Permítaseme la licencia de parafrasear el título de la hermosa obra de Tennessee Williams, en alusión a la historia trunca de aquel Teatro de la Universidad de Buenos Aires, que existió durante nueve años en forma ininterrumpida, entre mediados de 1974 y casi fines de 1983.
Al rotular este Blog, sin embargo, he preferido utilizar para identificarlo el nombre original que tuvo durante sus primeras cinco temporadas: Teatro Universitario de Buenos Aires y entre paréntesis “el TUBA”, que fue como lo conoció la enorme corriente de público que sus repertorios cosecharon, logrando que unos 30.000 espectadores por año, provenientes de todos los sectores sociales de la comunidad, accediesen en forma GRATUITA al conocimiento de una dramática escasamente frecuentada y en muchos casos desconocida por completo.
Todo cuanto he podido recuperar de testimonios fehacientes de la existencia de aquel Centro de Drama Universitario, lo fui volcando en las sucesivas “entradas” de este Blog, a partir de febrero de 2010.
A punto de cumplir mis 70 años en pocos días más, abandono la tarea, con la convicción de que valió la pena rescatar del olvido tanta historia de pasión juvenil y entregarla al mundo, a los horizontes infinitos de este asombroso medio que es la Internet.
Confío en que alguien, en alguna parte, dentro de mi país o en algún remoto confín, se interese por reconstruir los pedazos de esa historia, que en forma anacrónica y espontánea, fui volcando a medida que acudían a mi memoria.
En cuanto a las posibilidades de esta juventud de hoy de poder lograr el milagro (habría que llamarlo mejor “el desafío”), de reinstaurar algo parecido al TUBA en algún lugar donde no volviera a sufrir los mismos avasallamientos, oprobios y censuras que debió sufrir aquel, confío (deberíamos poder confiar), en que el dulce pájaro de la juventud siempre, aun con los vientos más adversos tratando de quebrar sus alas, alza vuelo y se remonta a altitudes insospechadas.
sábado, 31 de julio de 2010
jueves, 29 de julio de 2010
ACERCA DE LA COHERENCIA
Rara virtud que se da pocas veces a lo largo de toda una vida, en especial en los hechos que le toca protagonizar a los hombres públicos: la coherencia.
En cuanto a los teatros llamados “de repertorio”, como lo fue el TUBA, los referentes de su vida son los autores y las obras que hayan representado y puedo afirmar sin temor a ser corregido que el TUBA logró mantener la más absoluta COHERENCIA en su repertorio, desde el inicio hasta el final de su historia de nueve años como elenco oficial de la Universidad de Buenos Aires.
Hizo su primera aparición pública, el 30 de noviembre de 1974, en la sala de la entonces Dirección de Cultura de la UBA (Corrientes 2038), con la escenificación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma” y la última de sus representaciones, que tuvo lugar en el Auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, un 18 de septiembre de 1983, fue con “El canto del cisne”, de Anton Chéjov.
Es innegable que, como Centro de Drama de una Universidad, el TUBA se enroló en el Humanismo a partir de la elección de textos que tratasen problemáticas inspiradas en el hombre como modelo.
Entre el inmenso fresco filosófico que Platón nos legara al narrar los instantes inmediatos a la muerte de Sócrates y el esperanzado canto de alabanza a la vida de teatro, que Chéjov pone en boca de ese viejo actor que alguna vez llegó a recitar el “Rey Lear”, estuvieron en los repertorios de las nueve temporadas del TUBA muchos otros humanistas encargados de marcarle el camino recto de la COHERENCIA, tales como Esquilo, Molière, Juan Carlos Ghiano, Calderón de la Barca, Armando Discépolo, Terencio, William Shakespeare o Racine.(La lista es mucho más larga).
Cómo es posible, entonces, que esa COHERENCIA mantenida sin renuncios y a pesar de todas las burdas desviaciones que se le imponían desde el seno de la propia Universidad, no haya privado a la hora de decidir quienes asumieron el manejo de los entes culturales en la Argentina recuperada para la vida en democracia, que el TUBA había sido “cómplice” de la dictadura y por lo tanto merecía el castigo del destierro…?
Del destierro de la Memoria, que es el peor y más atroz de los destierros.
En cuanto a los teatros llamados “de repertorio”, como lo fue el TUBA, los referentes de su vida son los autores y las obras que hayan representado y puedo afirmar sin temor a ser corregido que el TUBA logró mantener la más absoluta COHERENCIA en su repertorio, desde el inicio hasta el final de su historia de nueve años como elenco oficial de la Universidad de Buenos Aires.
Hizo su primera aparición pública, el 30 de noviembre de 1974, en la sala de la entonces Dirección de Cultura de la UBA (Corrientes 2038), con la escenificación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma” y la última de sus representaciones, que tuvo lugar en el Auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA, un 18 de septiembre de 1983, fue con “El canto del cisne”, de Anton Chéjov.
Es innegable que, como Centro de Drama de una Universidad, el TUBA se enroló en el Humanismo a partir de la elección de textos que tratasen problemáticas inspiradas en el hombre como modelo.
Entre el inmenso fresco filosófico que Platón nos legara al narrar los instantes inmediatos a la muerte de Sócrates y el esperanzado canto de alabanza a la vida de teatro, que Chéjov pone en boca de ese viejo actor que alguna vez llegó a recitar el “Rey Lear”, estuvieron en los repertorios de las nueve temporadas del TUBA muchos otros humanistas encargados de marcarle el camino recto de la COHERENCIA, tales como Esquilo, Molière, Juan Carlos Ghiano, Calderón de la Barca, Armando Discépolo, Terencio, William Shakespeare o Racine.(La lista es mucho más larga).
Cómo es posible, entonces, que esa COHERENCIA mantenida sin renuncios y a pesar de todas las burdas desviaciones que se le imponían desde el seno de la propia Universidad, no haya privado a la hora de decidir quienes asumieron el manejo de los entes culturales en la Argentina recuperada para la vida en democracia, que el TUBA había sido “cómplice” de la dictadura y por lo tanto merecía el castigo del destierro…?
Del destierro de la Memoria, que es el peor y más atroz de los destierros.
miércoles, 28 de julio de 2010
BORROSAS, LEJANAS IMÁGENES DE UN TEATRO “IDO CON EL VIENTO”
El hecho escénico es siempre inaferrable, así sea que haya ocurrido hace apenas unos instantes como que ya estén de por medio tres décadas desde que finalizó, como es el caso del TUBA. “Gone with the wind”, es el título original del famoso film “Lo que el viento se llevó” y viene muy al caso traerlo a colación.
Del TUBA habían quedado unas seis horas filmadas en Super-8, en colores y en blanco y negro y una de sus más de cien producciones escénicas, la de “Las coéforas”, de Esquilo (de 1982), se llegó a registrar completa en videocassette, en el obsoleto formato Betamax. Todo ese material también se lo llevó el viento, porque tanto el celuloide como las imágenes de video se “disuelven” paulatinamente con el paso de los años.
Quedaron, en cambio, unas 400 o más fotografías y alrededor de ocho horas de sonido grabado originalmente en cassette y luego pasado a CD. Parte de ello está ahora volcado en este Blog y ya es dominio del mundo.
Tanto lo que quedó como lo que se perdió, aunque se pudiera volver a reunir hoy en perfecto estado de conservación, no alcanzaría para “revivir”, de un modo entendible y valorable por parte de los jóvenes del presente abocados a la práctica del drama, cómo fueron aquellos nueve años de intensa, apasionada y febril epopeya del Teatro Universitario de Buenos Aires.
Verán aquí, en este capítulo, unas seis de esas cuatrocientas imágenes sobrevivientes. A dónde apunto con la inclusión de esa mínima selección…?: fundamentalmente, a intentar demostrar que el TUBA no sólo fue un ente divulgador de textos de enjundia, sino que, en medio de sus enormes precariedades, buscó mostrarlos con criterio artístico no exento de imaginación y belleza.
Un agudo crítico, Arturo Romay, dijo cierta vez, hablando de mis montajes anteriores a la historia del TUBA: “Ariel Quiroga se recrea en cada una de sus realizaciones a través de un sentido plástico perseguido incansablemente, inusual en el teatro de nuestro tiempo”.
Ese mismo “sentido plástico” (con la sola ayuda de unos pocos focos, un montón de maderas y de trapos remendados y vueltos a teñir para cada obra), hizo que el TUBA no apareciese como uno más de esos elencos de estudiantes, desentendidos de lo formal, (tal vez por suponer que el esteticismo es sólo un resabio de épocas superadas y decadentes).
Acaso el axioma de Stanislavski no fue que el teatro debía servir para “recrear los sucesos del espíritu humano con Verdad y también con Belleza”…?.
Del TUBA habían quedado unas seis horas filmadas en Super-8, en colores y en blanco y negro y una de sus más de cien producciones escénicas, la de “Las coéforas”, de Esquilo (de 1982), se llegó a registrar completa en videocassette, en el obsoleto formato Betamax. Todo ese material también se lo llevó el viento, porque tanto el celuloide como las imágenes de video se “disuelven” paulatinamente con el paso de los años.
Quedaron, en cambio, unas 400 o más fotografías y alrededor de ocho horas de sonido grabado originalmente en cassette y luego pasado a CD. Parte de ello está ahora volcado en este Blog y ya es dominio del mundo.
Tanto lo que quedó como lo que se perdió, aunque se pudiera volver a reunir hoy en perfecto estado de conservación, no alcanzaría para “revivir”, de un modo entendible y valorable por parte de los jóvenes del presente abocados a la práctica del drama, cómo fueron aquellos nueve años de intensa, apasionada y febril epopeya del Teatro Universitario de Buenos Aires.
Verán aquí, en este capítulo, unas seis de esas cuatrocientas imágenes sobrevivientes. A dónde apunto con la inclusión de esa mínima selección…?: fundamentalmente, a intentar demostrar que el TUBA no sólo fue un ente divulgador de textos de enjundia, sino que, en medio de sus enormes precariedades, buscó mostrarlos con criterio artístico no exento de imaginación y belleza.
Un agudo crítico, Arturo Romay, dijo cierta vez, hablando de mis montajes anteriores a la historia del TUBA: “Ariel Quiroga se recrea en cada una de sus realizaciones a través de un sentido plástico perseguido incansablemente, inusual en el teatro de nuestro tiempo”.
Ese mismo “sentido plástico” (con la sola ayuda de unos pocos focos, un montón de maderas y de trapos remendados y vueltos a teñir para cada obra), hizo que el TUBA no apareciese como uno más de esos elencos de estudiantes, desentendidos de lo formal, (tal vez por suponer que el esteticismo es sólo un resabio de épocas superadas y decadentes).
Acaso el axioma de Stanislavski no fue que el teatro debía servir para “recrear los sucesos del espíritu humano con Verdad y también con Belleza”…?.
domingo, 25 de julio de 2010
LA CEREMONIA DE TODAS LAS NOCHES, DURANTE NUEVE AÑOS
No puedo recordar cuándo se tomó esta foto, pero pudo haber sido cualquiera de los tres mil doscientos ochenta y tantos días de vida del Teatro Universitario de Buenos Aires (el TUBA).
La misma imagen todas las noches, a eso de las siete y media de la tarde, invierno y verano, con la Universidad funcionando o no, de lunes a lunes (en realidad los sábados y domingos la actividad empezaba mucho antes de las siete y media de la tarde: pasado el mediodía ya estábamos golpeando la vetusta puerta de Corrientes 2038, para empezar a preparar las seis o más funciones de fin de semana).
Para quien la vea hoy, (o incluso en aquel momento, no teniendo nada que ver con el TUBA), la foto no ofrece mayor significado: es un grupo de gente, aparentemente joven, desplazándose de un lado a otro en un sitio indeterminado.
Es, sin embargo, el testimonio de la llegada de las huestes del TUBA a una de sus jornadas de trabajo, en el escenario de la que era su sala, en el viejo edificio de la UBA sito en la avenida Corrientes al 2038 (donde, con una fisonomía totalmente renovada, está hoy el Centro Cultural Rojas).
Advertirán que ya hay un “tempranero” a punto de encaramarse en una escalera. Los puentes de luces necesitan de mucho cuidado, para que los focos no se apaguen en el momento menos oportuno, en medio de una función.
“Hacer de todo en el teatro y PARA el teatro”, era la propuesta que los atraía cada noche, llegando de sus estudios en las facultades o de sus trabajos rentados. Salvo algún que otro graduado, la generalidad rondaba los 22, 24 años y se hallaba en ese momento crucial de las carreras universitarias, en que la pregunta más acuciante es: “Sigo o largo todo mañana mismo…?”.
Quiero ser optimista y pensar que el teatro (ese TUBA en el que se habían enrolado como en un credo, en una militancia, en un ideal de lucha), les permitía sentirse un poco más PERTENECIENTES y tal vez un poco más ligados a esa Universidad fría, dispersa, inhóspita (y encima, en esa época, amenazante como las mazmorras de la Inquisición), tan distinta en su metódica de funcionamiento a las universidades del interior en Argentina y ni que hablar de las europeas, con sus centenarios claustros donde el estudiante VIVE y comparte la totalidad de sus horas con cientos de otros estudiantes, ya sea en las aulas, los laboratorios, los comedores, los dormitorios, las canchas de deportes…y también los ensayos de teatro o de música coral o de cámara, en el Centro de Drama abierto a todas las disciplinas.
