domingo, 4 de julio de 2010

AQUELLOS ROSTROS… AQUELLAS MÁSCARAS…



A menudo mi debilitada memoria de 70 años se confunde y recuerdo la máscara pero no el rostro que había detrás de ella o viceversa. Fueron tantos los que ingresaron al TUBA a lo largo de su historia, tantos los que quedaron en el camino, sin llegar a pisar ni una sola vez su tablado y tantos también los que conocieron la fatiga de las cuatro funciones seguidas de los sábados y domingos, desde la tarde hasta la noche, con esa arremetida del público apiñado en el recinto de Corrientes 2038, sobre los aplausos finales, para tenderles los brazos, para intentar tocarlos y acariciarlos, para ofrendarles caramelos y ropa vieja y muchas cosas más…
Los sacrificios que debieron hacer para salir en las giras o cumplir con las representaciones programadas de las obras en las que intervenían, nunca fueron recompensados por la Universidad a la que servían como bandera de una cultura libre, en el contexto de un país NO libre.
Varias veces intenté listar sus nombres, pero fue inútil. Llegué a recordar algo así como trescientos y nada más. Y el resto…? Aquella chica que copió en su máquina de escribir tantos libretos para los ciclos de teatro leído y que nunca llegó a actuar, porque sus compromisos de estudio se lo impedían… Aquel equipo de seis o siete estudiantes de ingeniería, que instalaron luces en la inmensa bóveda del Aula Magna de Medicina, para la representación del episodio bíblico de “Jonás”, que hicimos junto con Zeoli y el Coro del Buenos Aires en 1977, que trabajaron tantas horas trepados a unos andamios tambaleantes…
Los que llegaban de pasar una semana entera sin dormir para ultimar la entrega de una maqueta de arquitectura y en lugar de preguntar “Ensayo hoy…?” o “Qué papel me toca en la próxima obra…?”, preguntaban: “Dónde está la pila de volantes nuevos…?”, y allá se iban, a las calles, hiciese frío o lloviese, a la vereda del San Martín o a las entradas del Lorraine o del Cine Arte, a repartir esos volantes que se imprimían clandestinamente, a espaldas de la Universidad, con el anuncio de las funciones de fin de semana, a las que el público podía ingresar gratuitamente…pero para ello había que informarlo, había que suplir esa carencia de información que la Dirección de Cultura se negaba a cubrir, no fuera a suceder que el “dichoso Teatro” cobrase demasiada notoriedad…
Rostros y máscaras… en la nebulosa del tiempo, en eso de fantasmagórico que el hecho teatral tiene, por su fugacidad y su misterio… son hoy el único vestigio sobreviviente de aquel delirio de juventud que fue el Teatro Universitario de Buenos Aires…el TUBA.

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