

Desde mi punto de vista de director teatral por espacio de más de cuarenta años, me atrevo a tomar lo dicho por Haskins y afirmar: “Habría que abolir la luz de frente sobre el escenario, por respeto a los climas que la luz cenital puede llegar a crear”. Sucede que la luz de frente sobre un escenario tiene el mismo efecto "aplanador" que el uso del flash en una fotografía.
Por supuesto, son los divos del espectáculo los que exigen la iluminación frontal, que “lava” toda posible imperfección en sus rostros y esto también es aplicable a la televisión. Vean, si no, como la intensísima luz frontal hace que los rostros de Mirtha Legrand o Susana Giménez aparezcan ante la cámara diáfanos e incólumes al paso del tiempo.

Transpolar el lenguaje del cine al teatro es un ejercicio apasionante, que apunta a una suerte de poética del encuentro entre la escena real, viviente, y lo subyacente que cada texto dramático contiene, más allá de la época de la cual provenga.
Estoy seguro hoy, en el 2010, que mis discípulos del TUBA, todos tan jóvenes, no estaban en aquel momento en condiciones de darse cuenta del ejercicio de investigación del hecho escénico, del cual indirectamente participaban.
Por eso, quizás sea conveniente recordárselo (a ellos, si tienen la probabilidad de descubrir este Blog) y a todos los jóvenes que hoy buscan nuevas posibilidades de lenguaje en los talleres de arte dramático y nada mejor, para el caso, que insertar aquí una o dos fotografías (tomadas de la versión de “Relojero”, de Discépolo, en el TUBA, en su temporada de 1977), donde claramente se aprecia que la luz (o su premeditada ausencia), está “actuando” a la par de los intérpretes.
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