Vuelvo a la foto: están llegando para una jornada más en el TUBA y traen a cuestas sus bolsos con libros y apuntes…pero también con la ropa del teatro, para “enroñarse” con la “tierra sagrada” (como la llamaba Alejandra Boero), que abunda en los rincones de cada escenario, entre trastos de decorados viejos y las maderas y telas de otros por construir.
Era difícil seguir un cronograma muy estricto de ensayos de las obras programadas para ingresar al repertorio del TUBA. Recién cuando podía enterarme con quienes contaba para esa noche, yo podía decidir: “Hoy vamos a trabajar en el cuarto acto de “El brujo del bosque”, aquí en el escenario y los de “El misántropo” van a subir a la cancha de pelota, a repasar lo que se marcó la semana pasada”. (Aclaración necesaria: tanto “El brujo del bosque”, de Chéjov como “El misántropo”, de Molière, se ensayaron durante largos meses en el invierno de 1978, pero desistimos de mostrarlas al público, como tantos otros títulos que en la historia del TUBA no pasaron de la etapa de experimentación. No es grave, porque fueron más los que sí se estrenaron y estuvieron en cartel durante largo tiempo).
Decidido quienes, entre los presentes de esa noche, iban a tener “el privilegio” de “trabajar de actores”, entre los que quedaban libres se organizaba la distribución de las tareas artesanales o la salida a las calles, para la repartija de volantes de cada noche.
A una colega de mis épocas de teatro profesional que vino cierta vez a ver (a curiosear) cómo funcionaba el TUBA por dentro, la dejó boquiabierta presenciar cómo, con total espontaneidad, unos se abocaban a una tarea y otros a otra, sin cuestionamientos ni “posturas” individualistas.
El espíritu de integración y amor a todas las cosas por igual que hacen al devenir de un teatro de repertorio (que yo había aprendido en los libros de Barrault y practicado durante años junto a la Boero y Asquini, en Nuevo Teatro), estuvo fielmente trasladado a la vida del TUBA, en forma sostenida, durante esos quizá hoy irrepetibles nueve años.
Por eso la foto de este momento de llegada tiene tanto significado. Llegaban, como en el poema de Francisquito de Asís, con el espíritu dispuesto a dar…y con los pies descalzos.
La misma imagen todas las noches, a eso de las siete y media de la tarde, invierno y verano, con la Universidad funcionando o no, de lunes a lunes (en realidad los sábados y domingos la actividad empezaba mucho antes de las siete y media de la tarde: pasado el mediodía ya estábamos golpeando la vetusta puerta de Corrientes 2038, para empezar a preparar las seis o más funciones de fin de semana).
Para quien la vea hoy, (o incluso en aquel momento, no teniendo nada que ver con el TUBA), la foto no ofrece mayor significado: es un grupo de gente, aparentemente joven, desplazándose de un lado a otro en un sitio indeterminado.
Es, sin embargo, el testimonio de la llegada de las huestes del TUBA a una de sus jornadas de trabajo, en el escenario de la que era su sala, en el viejo edificio de la UBA sito en la avenida Corrientes al 2038 (donde, con una fisonomía totalmente renovada, está hoy el Centro Cultural Rojas).
Advertirán que ya hay un “tempranero” a punto de encaramarse en una escalera. Los puentes de luces necesitan de mucho cuidado, para que los focos no se apaguen en el momento menos oportuno, en medio de una función.
“Hacer de todo en el teatro y PARA el teatro”, era la propuesta que los atraía cada noche, llegando de sus estudios en las facultades o de sus trabajos rentados. Salvo algún que otro graduado, la generalidad rondaba los 22, 24 años y se hallaba en ese momento crucial de las carreras universitarias, en que la pregunta más acuciante es: “Sigo o largo todo mañana mismo…?”.
Quiero ser optimista y pensar que el teatro (ese TUBA en el que se habían enrolado como en un credo, en una militancia, en un ideal de lucha), les permitía sentirse un poco más PERTENECIENTES y tal vez un poco más ligados a esa Universidad fría, dispersa, inhóspita (y encima, en esa época, amenazante como las mazmorras de la Inquisición), tan distinta en su metódica de funcionamiento a las universidades del interior en Argentina y ni que hablar de las europeas, con sus centenarios claustros donde el estudiante VIVE y comparte la totalidad de sus horas con cientos de otros estudiantes, ya sea en las aulas, los laboratorios, los comedores, los dormitorios, las canchas de deportes…y también los ensayos de teatro o de música coral o de cámara, en el Centro de Drama abierto a todas las disciplinas.
Vuelvo a la foto: están llegando para una jornada más en el TUBA y traen a cuestas sus bolsos con libros y apuntes…pero también con la ropa del teatro, para “enroñarse” con la “tierra sagrada” (como la llamaba Alejandra Boero), que abunda en los rincones de cada escenario, entre trastos de decorados viejos y las maderas y telas de otros por construir.
Era difícil seguir un cronograma muy estricto de ensayos de las obras programadas para ingresar al repertorio del TUBA. Recién cuando podía enterarme con quienes contaba para esa noche, yo podía decidir: “Hoy vamos a trabajar en el cuarto acto de “El brujo del bosque”, aquí en el escenario y los de “El misántropo” van a subir a la cancha de pelota, a repasar lo que se marcó la semana pasada”. (Aclaración necesaria: tanto “El brujo del bosque”, de Chéjov como “El misántropo”, de Molière, se ensayaron durante largos meses en el invierno de 1978, pero desistimos de mostrarlas al público, como tantos otros títulos que en la historia del TUBA no pasaron de la etapa de experimentación. No es grave, porque fueron más los que sí se estrenaron y estuvieron en cartel durante largo tiempo).
Decidido quienes, entre los presentes de esa noche, iban a tener “el privilegio” de “trabajar de actores”, entre los que quedaban libres se organizaba la distribución de las tareas artesanales o la salida a las calles, para la repartija de volantes de cada noche.
A una colega de mis épocas de teatro profesional que vino cierta vez a ver (a curiosear) cómo funcionaba el TUBA por dentro, la dejó boquiabierta presenciar cómo, con total espontaneidad, unos se abocaban a una tarea y otros a otra, sin cuestionamientos ni “posturas” individualistas.
El espíritu de integración y amor a todas las cosas por igual que hacen al devenir de un teatro de repertorio (que yo había aprendido en los libros de Barrault y practicado durante años junto a la Boero y Asquini, en Nuevo Teatro), estuvo fielmente trasladado a la vida del TUBA, en forma sostenida, durante esos quizá hoy irrepetibles nueve años.
Por eso la foto de este momento de llegada tiene tanto significado. Llegaban, como en el poema de Francisquito de Asís, con el espíritu dispuesto a dar…y con los pies descalzos.
GEORG BÜCHNER: EL DESENCANTO BURLON
El alemán Georg Büchner nació en 1813, unos 117 años antes que los ingleses John Osborne (1929) y Harold Pinter (1930). Su iracundia, su inconformismo para con la sociedad de su tiempo, sin embargo, no le va en zaga al de los célebres dramaturgos contemporáneos (Osborne falleció en 1994 y Pinter en 2008).
La pregunta que debemos hacernos ante la obra de Büchner es: adónde hubiera ido a parar este “enfant terrible”, si no hubiese muerto de tifus a los 24 años, luego de dar una conferencia en la Universidad…?. Hasta tal punto llega su increíble actualidad, que asombra descubrir que ya en 1828, mientras cursaba los estudios secundarios, empezó a interesarse por la política, para terminar fundando, sólo unos pocos años más tarde, una “Sociedad para los Derechos Humanos”…!!!
Convertido en estudiante de medicina y pese a haberle prometido a sus padres que se mantendría apartado de los movimientos subversivos que solían protagonizar los universitarios de la época (cuántas similitudes con el Mayo Francés del ’68…), el joven George se enrola en los grupos de activistas estudiantiles que defienden la revolución como único medio capaz de cambiar un orden social que consideran injusto. En una carta escrita al dramaturgo y periodista Karl Gutzkow, afirma que "la lucha entre ricos y pobres es el único combate revolucionario que merece ser librado en el mundo". Como autor de obras de teatro, Büchner logró que se lo considere uno de los mayores dramaturgos de todos los tiempos, precursor de varios estilos, entre ellos el del teatro del absurdo, del expresionismo y fundamentalmente, del sarcasmo irreverente de los iracundos Pinter y Osborne, que no dejaron “títere con cabeza” en la vieja Albión de los años cincuenta del Siglo XX.Luego de estas breves referencias sobre quien fuera considerado por Carl Zuckmayer como “el gran modelo de todo el teatro moderno”, se imaginan ustedes, jóvenes teatristas e investigadores de hoy, mediados de 2010, (si es que se han puesto a seguir este Blog), lo que significó como DESAFIO a una época tan tenebrosa como la que la Argentina atravesaba en 1978, que el Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA), incorporase ese año a su repertorio nada menos que DOS de las obras escritas para la escena por Georg Büchner: “Leonce y Lena” (nunca antes dada en la Argentina) y la inconclusa pero lapidaria “Woyzeck”…?
Y pensar que cuando el TUBA debió cerrarse, agobiado por las detracciones que “le prodigaba” la propia Universidad que le daba su nombre, en junio de 1983, hubo quienes, desde ciertos lugares de la cultura y el periodismo, dijeron que “nos íbamos para desprendernos del “Proceso” del que habíamos sido cómplices”…!!!!.
Que “Woyzeck” fue prohibida por la Dirección de Cultura de la UBA a la tercera representación ya lo he contado varias veces a lo largo del derrotero de este Blog (incluso está el audio casi completo de esa tercera representación, a cuyo término nos cayó la maléfica prohibición).
“Leonce y Lena”, en cambio, les pasó “casi” desapercibida a aquellos torpes e irracionales censores. Seguramente los distrajo la anécdota, casi cuento de hadas entre un príncipe errante y una princesa fugitiva, que se encuentran en medio de un bosque y se enamoran perdidamente, ignorantes de que ambos estaban destinados a casarse por decreto de sus respectivos padres, siendo ese compromiso urdido a sus espaldas el origen de su fuga.
Pero “Leonce y Lena” no es para nada una fábula inocente. Su trasfondo es todo lo ácido y ferozmente crítico respecto de lo que la sociedad define como “buenas costumbres” que un inconformista y un desilusionado como Büchner era capaz de urdir. A continuación, dos breves momentos de audio, tomados de una función de “Leonce y Lena” en la sala del TUBA (Corrientes 2038), en agosto de 1978, extraídos al azar de la grabación completa del espectáculo:
La pregunta que debemos hacernos ante la obra de Büchner es: adónde hubiera ido a parar este “enfant terrible”, si no hubiese muerto de tifus a los 24 años, luego de dar una conferencia en la Universidad…?. Hasta tal punto llega su increíble actualidad, que asombra descubrir que ya en 1828, mientras cursaba los estudios secundarios, empezó a interesarse por la política, para terminar fundando, sólo unos pocos años más tarde, una “Sociedad para los Derechos Humanos”…!!!
Convertido en estudiante de medicina y pese a haberle prometido a sus padres que se mantendría apartado de los movimientos subversivos que solían protagonizar los universitarios de la época (cuántas similitudes con el Mayo Francés del ’68…), el joven George se enrola en los grupos de activistas estudiantiles que defienden la revolución como único medio capaz de cambiar un orden social que consideran injusto. En una carta escrita al dramaturgo y periodista Karl Gutzkow, afirma que "la lucha entre ricos y pobres es el único combate revolucionario que merece ser librado en el mundo". Como autor de obras de teatro, Büchner logró que se lo considere uno de los mayores dramaturgos de todos los tiempos, precursor de varios estilos, entre ellos el del teatro del absurdo, del expresionismo y fundamentalmente, del sarcasmo irreverente de los iracundos Pinter y Osborne, que no dejaron “títere con cabeza” en la vieja Albión de los años cincuenta del Siglo XX.Luego de estas breves referencias sobre quien fuera considerado por Carl Zuckmayer como “el gran modelo de todo el teatro moderno”, se imaginan ustedes, jóvenes teatristas e investigadores de hoy, mediados de 2010, (si es que se han puesto a seguir este Blog), lo que significó como DESAFIO a una época tan tenebrosa como la que la Argentina atravesaba en 1978, que el Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA), incorporase ese año a su repertorio nada menos que DOS de las obras escritas para la escena por Georg Büchner: “Leonce y Lena” (nunca antes dada en la Argentina) y la inconclusa pero lapidaria “Woyzeck”…?
Y pensar que cuando el TUBA debió cerrarse, agobiado por las detracciones que “le prodigaba” la propia Universidad que le daba su nombre, en junio de 1983, hubo quienes, desde ciertos lugares de la cultura y el periodismo, dijeron que “nos íbamos para desprendernos del “Proceso” del que habíamos sido cómplices”…!!!!.
Que “Woyzeck” fue prohibida por la Dirección de Cultura de la UBA a la tercera representación ya lo he contado varias veces a lo largo del derrotero de este Blog (incluso está el audio casi completo de esa tercera representación, a cuyo término nos cayó la maléfica prohibición).
“Leonce y Lena”, en cambio, les pasó “casi” desapercibida a aquellos torpes e irracionales censores. Seguramente los distrajo la anécdota, casi cuento de hadas entre un príncipe errante y una princesa fugitiva, que se encuentran en medio de un bosque y se enamoran perdidamente, ignorantes de que ambos estaban destinados a casarse por decreto de sus respectivos padres, siendo ese compromiso urdido a sus espaldas el origen de su fuga.
