Para Ortega, el entusiasmo es el elemento ontológico por antonomasia. Merced al entusiasmo por vivir algo muy a fondo, todas las barreras y los inconvenientes son pasados por alto. El entusiasmo puesto en un objetivo superior vuelve minúsculas las dificultades.
En el TUBA, el entusiasmo desbordaba cada vez que se presentaba ante el público, en esa sala de Corrientes 2038, donde la precariedad era una amenaza constante de nuevos desalientos.
Los jóvenes estudiantes que hacían las veces de actores no tenían donde cambiarse ni cómo ir al baño una vez que ingresaban a la caja del escenario. Así y todo, el pudor y el respeto fueron siempre objeto de culto entre mujeres y varones, obligados a una intimidad rayana en lo promiscuo.
Sobre el final de las funciones, una vez recibido el aplauso del público, comenzaba el trajín para poner todo en su lugar. Unos, volviendo a llevar a su lugar pesados pupitres, que se agregaban a las butacas fijas de la sala, y que se traían de otros pisos del edificio, donde se dictaban clases; otros, escondiendo en la famosa “trampa” (el espacio debajo del tablado que ellos habían dado en llamar “la vizcachera”), todo el bagaje de ropería y de elementos de utilería, que debían ser preservados de la rapiña.
Nada de lo que el TUBA utilizaba en sus espectáculos tenía demasiado valor; sin embargo siempre, cada semana, manos anónimas se encargaban de sustraer o sencillamente ROMPER, por puro gusto, aquellos míseros trastos de teatro de una compañía pobre de comediantes, cuando los encontraban a mano.
En medio de todo ese ir y venir, con el cansancio a cuestas de jornadas que empezaban en las primeras horas de la tarde de cada sábado y domingo y se prolongaban hasta casi la madrugada, aquella muchachada heroica aprovechaba que la música final del espectáculo seguía saliendo por los altoparlantes, para improvisar danzas y piruetas, que (sin ellos proponérselo) remedaban el juego libre de los errabundos de la comedia del arte.
Como ejemplo, vayan estos escasos minutos que he rescatado del final de una función de 1982. Van a escuchar a uno, “enroscado” con el tema de una cassette, en la que yo, al parecer, le había indicado grabar algo sin darle demasiadas indicaciones; van a escuchar a otros que comentan un “accidente” que acababa de ocurrir en escena, por un pañuelo que no estaba donde debía estar y a alguien que renunció a salir a saludar, para sostener la cuerda del telón que amenazaba cortarse…
Finalmente van a escuchar el frenesí de la danza, en la que una compañera de frágil silueta era revoleada por el aire. En una palabra: van a escuchar los sonidos del entusiasmo.
miércoles, 30 de junio de 2010
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