). Lo que sí me permito objetar es que se cobren Veinte pesos ($ 20,-), por algo que debería ser ofrecido a la consideración del público en forma gratuita.
Estoy muy equivocado…? Si es así, discúlpenme los directivos del Rojas, tanto del área Teatro como del resto de las disciplinas y cursos que allí se aglutinan.
Sucede que tengo todavía en mis oídos el barullo de los aplausos de aquel público que, condescendientemente, nos perdonaba nuestros errores y pérdidas de rumbo, porque sabía que estaba frente a jóvenes en actitud de experimentar, que le permitía acceder a sus logrados o fallidos experimentos, en forma LIBRE y GRATUITA.
Ustedes (si leen esto) se dirán: “Pero claro, si era gratuito, cómo no iban a tener marejadas de público…?”. Y yo les contesto que no era así siempre. No fue en todos nuestros espectáculos que hubo una cola interminable de gente, que daba vueltas a la manzana, para luego disputarse un lugarcito, aunque más no fuera de pie o desde el vestíbulo de la sala de Corrientes 2038.
Lo gratuito de la entrada no tuvo nada que ver cuando las obras de Juan Carlos Ghiano (“Los testigos”, “Los extraviados” y “Pañuelo de llorar”) y la “Fedra”, de Racine, fueron un absoluto fracaso en 1980 y tuvimos que hacerlas con la sala semi vacía.
En cambio, aunque hubiésemos cobrado el equivalente de esos Veinte pesos que cobra hoy el Rojas, estoy en condiciones de afirmar que tanto “Stéfano”, de Discépolo, como “El atolondrado”, de Molière, como “Comedia de errores”, de Shakespeare, como las dos “Chejovianas” (la de 1980 y la de 1982), hubieran terminado siendo los “exitazos” fenomenales que fueron, al punto que llegamos a tener que reunirnos para deliberar cómo hacer para atajar a la avalancha de espectadores que se apretujaba por ingresar, cuando ya no quedaba un centímetro de espacio libre en nuestra diminuta sala y sus adyacencias.
Un dato anecdótico que vale la pena tener en cuenta: cuando en la primavera de 1897 Constantin Stanislavski y Vladímir Ivánovich Nemiróvich-Dánchenko se reunieron durante catorce horas en el restaurante moscovita “Bazar eslavo”, para acordar que dirigirían juntos la escuela teatral de la Sociedad Filarmónica de Moscú, el primer nombre que se les ocurrió ponerle al que luego sería conocido mundialmente como el Teatro de Arte de Moscú, a secas, fue: “TEATRO DE ARTE DE MOSCU ASEQUIBLE PARA TODOS”.
Es evidente que lo que el TUBA buscó y consiguió ser durante nueve años corridos, (un Centro de Drama abierto a la Comunidad toda), aquellos teatraleros rusos ya lo habían pensado unos ochenta años antes.
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...si senor...Ariel Quiroga hizo un gran esfuerzo personal y artistico en el TUBA. Puedo asegurarlo, le vi trabajar; como un director enegico; como un buen actor y con un amor a lo que hacia que me da pena ver como Argentina desaprovecha sus hombre , sus mejores inteligencia y sus valores.
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