Pero “Leonce y Lena” no es para nada una fábula inocente. Su trasfondo es todo lo ácido y ferozmente crítico respecto de lo que la sociedad define como “buenas costumbres” que un inconformista y un desilusionado como Büchner era capaz de urdir. A continuación, dos breves momentos de audio, tomados de una función de “Leonce y Lena” en la sala del TUBA (Corrientes 2038), en agosto de 1978, extraídos al azar de la grabación completa del espectáculo:
miércoles, 21 de julio de 2010
LA RESOLUCION QUE DEBERIA HABER CAMBIADO LA HISTORIA
En algún lugar de este Blog, o tal vez en más de uno, debo haber contado porqué se cerró (porqué cerramos) el TUBA en junio de 1983. Trataré de contarlo de nuevo aquí, en la forma más resumida posible:
La Universidad de Mar del Plata nos había convocado en 1982 para una actuación en el Auditorium (el enorme teatro que funciona en el primer piso del Casino), que resultó un éxito de proporciones (ofrecimos en una misma noche “Stéfano”, de Discépolo y “El día que mataron a Batman”, del estudiante de derecho e integrante del TUBA Daniel Hadis). Ese había sido el comienzo de un intercambio cultural, con miras a que la Universidad de Mar del Plata pudiese contar con un elenco universitario a la par del nuestro, que ya llevaba nueve años de historia.
Para el período de vacaciones de invierno de 1983, Mar del Plata volvía a invitarnos, pero esta vez para actuar unos quince días seguidos, también en el Auditorium. Nuestro propósito era volver a llevar “Stéfano”, más el agregado de dos estrenos: el de “El gajo de enebro”, de Eduardo Mallea y “Fantasio”, de Alfred de Musset.
Cuando llegó la hora de aprontar las cuestiones administrativas de nuestro viaje, desde el Rectorado de la UBA contestaron que no se podía autorizar una partida de viáticos para los 17 integrantes del TUBA que integraban los planteles de las tres obras, porque “no eran personal rentado de la Universidad”.
Aclaro que los gastos de alojamiento y comida de los dos días de estadía en Mar del Plata de ocho integrantes, el año anterior, los había solventado yo, con mi sueldo de Jefe de Departamento de Teatro, pero esta vez no iba a poder hacer lo mismo, tratándose de quince días y de un plantel superior al doble en número.
Luché y rogué hasta último momento para que se encontrase una solución, pero la última respuesta que me mandó por intermedio de su secretaria el Dr. Jorge Luis García Venturini (por entonces a cargo de la Dirección de Cultura) fue “que nos arreglásemos como pudiésemos, que pidiésemos alojamiento y comida en domicilios de estudiantes de la Universidad de Mar del Plata y que sino, nos quedásemos en Buenos Aires”.
Esto fue el viernes 3 de junio de 1983. Hacía apenas un mes había fallecido mi madre y yo había concurrido a hacer mis tareas en el Teatro la semana de su internación en el Hospital Italiano y el mismo día en que falleció. Redacté a las apuradas una renuncia indeclinable, que alcancé a ingresar a última hora en la Mesa de Entradas del Rectorado.
En pocas pero contundentes palabras, volqué todo el oprobio, la mortificación y el ultraje que tanto yo como los jóvenes que habían participado en la vida del TUBA, habíamos sufrido estoicamente durante nueve años seguidos, sin poder mencionar un solo día de esos nueve años en que no hubiésemos sido hostigados, amenazados, censurados estúpidamente y basureados con ensañamiento digno de mejor causa, tanto por los funcionarios como por los empleados rasos y hasta por el personal de maestranza de la Dirección de Cultura de la Universidad de Buenos Aires.
La reacción no se hizo esperar. El Rector dictó de inmediato una Resolución (Nº 957/83), por la que rechazaba los términos de mi renuncia y me dejaba cesante.
La idea de iniciar un recurso contra ese rechazo de los términos de mi renuncia provino de uno de los integrantes del elenco, que estudiaba derecho. Yo lo dejé hacer, sin importarme mayormente lo que pudiera pasar con el tal recurso. Estaba demasiado abatido por la decisión que me habían obligado a tomar: la de desmantelar y cerrar ese Teatro que tantos desvelos y contratiempos nos había insumido remontarlo.
Pasó el tiempo. El grupo de unos 40 que renunció conmigo (simbólicamente, porque para la Universidad no existían), comenzó a dispersarse. Mis intentos por reabrir el TUBA en otra parte no resultaron. Asuntos Jurídicos de la UBA se pronunció en contra de mi reclamo, pero como se trataba de un “recurso de alzada”, pasó al entonces Ministerio de Educación y Justicia. Un buen día de 1986, tres años más tarde, recibí una citación del Ministerio. Era un abogado el que me citaba (no retuve ni su nombre ni su rostro), para entregarme la copia de una Resolución, firmada por el entonces Ministro de Educación y Justicia, Dr. Carlos Alconada Aramburu.
Esa Resolución (Nº 1134, de fecha 15 de mayo de 1986), obligaba a la Universidad a ACEPTAR los términos de mi renuncia, con una frase cuya importancia no advertí ni supe capitalizar en aquel momento ni en los años que siguieron: “EL RECURRENTE ES MERECEDOR DE QUE SE RECONOZCA SU DERECHO A LA RENUNCIA EN LOS TÉRMINOS EN QUE FUE FORMULADA… PORQUE SE TRATA DE UNA POSTURA ÉTICA QUE TIENE RELEVANCIA JURÍDICA”.
Por una vez, en mi caso, la Justicia había sido ciega y sorda y había reconocido la RELEVANCIA JURÍDICA que una renuncia basada en principios ÉTICOS debe tener.
El valor de esa Resolución, en términos de resarcimiento moral, era inmenso, pero no sirvió para que los Rectores de la Argentina en democracia (Delich, Shuberoff, Jaim Etcheverry) tomaran en cuenta mis decenas de petitorios para que el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA) volviera a existir.
Sigo pensando que esa Resolución del Ministerio de Educación y Justicia debería haber podido cambiar la historia, aunque por lo visto las razones éticas justificando una renuncia no son muy atendibles, en medio de un orden institucional en el que gobernantes, legisladores, funcionarios, educadores y hasta religiosos se muestran tan reacios a dignificar con sus espontáneas renuncias las malas (cuando no corruptas) gestiones de las que son responsables.
La Universidad de Mar del Plata nos había convocado en 1982 para una actuación en el Auditorium (el enorme teatro que funciona en el primer piso del Casino), que resultó un éxito de proporciones (ofrecimos en una misma noche “Stéfano”, de Discépolo y “El día que mataron a Batman”, del estudiante de derecho e integrante del TUBA Daniel Hadis). Ese había sido el comienzo de un intercambio cultural, con miras a que la Universidad de Mar del Plata pudiese contar con un elenco universitario a la par del nuestro, que ya llevaba nueve años de historia.
Para el período de vacaciones de invierno de 1983, Mar del Plata volvía a invitarnos, pero esta vez para actuar unos quince días seguidos, también en el Auditorium. Nuestro propósito era volver a llevar “Stéfano”, más el agregado de dos estrenos: el de “El gajo de enebro”, de Eduardo Mallea y “Fantasio”, de Alfred de Musset.
Cuando llegó la hora de aprontar las cuestiones administrativas de nuestro viaje, desde el Rectorado de la UBA contestaron que no se podía autorizar una partida de viáticos para los 17 integrantes del TUBA que integraban los planteles de las tres obras, porque “no eran personal rentado de la Universidad”.
Aclaro que los gastos de alojamiento y comida de los dos días de estadía en Mar del Plata de ocho integrantes, el año anterior, los había solventado yo, con mi sueldo de Jefe de Departamento de Teatro, pero esta vez no iba a poder hacer lo mismo, tratándose de quince días y de un plantel superior al doble en número.
Luché y rogué hasta último momento para que se encontrase una solución, pero la última respuesta que me mandó por intermedio de su secretaria el Dr. Jorge Luis García Venturini (por entonces a cargo de la Dirección de Cultura) fue “que nos arreglásemos como pudiésemos, que pidiésemos alojamiento y comida en domicilios de estudiantes de la Universidad de Mar del Plata y que sino, nos quedásemos en Buenos Aires”.
Esto fue el viernes 3 de junio de 1983. Hacía apenas un mes había fallecido mi madre y yo había concurrido a hacer mis tareas en el Teatro la semana de su internación en el Hospital Italiano y el mismo día en que falleció. Redacté a las apuradas una renuncia indeclinable, que alcancé a ingresar a última hora en la Mesa de Entradas del Rectorado.
En pocas pero contundentes palabras, volqué todo el oprobio, la mortificación y el ultraje que tanto yo como los jóvenes que habían participado en la vida del TUBA, habíamos sufrido estoicamente durante nueve años seguidos, sin poder mencionar un solo día de esos nueve años en que no hubiésemos sido hostigados, amenazados, censurados estúpidamente y basureados con ensañamiento digno de mejor causa, tanto por los funcionarios como por los empleados rasos y hasta por el personal de maestranza de la Dirección de Cultura de la Universidad de Buenos Aires.
La reacción no se hizo esperar. El Rector dictó de inmediato una Resolución (Nº 957/83), por la que rechazaba los términos de mi renuncia y me dejaba cesante.
La idea de iniciar un recurso contra ese rechazo de los términos de mi renuncia provino de uno de los integrantes del elenco, que estudiaba derecho. Yo lo dejé hacer, sin importarme mayormente lo que pudiera pasar con el tal recurso. Estaba demasiado abatido por la decisión que me habían obligado a tomar: la de desmantelar y cerrar ese Teatro que tantos desvelos y contratiempos nos había insumido remontarlo.
Pasó el tiempo. El grupo de unos 40 que renunció conmigo (simbólicamente, porque para la Universidad no existían), comenzó a dispersarse. Mis intentos por reabrir el TUBA en otra parte no resultaron. Asuntos Jurídicos de la UBA se pronunció en contra de mi reclamo, pero como se trataba de un “recurso de alzada”, pasó al entonces Ministerio de Educación y Justicia. Un buen día de 1986, tres años más tarde, recibí una citación del Ministerio. Era un abogado el que me citaba (no retuve ni su nombre ni su rostro), para entregarme la copia de una Resolución, firmada por el entonces Ministro de Educación y Justicia, Dr. Carlos Alconada Aramburu.
Esa Resolución (Nº 1134, de fecha 15 de mayo de 1986), obligaba a la Universidad a ACEPTAR los términos de mi renuncia, con una frase cuya importancia no advertí ni supe capitalizar en aquel momento ni en los años que siguieron: “EL RECURRENTE ES MERECEDOR DE QUE SE RECONOZCA SU DERECHO A LA RENUNCIA EN LOS TÉRMINOS EN QUE FUE FORMULADA… PORQUE SE TRATA DE UNA POSTURA ÉTICA QUE TIENE RELEVANCIA JURÍDICA”.
Por una vez, en mi caso, la Justicia había sido ciega y sorda y había reconocido la RELEVANCIA JURÍDICA que una renuncia basada en principios ÉTICOS debe tener.
El valor de esa Resolución, en términos de resarcimiento moral, era inmenso, pero no sirvió para que los Rectores de la Argentina en democracia (Delich, Shuberoff, Jaim Etcheverry) tomaran en cuenta mis decenas de petitorios para que el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA) volviera a existir.
Sigo pensando que esa Resolución del Ministerio de Educación y Justicia debería haber podido cambiar la historia, aunque por lo visto las razones éticas justificando una renuncia no son muy atendibles, en medio de un orden institucional en el que gobernantes, legisladores, funcionarios, educadores y hasta religiosos se muestran tan reacios a dignificar con sus espontáneas renuncias las malas (cuando no corruptas) gestiones de las que son responsables.
martes, 20 de julio de 2010
TRABAJOS DE AMOR "NO" PERDIDOS
“Trabajos de amor perdidos” es una de las comedias más tempranas de William Shakespeare. Su incisivo lenguaje poético tiene la impronta de lo desbordado, lo pasional y lo espontáneo.
Desbordado, pasional y espontáneo como lo fue el vuelco de voluntades jóvenes que el Teatro Universitario de Buenos Aires logró capitalizar durante muchos años (porque NUEVE años de labor en continuidad son MUCHOS para una actividad de este tipo, sujeta a una constante renovación de sus huestes estudiantiles).
Merced a ese vuelco de voluntades, altruista, desinteresado, exento de segundas intenciones, un hombre de teatro avezado como era yo cuando abordé la creación del TUBA (con cerca de 40 años de edad y la mitad de ellos transcurridos en la escena profesional), pudo contar, por primera vez en su carrera, con un elemento humano fértil, incontaminado, maravillosamente libre de crispaciones y urgencias exitistas, que me permitió cumplir con un proyecto anhelado desde los primeros años de la década del sesenta, cuando con Emilio Stevanovich intentamos reflotar el Teatro Universitario de la Facultad de Derecho (aquel que en los años cuarenta había capitaneado Antonio Cunill Cabanellas, con Fanny Navarro, Duilio Marzio y Pepe Soriano como “alumnos” prometedores), encontrándonos con los centros de estudiantes de derecha e izquierda prácticamente a los tiros y una encargada del área de extensión de la facultad, que nos dijo: “Emilio, Ariel, aquí no se puede hacer teatro, porque enseguida copan los comunistas, que son los únicos que se interesan por la cultura” (cita textual).
Tuve a mi disposición en el TUBA, para moldearlos en mi concepto de “ser individuo de teatro en forma integral” (o sea: actor, tramoyista, iluminador, atleta de los andamios y barredor de sala), a cientos de jóvenes de una generación diezmada, que me brindaron sus plenitudes para que yo pudiese edificar ese TUBA, que existió nueve años haciendo notables repertorios y cuya función social como centro de investigación y desarrollo de la dramática todavía, a 27 años de su extinción, no ha podido ser igualada.
Ninguno de aquellos jóvenes, cuando empezaron a pasar los años, pudiendo comprobar como todo lo que contribuyó cada uno de ellos a cimentar y fortalecer había caído en el más oprobioso de los olvidos, me buscó para reclamarme: “Y para esto nos hiciste trabajar tanto, Ariel…?”, “No era que nuestro teatro, como vos nos decías, iba a trascender las fronteras y ser tenido como ejemplo en el mundo…?”.
Es evidente que vivieron su pasión por la vida de teatro que yo les hice experimentar, con la misma espontaneidad con que afrontaron sus primeros amores de juventud. Lo hermoso de los apasionamientos juveniles es que, al diluirse, no dejan cicatriz. En realidad, no son, como en la comedia de Shakespeare, “TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS”. Son “trabajos de amor” de un momento, de unos años de la juventud, que con el devenir del tiempo se diluyen, superados por otras experiencias, mejores o peores.
Yo también trabajé de obrero, de actor, de tramoyista y de limpia basura en mis años junto a la Boero y Asquini, en Nuevo Teatro, y de aquellas jornadas agotadoras no me acuerdo como algo desagradable, que preferiría no haber vivido, porque (entre muchas otras cosas), tuve la suerte de haber intervenido en la construcción del Apolo (que se llamó Lorange un tiempo largo, pero ha vuelto a ser “el Apolo”), en lugar de pasarme las madrugadas en los cafés de Corrientes, a la espera de “contactos” para poder salir en la tapa de Radiolandia.
Sin embargo, me sucede a menudo que me acometen efluvios de culpabilidad, por haberlos arrastrado a todos aquellos entusiastas de la bohemia escénica del TUBA, a tanto derroche de energía y de desesperada búsqueda del sentido último del drama representado.
“Era necesario hacer tantos espectáculos al mismo tiempo…?”, me digo. “No era una locura eso de estar estrenando dos obras en la sala de Corrientes 2038 mientras otra parte del elenco se estaba presentando en el Auditorium de Mar del Plata o en la Sala de las Américas de la Universidad de Córdoba, con una o dos obras más…?”, me reprocho. “Y obligarlos a quedarse sin dormir tola una noche, escondidos en el edificio de Corrientes 2038, para pintar el techo y las paredes del escenario de negro, para crear “la caja infinita” para “La vida es sueño”…?”, intento contestarme, pero de inmediato me corrijo: “Obligarlos…? NO, yo no los obligaba en absoluto. Ellos QUERIAN y ellos ME EXIGIERON HACERLO, sino al día siguiente, vociferaban, no se va a poder estrenar “La vida es sueño”…!!!”.
Esa conciencia del deber (del deber ante el público, o sea: ante la sociedad) se la debo haber inculcado yo, pero nunca con “discursillos” de “maestro que todo lo sabe”. Si fui yo quien les metió en el alma la noción del COMPROMISO, fue a partir de mi PROPIO EJEMPLO DE COMPROMISO.
Por eso, agradezco a la periodista de Clarín (la por entonces jovencísima María Ana Rago), haber puesto como título a la nota que surgió de una charla de más de cinco horas en un café de la barriada de Constitución, “COMPROMISO CON LA VIDA”, cuando en 2004 el diario tuvo la gentileza de recordar que se cumplían 30 años de la creación del TUBA.
Hoy, a los 70 años, recapitulo sobre qué fue esto de “estar vivo hasta aquí” (mientras deambulo por la arena húmeda de nieve reciente, en una desierta playa de Mar del Plata) y me planteo serenamente: No me casé, no tuve hijos, no me recibí de ninguna carrera universitaria, debí trabajar 46 años en una oficina pública, no me han quedado familiares ni lejanos ni cercanos, los amigos del teatro se fueron “de gira” la mayoría…pero hice que la Universidad de Buenos Aires, durante nueve años, tuviese activo y desafiante un Teatro de Repertorio, en el que unos 1.600 jóvenes bien intencionados, aunque torpes, inconscientes, frenéticos y enardecidos de pasión, trabajaron a rajatabla, sacándole chispas al disfrute de sus transpiraciones.
Ni los de ellos ni los míos fueron, al fin de cuentas, “trabajos de amor perdidos” y debemos estar agradecidos a la oportunidad que nos dio la Vida de haber podido hacerlos con tan insolente prepotencia.
Desbordado, pasional y espontáneo como lo fue el vuelco de voluntades jóvenes que el Teatro Universitario de Buenos Aires logró capitalizar durante muchos años (porque NUEVE años de labor en continuidad son MUCHOS para una actividad de este tipo, sujeta a una constante renovación de sus huestes estudiantiles).
Merced a ese vuelco de voluntades, altruista, desinteresado, exento de segundas intenciones, un hombre de teatro avezado como era yo cuando abordé la creación del TUBA (con cerca de 40 años de edad y la mitad de ellos transcurridos en la escena profesional), pudo contar, por primera vez en su carrera, con un elemento humano fértil, incontaminado, maravillosamente libre de crispaciones y urgencias exitistas, que me permitió cumplir con un proyecto anhelado desde los primeros años de la década del sesenta, cuando con Emilio Stevanovich intentamos reflotar el Teatro Universitario de la Facultad de Derecho (aquel que en los años cuarenta había capitaneado Antonio Cunill Cabanellas, con Fanny Navarro, Duilio Marzio y Pepe Soriano como “alumnos” prometedores), encontrándonos con los centros de estudiantes de derecha e izquierda prácticamente a los tiros y una encargada del área de extensión de la facultad, que nos dijo: “Emilio, Ariel, aquí no se puede hacer teatro, porque enseguida copan los comunistas, que son los únicos que se interesan por la cultura” (cita textual).
Tuve a mi disposición en el TUBA, para moldearlos en mi concepto de “ser individuo de teatro en forma integral” (o sea: actor, tramoyista, iluminador, atleta de los andamios y barredor de sala), a cientos de jóvenes de una generación diezmada, que me brindaron sus plenitudes para que yo pudiese edificar ese TUBA, que existió nueve años haciendo notables repertorios y cuya función social como centro de investigación y desarrollo de la dramática todavía, a 27 años de su extinción, no ha podido ser igualada.
Ninguno de aquellos jóvenes, cuando empezaron a pasar los años, pudiendo comprobar como todo lo que contribuyó cada uno de ellos a cimentar y fortalecer había caído en el más oprobioso de los olvidos, me buscó para reclamarme: “Y para esto nos hiciste trabajar tanto, Ariel…?”, “No era que nuestro teatro, como vos nos decías, iba a trascender las fronteras y ser tenido como ejemplo en el mundo…?”.
Es evidente que vivieron su pasión por la vida de teatro que yo les hice experimentar, con la misma espontaneidad con que afrontaron sus primeros amores de juventud. Lo hermoso de los apasionamientos juveniles es que, al diluirse, no dejan cicatriz. En realidad, no son, como en la comedia de Shakespeare, “TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS”. Son “trabajos de amor” de un momento, de unos años de la juventud, que con el devenir del tiempo se diluyen, superados por otras experiencias, mejores o peores.
Yo también trabajé de obrero, de actor, de tramoyista y de limpia basura en mis años junto a la Boero y Asquini, en Nuevo Teatro, y de aquellas jornadas agotadoras no me acuerdo como algo desagradable, que preferiría no haber vivido, porque (entre muchas otras cosas), tuve la suerte de haber intervenido en la construcción del Apolo (que se llamó Lorange un tiempo largo, pero ha vuelto a ser “el Apolo”), en lugar de pasarme las madrugadas en los cafés de Corrientes, a la espera de “contactos” para poder salir en la tapa de Radiolandia.
Sin embargo, me sucede a menudo que me acometen efluvios de culpabilidad, por haberlos arrastrado a todos aquellos entusiastas de la bohemia escénica del TUBA, a tanto derroche de energía y de desesperada búsqueda del sentido último del drama representado.
“Era necesario hacer tantos espectáculos al mismo tiempo…?”, me digo. “No era una locura eso de estar estrenando dos obras en la sala de Corrientes 2038 mientras otra parte del elenco se estaba presentando en el Auditorium de Mar del Plata o en la Sala de las Américas de la Universidad de Córdoba, con una o dos obras más…?”, me reprocho. “Y obligarlos a quedarse sin dormir tola una noche, escondidos en el edificio de Corrientes 2038, para pintar el techo y las paredes del escenario de negro, para crear “la caja infinita” para “La vida es sueño”…?”, intento contestarme, pero de inmediato me corrijo: “Obligarlos…? NO, yo no los obligaba en absoluto. Ellos QUERIAN y ellos ME EXIGIERON HACERLO, sino al día siguiente, vociferaban, no se va a poder estrenar “La vida es sueño”…!!!”.
Esa conciencia del deber (del deber ante el público, o sea: ante la sociedad) se la debo haber inculcado yo, pero nunca con “discursillos” de “maestro que todo lo sabe”. Si fui yo quien les metió en el alma la noción del COMPROMISO, fue a partir de mi PROPIO EJEMPLO DE COMPROMISO.
Por eso, agradezco a la periodista de Clarín (la por entonces jovencísima María Ana Rago), haber puesto como título a la nota que surgió de una charla de más de cinco horas en un café de la barriada de Constitución, “COMPROMISO CON LA VIDA”, cuando en 2004 el diario tuvo la gentileza de recordar que se cumplían 30 años de la creación del TUBA.
Hoy, a los 70 años, recapitulo sobre qué fue esto de “estar vivo hasta aquí” (mientras deambulo por la arena húmeda de nieve reciente, en una desierta playa de Mar del Plata) y me planteo serenamente: No me casé, no tuve hijos, no me recibí de ninguna carrera universitaria, debí trabajar 46 años en una oficina pública, no me han quedado familiares ni lejanos ni cercanos, los amigos del teatro se fueron “de gira” la mayoría…pero hice que la Universidad de Buenos Aires, durante nueve años, tuviese activo y desafiante un Teatro de Repertorio, en el que unos 1.600 jóvenes bien intencionados, aunque torpes, inconscientes, frenéticos y enardecidos de pasión, trabajaron a rajatabla, sacándole chispas al disfrute de sus transpiraciones.
Ni los de ellos ni los míos fueron, al fin de cuentas, “trabajos de amor perdidos” y debemos estar agradecidos a la oportunidad que nos dio la Vida de haber podido hacerlos con tan insolente prepotencia.
domingo, 18 de julio de 2010
PORQUÉ EL TEATRO EXPERIMENTAL QUE SE HACE EN UNA UNIVERSIDAD DEBE EXHIBIRSE EN FORMA GRATUITA
Experimentar es una forma de acceder al conocimiento desde la práctica. Si en el TUBA nos hubiésemos quedado en la mera teoría, sin llevar al terreno de la concreción escénica nuestras investigaciones dramáticas, sus integrantes jamás hubieran conocido las vivencias, positivas o frustrantes, de poner a prueba su capacidad para dar vida a una obra teatral durante un número considerable de representaciones, ofrecidas a la aprobación o rechazo del público.
No hubo espectáculo que el TUBA incorporase a su repertorio que no haya surgido de un profundo trabajo de investigación previo. Investigar en cada terreno de las ciencias o las humanidades es el rol específico de una Universidad y de quienes lo hacen, desde la docencia o el aprendizaje, bajo los techos de sus claustros, sus aulas o laboratorios.
El riesgo de investigar y de llevar al plano de la experimentación práctica los resultados a los que se cree haber arribado, es que todo puede salir muy bien, algo regular o decididamente un desastre.
Sabíamos, acaso, cómo iba a ser recibido por el público un experimento como “El avestruz acuático”, especie de ceremonia teatral sobre el teatro mismo, con momentos gimnásticos y hasta danzados, con textos sacados de contexto de las memorias de hombres de teatro como Jean Louis Barrault o Antonin Artaud, con poemas de Baudelaire y églogas pastoriles de Alonso de la Vega y hasta con frases extraídas de la defensa del oficio de los comediantes, hecha por José de San Martín cuando era gobernador del Perú…?.
Por suerte, generó ovaciones interminables, sobre todo en los auditorios juveniles que lo vieron en la sala improvisada en el gimnasio del último piso de Corrientes 2038, en 1980, o en las Aulas Magnas de las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la UBA o en el salón de actos de la Universidad de Morón, pero… pudo haber resultado todo lo contrario: un fiasco de aquellos, recibido con piadoso silencio o simplemente con un coro de silbatinas.
Por eso, quienes hacíamos el TUBA nos empecinamos tercamente en que el acceso a nuestras funciones fuese siempre en forma GRATUITA, a lo largo de los nueve años de nuestra historia. No se puede cobrar entrada por jugar a equivocarse, aunque todo haga suponer que el acierto está asegurado de antemano.Cuando los jerarcas de la Dirección de Cultura comprobaron (no por asistir sino porque algún espía se los estaba contando), que al TUBA asistía el público en forma masiva, no faltó oportunidad en que no me sugiriesen que “se podía cobrar al menos una “módica” entradita”. No lograron convencerme. En 1976 habíamos rechazado el ofrecimiento de las dueñas del Teatro del Globo (Catalina Wulff y María Luisa Bemberg) de llevar a su coqueta sala de la calle Marcelo T. de Alvear nuestro repertorio de comedias clásicas (Terencio, Plauto y Menandro), porque esa sala funcionaba comercialmente y se iba a tener que cobrar entrada.
Hoy en día, julio de 2010, hay una serie de espectáculos teatrales en el Centro Cultural Rojas (enclavado en el mismo solar de Corrientes 2038 donde el TUBA estuvo nueve años seguidos), que supongo son producto de la experimentación (sin entrar a abrir juicio sobre los valores del resultado). Lo que sí me permito objetar es que se cobren Veinte pesos ($ 20,-), por algo que debería ser ofrecido a la consideración del público en forma gratuita.
Estoy muy equivocado…? Si es así, discúlpenme los directivos del Rojas, tanto del área Teatro como del resto de las disciplinas y cursos que allí se aglutinan.
Sucede que tengo todavía en mis oídos el barullo de los aplausos de aquel público que, condescendientemente, nos perdonaba nuestros errores y pérdidas de rumbo, porque sabía que estaba frente a jóvenes en actitud de experimentar, que le permitía acceder a sus logrados o fallidos experimentos, en forma LIBRE y GRATUITA.
Ustedes (si leen esto) se dirán: “Pero claro, si era gratuito, cómo no iban a tener marejadas de público…?”. Y yo les contesto que no era así siempre. No fue en todos nuestros espectáculos que hubo una cola interminable de gente, que daba vueltas a la manzana, para luego disputarse un lugarcito, aunque más no fuera de pie o desde el vestíbulo de la sala de Corrientes 2038.
Lo gratuito de la entrada no tuvo nada que ver cuando las obras de Juan Carlos Ghiano (“Los testigos”, “Los extraviados” y “Pañuelo de llorar”) y la “Fedra”, de Racine, fueron un absoluto fracaso en 1980 y tuvimos que hacerlas con la sala semi vacía.
En cambio, aunque hubiésemos cobrado el equivalente de esos Veinte pesos que cobra hoy el Rojas, estoy en condiciones de afirmar que tanto “Stéfano”, de Discépolo, como “El atolondrado”, de Molière, como “Comedia de errores”, de Shakespeare, como las dos “Chejovianas” (la de 1980 y la de 1982), hubieran terminado siendo los “exitazos” fenomenales que fueron, al punto que llegamos a tener que reunirnos para deliberar cómo hacer para atajar a la avalancha de espectadores que se apretujaba por ingresar, cuando ya no quedaba un centímetro de espacio libre en nuestra diminuta sala y sus adyacencias.
Un dato anecdótico que vale la pena tener en cuenta: cuando en la primavera de 1897 Constantin Stanislavski y Vladímir Ivánovich Nemiróvich-Dánchenko se reunieron durante catorce horas en el restaurante moscovita “Bazar eslavo”, para acordar que dirigirían juntos la escuela teatral de la Sociedad Filarmónica de Moscú, el primer nombre que se les ocurrió ponerle al que luego sería conocido mundialmente como el Teatro de Arte de Moscú, a secas, fue: “TEATRO DE ARTE DE MOSCU ASEQUIBLE PARA TODOS”.
Es evidente que lo que el TUBA buscó y consiguió ser durante nueve años corridos, (un Centro de Drama abierto a la Comunidad toda), aquellos teatraleros rusos ya lo habían pensado unos ochenta años antes.
No hubo espectáculo que el TUBA incorporase a su repertorio que no haya surgido de un profundo trabajo de investigación previo. Investigar en cada terreno de las ciencias o las humanidades es el rol específico de una Universidad y de quienes lo hacen, desde la docencia o el aprendizaje, bajo los techos de sus claustros, sus aulas o laboratorios.
El riesgo de investigar y de llevar al plano de la experimentación práctica los resultados a los que se cree haber arribado, es que todo puede salir muy bien, algo regular o decididamente un desastre.
Sabíamos, acaso, cómo iba a ser recibido por el público un experimento como “El avestruz acuático”, especie de ceremonia teatral sobre el teatro mismo, con momentos gimnásticos y hasta danzados, con textos sacados de contexto de las memorias de hombres de teatro como Jean Louis Barrault o Antonin Artaud, con poemas de Baudelaire y églogas pastoriles de Alonso de la Vega y hasta con frases extraídas de la defensa del oficio de los comediantes, hecha por José de San Martín cuando era gobernador del Perú…?.
Por suerte, generó ovaciones interminables, sobre todo en los auditorios juveniles que lo vieron en la sala improvisada en el gimnasio del último piso de Corrientes 2038, en 1980, o en las Aulas Magnas de las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la UBA o en el salón de actos de la Universidad de Morón, pero… pudo haber resultado todo lo contrario: un fiasco de aquellos, recibido con piadoso silencio o simplemente con un coro de silbatinas.
Por eso, quienes hacíamos el TUBA nos empecinamos tercamente en que el acceso a nuestras funciones fuese siempre en forma GRATUITA, a lo largo de los nueve años de nuestra historia. No se puede cobrar entrada por jugar a equivocarse, aunque todo haga suponer que el acierto está asegurado de antemano.Cuando los jerarcas de la Dirección de Cultura comprobaron (no por asistir sino porque algún espía se los estaba contando), que al TUBA asistía el público en forma masiva, no faltó oportunidad en que no me sugiriesen que “se podía cobrar al menos una “módica” entradita”. No lograron convencerme. En 1976 habíamos rechazado el ofrecimiento de las dueñas del Teatro del Globo (Catalina Wulff y María Luisa Bemberg) de llevar a su coqueta sala de la calle Marcelo T. de Alvear nuestro repertorio de comedias clásicas (Terencio, Plauto y Menandro), porque esa sala funcionaba comercialmente y se iba a tener que cobrar entrada.
Hoy en día, julio de 2010, hay una serie de espectáculos teatrales en el Centro Cultural Rojas (enclavado en el mismo solar de Corrientes 2038 donde el TUBA estuvo nueve años seguidos), que supongo son producto de la experimentación (sin entrar a abrir juicio sobre los valores del resultado). Lo que sí me permito objetar es que se cobren Veinte pesos ($ 20,-), por algo que debería ser ofrecido a la consideración del público en forma gratuita.
Estoy muy equivocado…? Si es así, discúlpenme los directivos del Rojas, tanto del área Teatro como del resto de las disciplinas y cursos que allí se aglutinan.
Sucede que tengo todavía en mis oídos el barullo de los aplausos de aquel público que, condescendientemente, nos perdonaba nuestros errores y pérdidas de rumbo, porque sabía que estaba frente a jóvenes en actitud de experimentar, que le permitía acceder a sus logrados o fallidos experimentos, en forma LIBRE y GRATUITA.
Ustedes (si leen esto) se dirán: “Pero claro, si era gratuito, cómo no iban a tener marejadas de público…?”. Y yo les contesto que no era así siempre. No fue en todos nuestros espectáculos que hubo una cola interminable de gente, que daba vueltas a la manzana, para luego disputarse un lugarcito, aunque más no fuera de pie o desde el vestíbulo de la sala de Corrientes 2038.
Lo gratuito de la entrada no tuvo nada que ver cuando las obras de Juan Carlos Ghiano (“Los testigos”, “Los extraviados” y “Pañuelo de llorar”) y la “Fedra”, de Racine, fueron un absoluto fracaso en 1980 y tuvimos que hacerlas con la sala semi vacía.
En cambio, aunque hubiésemos cobrado el equivalente de esos Veinte pesos que cobra hoy el Rojas, estoy en condiciones de afirmar que tanto “Stéfano”, de Discépolo, como “El atolondrado”, de Molière, como “Comedia de errores”, de Shakespeare, como las dos “Chejovianas” (la de 1980 y la de 1982), hubieran terminado siendo los “exitazos” fenomenales que fueron, al punto que llegamos a tener que reunirnos para deliberar cómo hacer para atajar a la avalancha de espectadores que se apretujaba por ingresar, cuando ya no quedaba un centímetro de espacio libre en nuestra diminuta sala y sus adyacencias.
Un dato anecdótico que vale la pena tener en cuenta: cuando en la primavera de 1897 Constantin Stanislavski y Vladímir Ivánovich Nemiróvich-Dánchenko se reunieron durante catorce horas en el restaurante moscovita “Bazar eslavo”, para acordar que dirigirían juntos la escuela teatral de la Sociedad Filarmónica de Moscú, el primer nombre que se les ocurrió ponerle al que luego sería conocido mundialmente como el Teatro de Arte de Moscú, a secas, fue: “TEATRO DE ARTE DE MOSCU ASEQUIBLE PARA TODOS”.
Es evidente que lo que el TUBA buscó y consiguió ser durante nueve años corridos, (un Centro de Drama abierto a la Comunidad toda), aquellos teatraleros rusos ya lo habían pensado unos ochenta años antes.
ENSEÑANDO A HACER TEATRO DESDE EL ESCENARIO
Si alguien leyó la entrada anterior, en la que cuento mi caída en uno de los fosos del escenario de Corrientes 2038, minutos antes de salir a hacer el rol de Stéfano en el famoso grotesco de Armando Discépolo, tendrá derecho a preguntarse: “Pero cómo, no es que este señor Quiroga era el Jefe del Departamento de Teatro de la UBA y Director Titular del TUBA…? Cómo es que también actuaba y para colmo en roles protagónicos…?”.
La historia de los directores teatrales que también intervinieron como intérpretes en los espectáculos que dirigían es muy larga. Stanislavski (al parecer no tan buen actor como Maestro), actuaba casi siempre en las obras que montaba en el Teatro de Arte de Moscú. Si consultamos su biografía en Wikipedia, veremos que se lo define de esta manera: “Actor, director escénico y pedagogo teatral, nació en Moscú en 1863 y murió en la misma ciudad en 1938”. Curiosamente, la función de “actor” aparece antes que ninguna de las otras dos.
En Francia, la célebre pareja teatral que conformaban Madeleine Renaud y Jean Louis Barrault estuvo invariablemente en escena en todos los espectáculos de su “Repertorio en Alternancia”, montados por la Compañía que ellos dirigían y en la cual abrevaban cientos de principiantes del oficio de actor, además de algún que otro músico que terminó siendo toda una autoridad mundial, como el ejemplo del justamente afamado Pierre Boulez.
También en Francia (país “teatralero” si los hay), se dio en el Siglo XVII el caso de un tapicero devenido en actor trashumante y luego autor y director de su propia “troupe”, conocido como “Molière” (cada día que pasa más vigente) y ya en el Siglo XX el de un riguroso, adusto y comprometido “actor-director-maestro” llamado Jean Vilar (a quien conocí personalmente en su visita de 1970, para dialogar sobre la necesaria ingerencia política del teatro en la sociedad, en una sala de ensayo del Teatro San Martín).
Vilar había recorrido los caminos de provincia, como Molière, al frente de un teatro ambulante y en 1951 fue nombrado director del Teatro Nacional Popular, que fue mucho más popular todavía a partir de que él exigiera rebajar al máximo el precio de las entradas, para que fuera accesible a la totalidad de la población, sin distingo de clases. (En el TUBA llegamos al extremo: nuestros espectáculos se hicieron siempre con ENTRADA GRATUITA para el público en general).
Jean Vilar (nos lo demostró en sus giras latinoamericanas, desde el escenario del Cervantes), era un excelente actor además de “regisseur” y maestro. Tan bueno sería enseñando, que de sus enseñanzas salieron figuras como Gerard Philipe, María Casares y la gloriosa octogenaria que es hoy Jeanne Moreau. (Vean su último film: “Plus tard”, por favor…!!!).
En nuestro país el ejemplo más notorio de “actores-directores-maestros” está encarnado en las figuras de Alejandra Boero y Pedro Asquini. Ambos, desde su trinchera de combate, que fue Nuevo Teatro, formaron decenas, cientos de jóvenes estudiantes-obreros-empleados-universitarios (proletarios, en una palabra) en los secretos de hacer del teatro un frente de lucha contra la burocracia y los vicios endémicos de la escena profesional. Producto de esa formación fueron, para citar sólo unos pocos nombres, Héctor Alterio, Rubens Correa, Lucrecia Capello y Enrique Pinti.
Para alguien como yo, que llegué a Nuevo Teatro en 1965, luego de haber actuado y dirigido en la esfera comercial, estar en el escenario junto a Asquini o la Boero fue una experiencia reveladora. Tanto en los sainetes de Wernicke, junto a Asquini, Alterio y Correa, (con los que inauguramos el Apolo en 1967), como con Alejandra en las más de trescientas representaciones de “Sopa de pollo”, de Wesker, aprendí de ellos no sólo la disciplina de hierro, que no nos debe abandonar ni aun en los momentos más difíciles, sino además, el disfrute del ejercicio de hacer teatro sin falsas posturas de “acartonamiento”. En una palabra, (como decía siempre Alejandra): “A vivir el teatro con alegría”.
Otro nombre a señalar como ejemplo de “soberano actor” y “supremo director de escena” en nuestro medio es el de Jorge Petraglia, fundador en 1949 del Teatro Universitario de Arquitectura, con el que tuvo el coraje y el enorme mérito divulgador de estrenar en Argentina nada menos que “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett.
Yo no había actuado nunca en mis espectáculos profesionales, anteriores a la fundación del TUBA. Había tenido, sí, una larga carrera como actor, a las órdenes de señeros directores como Francisco Silva, Wilfredo Ferrán, Jorge della Chiesa o Jaime Jaimes, también mucho antes de arribar a la Universidad.
No fueron tantos los espectáculos del TUBA en los que intervine como actor (apenas ocho entre los más de cien que se montaron en su repertorio de nueve años): “Leonce y Lena”; “La dama del alba”; “La sombra del valle”; “La vida es sueño”; “Stéfano”; “El gorro de cascabeles”; “El canto del cisne” y “Woyzeck”.
“Woyzeck” (dejado para lo último a propósito), fue –estoy seguro-, mi más definitivo aporte y mi mayor legado para el teatro. Y tuve el orgullo de merecer la tajante, obtusa y retrógrada prohibición por parte de la Dirección de Cultura de la UBA a la tercera representación, en 1978.
Esa prohibición ocupa el lugar, en mi estante de trofeos, que ocuparía una copa de oro y brillantes, concedida por un jurado de eminencias teatrales de todo el Universo. Gracias, trogloditas de la cultura de la Universidad del Estado en la década del setenta en la Argentina, por haberme otorgado con esa prohibición, tan alto premio. (Los acontecimientos que rodearon la prohibición de “Woyzeck” en el TUBA, en 1978, están meticulosamente narrados en la entrada a este Blog del día 30 de marzo de 2010).
En cuanto a que un director teatral “enseña” mucho más a sus discípulos actuando junto a ellos en el mismo escenario que sentado en una butaca de la platea, dando indicaciones a lo “Máximo Capra”, no hace falta que me extienda. Me basta con citar lo que Barraault comentaba de su Maestro Charles Dullín, a raiz de haber actuado junto a él: “Sus enseñanzas no nos las transmitía con palabras…literalmente NOS LAS PASABA CON SU SOLA CERCANÍA…”.
SOBRE OLVIDOS Y PREFERENCIAS – COMO ERA ACTUAR EN CORRIENTES 2038 EN LOS TIEMPOS DEL TUBA
El edificio de Corrientes 2038 (que alguna vez fue sede del Centro de Estudiantes de Medicina) es, desde hace unos 25 años, sede del Centro Cultural Rojas, pero también fue la sede (durante ocho de los nueve años de su historia), del TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA). Esto está contado en unas cuantas “entradas” de este Blog y también está contado el hecho de haber olvidado injustamente las autoridades de la UBA, lo que fue para el TUBA haber hecho más de 900 de las 1.163 funciones de su historial en medio de las precarias condiciones que la sala de la planta baja de Corrientes 2038 presentaba, antes de operarse la remodelación integral del edificio, hecha varios años después que el TUBA se cerrara y cuando el Rojas ya estaba funcionando en ese mismo lugar.
La UBA prefirió ponerle el nombre de “Sala Batato Barea” en lugar de “Sala del TUBA”, a partir del fallecimiento del artista en 1991. Para entonces, el TUBA llevaba ocho años también muerto y con seguridad la cantidad de funciones ante el público, con acceso GRATUITO, concretadas por el elenco universitario entre 1976 y 1983, fueron desproporcionalmente mayores que las que le significaron a Batato merecer que la sala llevara su nombre.
Ni siquiera hay una pequeña plaqueta o mísero cuadrito, en algún rincón de las paredes de esa sala, que recuerde la sacrificada y heroica historia cumplida allí por los cientos de jóvenes que la habitaron, dando vida a los CUARENTA Y SIETE espectáculos puestos en escena por el TUBA en su “problemático” espacio escénico.
Es una cuestión de OLVIDOS y PREFERENCIAS, y es de esperar que algún día, alguien, alguna autoridad de la UBA o del Rojas, deje de lado los rencores, las falsas estigmatizaciones… y ponga las cosas en su lugar.
Sea como sea, vale la pena que yo intente, desde aquí, en mi retiro de Mar del Plata, en julio de 2010, contarle a quienes ingresen a este Blog (a los teatristas que están hoy en el Rojas, a los que he oído quejarse de las condiciones de la hoy “Sala Batato Barea”), cómo era actuar en esa misma sala hace unas tres décadas atrás, cuando el edificio todo de Corrientes 2038 era una ruina llena de suciedad y de ratas, que nos invadían desde una obra en construcción abandonada y un caserón clausurado que estaban vecinos a cada lado.
He aquí un gráfico, rudimentariamente trazado, en el que he tratado de ubicar los principales impedimentos que el escenario tenía en la época del TUBA y en el que, pese a todo, montábamos decorados corpóreos y hasta seis espectáculos en alternancia cada fin de semana.Habrán podido apreciar ustedes (perdón por el temblequeo del pulso, a mis 70 años), que dentro del escenario estaban permanentemente y sin posibilidad alguna de desalojarlos, el enorme piano de cola y el también enorme entarimado del Coro Polifónico de Ciegos, que hacía allí sus ensayos todos los días de la semana, en las primeras horas de la tarde.
También habrán advertido que el escenario no tenía (quizá no tenga hoy tampoco), salida a ninguna parte, o sea que una vez que los que iban a actuar en la representación (tanto hombres como mujeres), ingresaban por las dos escaleritas de acceso desde la platea, NO TENIAN POSIBILIDAD ALGUNA de ir al baño, en caso de urgente necesidad, así fuese que la representación (como, por ejemplo, “La vida es sueño”), durase más de tres horas. Inevitablemente, había que usar una lata, que prudentemente y con mucha discreción, pasaba, sin distingo de sexo, de mano en mano.
Cuando la decoración de la obra llegaba hasta la pared de fondo del escenario (caso de “Chejoviana”, de “El atolondrado”, de Molière o de “Comedia de errores”, de Shakespeare, para citar sólo tres ejemplos), no había forma de que los intérpretes se desplazasen del sector lateral izquierdo al sector lateral derecho del escenario. Qué se hacía entonces, para “aparecer” de un lado o de otro de la acción escénica…?: Se usaban unas pequeñas “puertas-trampa” ubicadas a cada lado de la parte posterior del escenario (las que se ven en el gráfico señaladas con color rojo, ya voy a contar porqué), que permitían ir de un lado a otro POR DEBAJO DEL ESCENARIO.
Sucedió en “La vida es sueño” o en “Comedia de errores” que por un estrecho pasillo de ese sótano de no más de un metro de alto, agachados y en cuclillas, hubo durante cada representación un verdadero “desfile” de intérpretes que iban hacia un lado o hacia el otro para poder aparecer en escena en el momento oportuno.
Era común que los que se cruzaban se saludasen amablemente el encontrarse en el camino y supe de algún que otro beso furtivo, cuando los que “viajaban” en distinto sentido estaban enamorados o en pareja. El saludo no era tan “amoroso” cuando el "encuentro" se daba con una o varias de las enormes ratas que anidaban en ese sótano.
Esas “puertas-trampa”, más la que estaba ubicada junto el proscenio del escenario (la que nosotros llamábamos “la vizcachera”), eran utilizadas también para almacenar, (al resguardo de la trapacería de los ordenanzas y vigilantes del edificio, que gozaban apoderándose o destruyendo nuestros míseros elementos de utilería), todo cuanto se estaba usando en las representaciones, además del vestuario de cada obra o de obras anteriores. El TUBA no tenía acceso a ningún armario en ningún lugar del edificio. Su único espacio “permitido” era la platea y el escenario de Corrientes 2038.
Pues bien: esas “puertas-trampa” de la parte posterior eran en verdad una “peligrosa trampa” en caso de quedar abiertas por descuido, durante una representación en las que no se las tenía que usar para ir de lado a lado.
Un rato antes de la última representación de “Stéfano”, de Discépolo, en la temporada de 1981 (la obra, con su elenco y decorados originales, tuvo que ser repuesta, “a pedido del público”, en la siguiente temporada, la de 1982), el intérprete del personaje de Stéfano (en este caso yo), se paseaba detrás del decorado corpóreo, buscando quizá un momento de concentración, en medio de la más absoluta oscuridad, cuando la mitad de su cuerpo cayó, desgarrándose una pierna y el brazo derecho, en una de esas “puertas-trampa” del fondo.
Porqué estaba abierta esa trampa antes de una función, en la que no se debía usar para nada…?: Porque allí abajo guardábamos también las costosas lámparas de filamento concentrado de los spots (los artefactos de iluminación de escena), que la Universidad nos compraba con cuentagotas. El encargado de revisar el puente lumínico, (cosa que se hace en todos los teatros antes de cada función), había advertido que uno de los spots daba muestras de que su lámpara estaba a punto de agotarse y en el apuro había bajado al sótano debajo del escenario a buscar una nueva, dejando por descuido la trampa abierta. (O sería que buscaban deshacerse de su “pesado” director…?).Fuera de bromas: cuando lograron sacarme, porque había quedado completamente encajado en el estrecho hueco, se comprobó que tenía mi brazo derecho totalmente fuera de lugar, o sea: prácticamente arrancado.
Afuera, en el largo pasillo de acceso a la sala, el público aguardaba desde hacía unas tres horas, y faltaban apenas unos quince minutos para el inicio de la función. Exigí que me pusiesen en un taxi, vestido como estaba para el papel de Stéfano, y que me llevasen a la guardia del Hospital de Clínicas, a unas pocas cuadras.
Me sacaron radiografías, comprobaron que no había fractura y con un hábil movimiento de “karate” me pusieron el brazo en su lugar, a la altura del hombro. No voy a contar aquí cuánto dolió. Mientras, varias chicas y chicos del elenco iban y venían, a pie, a Corrientes 2038, a explicar al público qué estaba pasando, con orden mía de que avisasen que la función se iba a dar SÍ o SÍ.
El médico de guardia me hizo ingerir una fuerte dosis de sedantes y le dijo a quienes me acompañaban: “Llévenlo de vuelta al teatro, si es lo que él quiere, pero no se preocupen, en el viaje de ida se va a quedar profundamente dormido, así que no hay la menor posibilidad de que pueda hacer la función”.
La función se hizo (LA HICE y creo que mejor que nunca), con un vendaje ortopédico que tuve que llevar durante un mes y cuando finalizó tuve todavía la fuerza como para descargar sobre la platea una brutal diatriba contra esa Universidad y su inoperante Dirección de Cultura, que nos dejaban trabajar en medio del mayor de los abandonos, expuestos a todos los peligros habidos y por haber.
A todo esto, el público, en una fría tarde de invierno (la calefacción del edificio no se encendía los fines de semana, porque no había ordenanzas que la encendiesen), había esperado pacientemente una hora o más, que fue el retraso con que la función se hizo. Su aplauso “desenfrenado” de aquella tarde y su incondicional apoyo de siempre a nuestra batalla contra las hostilidades, era el único aliciente para seguir adelante, y así fue como seguimos todavía dos años más.
Este relato, que podría estar acompañado de muchísimos más relatos de peripecias por el estilo, quizá haya servido para dejar testimonio en este Blog, de cómo era actuar en la sala de Corrientes 2038, en los tiempos del TUBA.
Habrá tenido que sufrir el ilustre Batato Barea tantos inverosímiles impedimentos y los habrá asumido con tan heroico estoicismo, como para merecer que su nombre esté en lugar del nuestro, a la entrada de esa misma sala…?
La UBA prefirió ponerle el nombre de “Sala Batato Barea” en lugar de “Sala del TUBA”, a partir del fallecimiento del artista en 1991. Para entonces, el TUBA llevaba ocho años también muerto y con seguridad la cantidad de funciones ante el público, con acceso GRATUITO, concretadas por el elenco universitario entre 1976 y 1983, fueron desproporcionalmente mayores que las que le significaron a Batato merecer que la sala llevara su nombre.
Ni siquiera hay una pequeña plaqueta o mísero cuadrito, en algún rincón de las paredes de esa sala, que recuerde la sacrificada y heroica historia cumplida allí por los cientos de jóvenes que la habitaron, dando vida a los CUARENTA Y SIETE espectáculos puestos en escena por el TUBA en su “problemático” espacio escénico.
Es una cuestión de OLVIDOS y PREFERENCIAS, y es de esperar que algún día, alguien, alguna autoridad de la UBA o del Rojas, deje de lado los rencores, las falsas estigmatizaciones… y ponga las cosas en su lugar.
Sea como sea, vale la pena que yo intente, desde aquí, en mi retiro de Mar del Plata, en julio de 2010, contarle a quienes ingresen a este Blog (a los teatristas que están hoy en el Rojas, a los que he oído quejarse de las condiciones de la hoy “Sala Batato Barea”), cómo era actuar en esa misma sala hace unas tres décadas atrás, cuando el edificio todo de Corrientes 2038 era una ruina llena de suciedad y de ratas, que nos invadían desde una obra en construcción abandonada y un caserón clausurado que estaban vecinos a cada lado.
He aquí un gráfico, rudimentariamente trazado, en el que he tratado de ubicar los principales impedimentos que el escenario tenía en la época del TUBA y en el que, pese a todo, montábamos decorados corpóreos y hasta seis espectáculos en alternancia cada fin de semana.Habrán podido apreciar ustedes (perdón por el temblequeo del pulso, a mis 70 años), que dentro del escenario estaban permanentemente y sin posibilidad alguna de desalojarlos, el enorme piano de cola y el también enorme entarimado del Coro Polifónico de Ciegos, que hacía allí sus ensayos todos los días de la semana, en las primeras horas de la tarde.
También habrán advertido que el escenario no tenía (quizá no tenga hoy tampoco), salida a ninguna parte, o sea que una vez que los que iban a actuar en la representación (tanto hombres como mujeres), ingresaban por las dos escaleritas de acceso desde la platea, NO TENIAN POSIBILIDAD ALGUNA de ir al baño, en caso de urgente necesidad, así fuese que la representación (como, por ejemplo, “La vida es sueño”), durase más de tres horas. Inevitablemente, había que usar una lata, que prudentemente y con mucha discreción, pasaba, sin distingo de sexo, de mano en mano.
Cuando la decoración de la obra llegaba hasta la pared de fondo del escenario (caso de “Chejoviana”, de “El atolondrado”, de Molière o de “Comedia de errores”, de Shakespeare, para citar sólo tres ejemplos), no había forma de que los intérpretes se desplazasen del sector lateral izquierdo al sector lateral derecho del escenario. Qué se hacía entonces, para “aparecer” de un lado o de otro de la acción escénica…?: Se usaban unas pequeñas “puertas-trampa” ubicadas a cada lado de la parte posterior del escenario (las que se ven en el gráfico señaladas con color rojo, ya voy a contar porqué), que permitían ir de un lado a otro POR DEBAJO DEL ESCENARIO.
Sucedió en “La vida es sueño” o en “Comedia de errores” que por un estrecho pasillo de ese sótano de no más de un metro de alto, agachados y en cuclillas, hubo durante cada representación un verdadero “desfile” de intérpretes que iban hacia un lado o hacia el otro para poder aparecer en escena en el momento oportuno.
Era común que los que se cruzaban se saludasen amablemente el encontrarse en el camino y supe de algún que otro beso furtivo, cuando los que “viajaban” en distinto sentido estaban enamorados o en pareja. El saludo no era tan “amoroso” cuando el "encuentro" se daba con una o varias de las enormes ratas que anidaban en ese sótano.
Esas “puertas-trampa”, más la que estaba ubicada junto el proscenio del escenario (la que nosotros llamábamos “la vizcachera”), eran utilizadas también para almacenar, (al resguardo de la trapacería de los ordenanzas y vigilantes del edificio, que gozaban apoderándose o destruyendo nuestros míseros elementos de utilería), todo cuanto se estaba usando en las representaciones, además del vestuario de cada obra o de obras anteriores. El TUBA no tenía acceso a ningún armario en ningún lugar del edificio. Su único espacio “permitido” era la platea y el escenario de Corrientes 2038.
Pues bien: esas “puertas-trampa” de la parte posterior eran en verdad una “peligrosa trampa” en caso de quedar abiertas por descuido, durante una representación en las que no se las tenía que usar para ir de lado a lado.
Un rato antes de la última representación de “Stéfano”, de Discépolo, en la temporada de 1981 (la obra, con su elenco y decorados originales, tuvo que ser repuesta, “a pedido del público”, en la siguiente temporada, la de 1982), el intérprete del personaje de Stéfano (en este caso yo), se paseaba detrás del decorado corpóreo, buscando quizá un momento de concentración, en medio de la más absoluta oscuridad, cuando la mitad de su cuerpo cayó, desgarrándose una pierna y el brazo derecho, en una de esas “puertas-trampa” del fondo.
Porqué estaba abierta esa trampa antes de una función, en la que no se debía usar para nada…?: Porque allí abajo guardábamos también las costosas lámparas de filamento concentrado de los spots (los artefactos de iluminación de escena), que la Universidad nos compraba con cuentagotas. El encargado de revisar el puente lumínico, (cosa que se hace en todos los teatros antes de cada función), había advertido que uno de los spots daba muestras de que su lámpara estaba a punto de agotarse y en el apuro había bajado al sótano debajo del escenario a buscar una nueva, dejando por descuido la trampa abierta. (O sería que buscaban deshacerse de su “pesado” director…?).Fuera de bromas: cuando lograron sacarme, porque había quedado completamente encajado en el estrecho hueco, se comprobó que tenía mi brazo derecho totalmente fuera de lugar, o sea: prácticamente arrancado.
Afuera, en el largo pasillo de acceso a la sala, el público aguardaba desde hacía unas tres horas, y faltaban apenas unos quince minutos para el inicio de la función. Exigí que me pusiesen en un taxi, vestido como estaba para el papel de Stéfano, y que me llevasen a la guardia del Hospital de Clínicas, a unas pocas cuadras.
Me sacaron radiografías, comprobaron que no había fractura y con un hábil movimiento de “karate” me pusieron el brazo en su lugar, a la altura del hombro. No voy a contar aquí cuánto dolió. Mientras, varias chicas y chicos del elenco iban y venían, a pie, a Corrientes 2038, a explicar al público qué estaba pasando, con orden mía de que avisasen que la función se iba a dar SÍ o SÍ.
El médico de guardia me hizo ingerir una fuerte dosis de sedantes y le dijo a quienes me acompañaban: “Llévenlo de vuelta al teatro, si es lo que él quiere, pero no se preocupen, en el viaje de ida se va a quedar profundamente dormido, así que no hay la menor posibilidad de que pueda hacer la función”.
La función se hizo (LA HICE y creo que mejor que nunca), con un vendaje ortopédico que tuve que llevar durante un mes y cuando finalizó tuve todavía la fuerza como para descargar sobre la platea una brutal diatriba contra esa Universidad y su inoperante Dirección de Cultura, que nos dejaban trabajar en medio del mayor de los abandonos, expuestos a todos los peligros habidos y por haber.
A todo esto, el público, en una fría tarde de invierno (la calefacción del edificio no se encendía los fines de semana, porque no había ordenanzas que la encendiesen), había esperado pacientemente una hora o más, que fue el retraso con que la función se hizo. Su aplauso “desenfrenado” de aquella tarde y su incondicional apoyo de siempre a nuestra batalla contra las hostilidades, era el único aliciente para seguir adelante, y así fue como seguimos todavía dos años más.
Este relato, que podría estar acompañado de muchísimos más relatos de peripecias por el estilo, quizá haya servido para dejar testimonio en este Blog, de cómo era actuar en la sala de Corrientes 2038, en los tiempos del TUBA.
Habrá tenido que sufrir el ilustre Batato Barea tantos inverosímiles impedimentos y los habrá asumido con tan heroico estoicismo, como para merecer que su nombre esté en lugar del nuestro, a la entrada de esa misma sala…?
viernes, 16 de julio de 2010
EN BUSCA DE NUESTRAS RAICES SUDAMERICANAS
Eduardo Mallea nació en la ciudad de Bahía Blanca, Argentina, el 14 de agosto de 1903.
En el prólogo escrito por Francisco Romero a "Historia de una pasión argentina", dice el gran filósofo argentino: “En la Historia de una pasión argentina, una conciencia singular, en una especie de identificación mística, se sume en la realidad espiritual de su país, y tras ahondar en ella, la incita a empresas acordes con su índole, a revelar su norma secreta y proyectarla en lejanías de futuro.”
Es que Mallea se caracterizó por ser una personalidad que hizo de la pasión su razón de vida; la pasión por encontrar la sustancia de la cultura argentina que marcara el rumbo del país y la nación en tiempos turbulentos y faltos de claridad. No por acaso sus autores favoritos, en filosofía, fueron “pasionales” como San Agustín, Blas Pascal y, sobre todo, Sören Kierkegaard.
Abordar su obra en la Argentina de esos años setenta y comienzos de los ochenta, en los que al TUBA le tocó existir, era un acto de compromiso. Teníamos muy presente un fragmento de “La bahía del silencio” en el que, aludiendo a la hecatombe de los años treinta, Mallea escribe: “Aquel país no era “el país”. Aquel país que veíamos no era el país que queríamos. Aquel país que tocábamos no era el país que esperábamos. Debajo de la púrpura queríamos ver el sayal. El sayal es lo que está cerca de la piel y la piel es lo que está cerca de la sangre. En el país, la púrpura mentía. Un país nuevo debe ser sobrio, claro, limpio de palabra, seguro de sí y exacto como la fundamental juventud. Un país joven que se aficiona a la púrpura, está pronto a degradarse por dentro.”.
Como Centro de Drama que llevaba el nombre de la Ciudad (“Teatro Universitario de Buenos Aires”), nuestra primera aproximación a Mallea fue a través de “La ciudad junto al río inmóvil”, conjunto de relatos breves publicados por SUR en 1936.
Habíamos elegido uno de esos relatos para escenificar: “Solvess, o la inmadurez”, porque trata de un desencuentro, de la búsqueda de nuestra propia identidad en medio de una ciudad habitualmente hostil (era nuestra propia búsqueda, en medio de una ciudad por entonces no sólo hostil, sino tenebrosamente peligrosa) y además, la acción transcurre muy ligada a la odisea de uno de aquellos legendarios teatros independientes, tan batalladores y desprovistos de apoyo como lo era nuestro propio TUBA.
La puesta en escena de “Solvess, o la inmadurez” no se concretó, por una razón de prudencia. Nos acobardó no estar a la altura del original con nuestra adaptación escénica. Sin embargo, extensos fragmentos de “La ciudad junto al río inmóvil” formaron parte del espectáculo “A Buenos Aires”, que hicimos en 1977 y en el que también incluimos textos de Sábato, Cortázar, Mujica Láinez, Marechal y Carriego.
La oportunidad de afrontar a Mallea en su todavía hoy postergada y olvidada capacidad como dramaturgo la íbamos a tener en 1983, nuestra novena temporada, la que quedó trunca al desmantelarse el TUBA, tras mi renuncia y la dispersión de la totalidad del elenco. Formaba parte del repertorio de ese año “El gajo de enebro”, drama rural publicado por Emecé en 1957 y (aunque parezca mentira) TODAVIA no estrenado en el país.Precisamente mi tercer y definitiva renuncia se debió al impedimento que nos puso la Universidad, a la realización de una gira, durante el invierno de 1983, al Teatro Auditorium de Mar del Plata (en el que habíamos estado con mucho éxito en 1982) y en la que íbamos a incluir (junto con “Fantasio”, de Alfred de Musset), el estreno “oficial” de “El gajo de enebro”. Como único consuelo por aquella enorme frustración, quedó el testimonio de un arduo período de ensayos, de alguno de los cuales voy a insertar a continuación algunas notas puestas en mi ya ajado y amarillento “cuaderno de director”:
“Jueves 10 de marzo de 1983:
Ensayo de “El gajo de enebro” desde las 19 a las 23, en un clima de alta tensión; de búsquedas y logros que ponen los nervios de punta.
Se plantea un nuevo enfoque escenográfico, en adhesión al criterio constructivista. Llego con un diseño trazado a grandes rasgos sobre el papel, en donde aparece un juego como de poleas engarzadas en vigas que se entrecruzan formando ángulos. Este diseño abstracto permitirá ir situando los distintos actos sin variar trastos de escenografía.
Al colocarse las figuras sobre el escenario, en medio de los practicables que reproducen con bastante fidelidad el diseño hecho en el dibujo, todo cobra un valor plástico de gran sugerencia.
Salgo de la sala un instante y cuando retorno, el escenario en semipenumbra, con aquellas formas y los intérpretes apoyados en ellas me recuerdan de inmediato las fotografías de los teatros de vanguardia europeos, que aparecen en algunos tratados.
No hay semejanza con nuestro consabido escenario de Corrientes. Las vigas y el juego de practicables permite colocar las figuras con verosimilitud de actitudes, sin necesidad de forzados desplazamientos en diagonal, de los que se usan por costumbre en el teatro convencional.
Cuando el ensayo de la primera escena se va desarrollando, aparecen imágenes casi cinematográficas. Los silencios pesan y a medida que las situaciones se encadenan surgen nuevas motivaciones, cada vez con mayor realismo.
Isabel J. (que es quien aparece aquí en la foto, sobre estas notas) ha encarnado por primera vez a Cádida, papel que compartirá con Gladys M. y probablemente también con Beatriz P. (La supresión de los apellidos la estoy haciendo ahora, en 2010).
Gladys observa desde la primera fila. No le tocará ensayar en toda la noche, pero su observación del ensayo con Isabel puede resultarle de mucha utilidad.
Hacia las veintitrés Isabel y Ricardo ya están metidos hasta la médula en el clima de la situación. Ricardo cae al piso, arrastrándose como un animal herido. Isabel vive intensamente el hastío, la rabia y la honda soledad de Cándida.
Cuesta dejar el ensayo en ese momento tan especial, pero es preferible. Continuar sería quizá echar a perder los logros obtenidos, por saturación de intensidades.”.
Eduardo Mallea falleció en 1982. Ese mismo año, la Sociedad General de Autores de la Argentina (ARGENTORES), nos había concedido, a través de sus familiares, la autorización para estrenar en el TUBA, en 1983, su inmensa tragedia coral “El gajo de enebro”.
No fue posible hacerlo, porque nos fuimos de la Universidad, hartos de que nos fustigasen a diario. La deuda para con el gran americanista no nos ha tenido hasta hoy, mediados de 2010, como únicos responsables. Toda esa muchedumbre de jóvenes que se abocan a volcar sus energías emocionales en experiencias “teatrales” de incierta propuesta en cuanto a significados, debería tomar nuestra posta y abordar de una vez por todas la obra de Mallea, con la misma pasión que él padeció hasta el desangre por el destino sudamericano.
En el prólogo escrito por Francisco Romero a "Historia de una pasión argentina", dice el gran filósofo argentino: “En la Historia de una pasión argentina, una conciencia singular, en una especie de identificación mística, se sume en la realidad espiritual de su país, y tras ahondar en ella, la incita a empresas acordes con su índole, a revelar su norma secreta y proyectarla en lejanías de futuro.”
Es que Mallea se caracterizó por ser una personalidad que hizo de la pasión su razón de vida; la pasión por encontrar la sustancia de la cultura argentina que marcara el rumbo del país y la nación en tiempos turbulentos y faltos de claridad. No por acaso sus autores favoritos, en filosofía, fueron “pasionales” como San Agustín, Blas Pascal y, sobre todo, Sören Kierkegaard.
Abordar su obra en la Argentina de esos años setenta y comienzos de los ochenta, en los que al TUBA le tocó existir, era un acto de compromiso. Teníamos muy presente un fragmento de “La bahía del silencio” en el que, aludiendo a la hecatombe de los años treinta, Mallea escribe: “Aquel país no era “el país”. Aquel país que veíamos no era el país que queríamos. Aquel país que tocábamos no era el país que esperábamos. Debajo de la púrpura queríamos ver el sayal. El sayal es lo que está cerca de la piel y la piel es lo que está cerca de la sangre. En el país, la púrpura mentía. Un país nuevo debe ser sobrio, claro, limpio de palabra, seguro de sí y exacto como la fundamental juventud. Un país joven que se aficiona a la púrpura, está pronto a degradarse por dentro.”.
Como Centro de Drama que llevaba el nombre de la Ciudad (“Teatro Universitario de Buenos Aires”), nuestra primera aproximación a Mallea fue a través de “La ciudad junto al río inmóvil”, conjunto de relatos breves publicados por SUR en 1936.
Habíamos elegido uno de esos relatos para escenificar: “Solvess, o la inmadurez”, porque trata de un desencuentro, de la búsqueda de nuestra propia identidad en medio de una ciudad habitualmente hostil (era nuestra propia búsqueda, en medio de una ciudad por entonces no sólo hostil, sino tenebrosamente peligrosa) y además, la acción transcurre muy ligada a la odisea de uno de aquellos legendarios teatros independientes, tan batalladores y desprovistos de apoyo como lo era nuestro propio TUBA.
La puesta en escena de “Solvess, o la inmadurez” no se concretó, por una razón de prudencia. Nos acobardó no estar a la altura del original con nuestra adaptación escénica. Sin embargo, extensos fragmentos de “La ciudad junto al río inmóvil” formaron parte del espectáculo “A Buenos Aires”, que hicimos en 1977 y en el que también incluimos textos de Sábato, Cortázar, Mujica Láinez, Marechal y Carriego.
La oportunidad de afrontar a Mallea en su todavía hoy postergada y olvidada capacidad como dramaturgo la íbamos a tener en 1983, nuestra novena temporada, la que quedó trunca al desmantelarse el TUBA, tras mi renuncia y la dispersión de la totalidad del elenco. Formaba parte del repertorio de ese año “El gajo de enebro”, drama rural publicado por Emecé en 1957 y (aunque parezca mentira) TODAVIA no estrenado en el país.Precisamente mi tercer y definitiva renuncia se debió al impedimento que nos puso la Universidad, a la realización de una gira, durante el invierno de 1983, al Teatro Auditorium de Mar del Plata (en el que habíamos estado con mucho éxito en 1982) y en la que íbamos a incluir (junto con “Fantasio”, de Alfred de Musset), el estreno “oficial” de “El gajo de enebro”. Como único consuelo por aquella enorme frustración, quedó el testimonio de un arduo período de ensayos, de alguno de los cuales voy a insertar a continuación algunas notas puestas en mi ya ajado y amarillento “cuaderno de director”:
“Jueves 10 de marzo de 1983:
Ensayo de “El gajo de enebro” desde las 19 a las 23, en un clima de alta tensión; de búsquedas y logros que ponen los nervios de punta.
Se plantea un nuevo enfoque escenográfico, en adhesión al criterio constructivista. Llego con un diseño trazado a grandes rasgos sobre el papel, en donde aparece un juego como de poleas engarzadas en vigas que se entrecruzan formando ángulos. Este diseño abstracto permitirá ir situando los distintos actos sin variar trastos de escenografía.
Al colocarse las figuras sobre el escenario, en medio de los practicables que reproducen con bastante fidelidad el diseño hecho en el dibujo, todo cobra un valor plástico de gran sugerencia.
Salgo de la sala un instante y cuando retorno, el escenario en semipenumbra, con aquellas formas y los intérpretes apoyados en ellas me recuerdan de inmediato las fotografías de los teatros de vanguardia europeos, que aparecen en algunos tratados.
No hay semejanza con nuestro consabido escenario de Corrientes. Las vigas y el juego de practicables permite colocar las figuras con verosimilitud de actitudes, sin necesidad de forzados desplazamientos en diagonal, de los que se usan por costumbre en el teatro convencional.
Cuando el ensayo de la primera escena se va desarrollando, aparecen imágenes casi cinematográficas. Los silencios pesan y a medida que las situaciones se encadenan surgen nuevas motivaciones, cada vez con mayor realismo.
Isabel J. (que es quien aparece aquí en la foto, sobre estas notas) ha encarnado por primera vez a Cádida, papel que compartirá con Gladys M. y probablemente también con Beatriz P. (La supresión de los apellidos la estoy haciendo ahora, en 2010).
Gladys observa desde la primera fila. No le tocará ensayar en toda la noche, pero su observación del ensayo con Isabel puede resultarle de mucha utilidad.
Hacia las veintitrés Isabel y Ricardo ya están metidos hasta la médula en el clima de la situación. Ricardo cae al piso, arrastrándose como un animal herido. Isabel vive intensamente el hastío, la rabia y la honda soledad de Cándida.
Cuesta dejar el ensayo en ese momento tan especial, pero es preferible. Continuar sería quizá echar a perder los logros obtenidos, por saturación de intensidades.”.
Eduardo Mallea falleció en 1982. Ese mismo año, la Sociedad General de Autores de la Argentina (ARGENTORES), nos había concedido, a través de sus familiares, la autorización para estrenar en el TUBA, en 1983, su inmensa tragedia coral “El gajo de enebro”.
No fue posible hacerlo, porque nos fuimos de la Universidad, hartos de que nos fustigasen a diario. La deuda para con el gran americanista no nos ha tenido hasta hoy, mediados de 2010, como únicos responsables. Toda esa muchedumbre de jóvenes que se abocan a volcar sus energías emocionales en experiencias “teatrales” de incierta propuesta en cuanto a significados, debería tomar nuestra posta y abordar de una vez por todas la obra de Mallea, con la misma pasión que él padeció hasta el desangre por el destino sudamericano.
DIEZ RAZONES QUE AVALAN LA VIGENCIA DEL TUBA, A 27 AÑOS DE SU DESAPARICION:
PRIMERA: El TUBA (designado por disposición de la UBA como “TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES”), fue y sigue siendo hoy, en 2010, el primer y único Centro de Drama Oficial, en los 89 años de historia de la Universidad del Estado (1821 – 2010).
SEGUNDA: La labor en continuidad durante casi una década (Agosto de 1974 – Septiembre de 1983) ubica al TUBA como la única agrupación de su tipo (Teatro hecho con universitarios), en el contexto de las universidades (tanto la estatal como las privadas), de la Ciudad de Buenos Aires.TERCERA: El TUBA propició la participación de estudiantes de todas las carreras, docentes, no docentes y graduados (fueron alrededor de 1.600 los inscriptos en sus cuadros actorales y escenotécnicos), en una época en que la UBA y sus facultades se hallaban intervenidas y los Centros de Estudiantes clausurados.CUARTA: El TUBA sigue siendo uno de los pocos Centros de Drama (tanto profesionales como independientes), que operó bajo el sistema de TEATRO DE REPERTORIO EN ALTERNANCIA. Llegó a contar con hasta SEIS espectáculos en simultaneidad en su cartelera; la mayor parte de sus producciones escénicas, una vez agotado el tiempo de exhibición en una temporada, eran archivadas con su diseño original en cuanto a decorados y vestuarios, con posibilidad de futuras reposiciones.QUINTA: El TUBA logró convocar a una corriente de público verdaderamente multitudinaria (un promedio de 32.000 espectadores por año), manteniendo siempre el criterio de acceso LIBRE y GRATUITO para el público en general.
SEXTA: El TUBA logró mantenerse en actividad sin apoyo presupuestario alguno por parte de la UBA, (salvo una “caja chica” mensual equivalente a $ 100,- de la actualidad). Todo su bagaje escénico provino de contribuciones espontáneas de sus propios integrantes, su director y fundamentalmente del público, que llegó a donar muebles, valiosos objetos de decoración y colecciones enteras de trajes, sombreros, zapatos, etc., en perfecto estado de conservación.SÉPTIMA: A diferencia de las llamadas “escuelas de teatro”, el TUBA no circunscribió la formación de sus integrantes exclusivamente a la faz “actoral”, sino que (siguiendo el ejemplo de los batalladores “teatros independientes”), apuntó a formar “Hombres de Teatro” (genéricamente hablando), con aptitud para desempeñar todos los oficios que se dan cita en el devenir de una congregación teatral estable. Los resultados de esa formación integral, además, no quedaban restringidos al “aula de aprendizaje”, sino que se volcaban en producciones escénicas de las que el público era natural beneficiario.OCTAVA: Como Teatro dependiente de una Universidad, el TUBA puso todo su empeño en la INVESTIGACION. Resultado de ello fue que la ciudad de Buenos Aires (y unos cuantos lugares del interior del país), conociesen por vez primera autores y obras que nunca antes habían sido abordados por otros elencos teatrales, oficiales o privados. Su tarea divulgadora en el terreno de la dramática universal no ha sido hasta hoy igualada y esto, lamentablemente, ha generado un déficit en la formación cultural de la sociedad argentina.
NOVENA: La organización interna del TUBA, nunca orientada ni supervisada por la Universidad a través de su inerte Dirección de Cultura, fue y sigue siendo un ejemplo de AUTONOMÍA no reglamentada. Ningún “contrato” obligaba a los jóvenes integrantes del TUBA a concurrir a realizar las funciones de fin de semana en la sala de Corrientes 2038 (hoy sede del Rojas), ni a dedicar jornadas enteras a construir decorados o salir por las calles a repartir volantes; sin embargo las 1.163 representaciones que el TUBA concretó en su historia de nueve años se hicieron puntualmente, en los días y horarios prefijados, como si quienes las llevaron a cabo hubiesen sido “personal rentado” de la Universidad.DÉCIMA: Los teatros universitarios proliferan cada vez en mayor número en todas las Casas de Altos Estudios del planeta. Muchos de ellos ostentan una tradición secular y a partir de 1994 hay una Asociación Internacional (la AITU, creada en Lieja, Bélgica) que los vincula y apoya, propiciando la realización de festivales anuales a los que concurren elencos provenientes de los sitios más apartados del Orbe. Es hora ya que la Universidad de Buenos Aires participe de ese movimiento, toda vez que tuvo su propio Teatro Universitario de Repertorio (el TUBA) entre 1974 y 1983 y no hay argumento lógico ni sustentable que impida hoy el reconocimiento de ese antecedente y su continuidad en el presente.
SEGUNDA: La labor en continuidad durante casi una década (Agosto de 1974 – Septiembre de 1983) ubica al TUBA como la única agrupación de su tipo (Teatro hecho con universitarios), en el contexto de las universidades (tanto la estatal como las privadas), de la Ciudad de Buenos Aires.TERCERA: El TUBA propició la participación de estudiantes de todas las carreras, docentes, no docentes y graduados (fueron alrededor de 1.600 los inscriptos en sus cuadros actorales y escenotécnicos), en una época en que la UBA y sus facultades se hallaban intervenidas y los Centros de Estudiantes clausurados.CUARTA: El TUBA sigue siendo uno de los pocos Centros de Drama (tanto profesionales como independientes), que operó bajo el sistema de TEATRO DE REPERTORIO EN ALTERNANCIA. Llegó a contar con hasta SEIS espectáculos en simultaneidad en su cartelera; la mayor parte de sus producciones escénicas, una vez agotado el tiempo de exhibición en una temporada, eran archivadas con su diseño original en cuanto a decorados y vestuarios, con posibilidad de futuras reposiciones.QUINTA: El TUBA logró convocar a una corriente de público verdaderamente multitudinaria (un promedio de 32.000 espectadores por año), manteniendo siempre el criterio de acceso LIBRE y GRATUITO para el público en general.
SEXTA: El TUBA logró mantenerse en actividad sin apoyo presupuestario alguno por parte de la UBA, (salvo una “caja chica” mensual equivalente a $ 100,- de la actualidad). Todo su bagaje escénico provino de contribuciones espontáneas de sus propios integrantes, su director y fundamentalmente del público, que llegó a donar muebles, valiosos objetos de decoración y colecciones enteras de trajes, sombreros, zapatos, etc., en perfecto estado de conservación.SÉPTIMA: A diferencia de las llamadas “escuelas de teatro”, el TUBA no circunscribió la formación de sus integrantes exclusivamente a la faz “actoral”, sino que (siguiendo el ejemplo de los batalladores “teatros independientes”), apuntó a formar “Hombres de Teatro” (genéricamente hablando), con aptitud para desempeñar todos los oficios que se dan cita en el devenir de una congregación teatral estable. Los resultados de esa formación integral, además, no quedaban restringidos al “aula de aprendizaje”, sino que se volcaban en producciones escénicas de las que el público era natural beneficiario.OCTAVA: Como Teatro dependiente de una Universidad, el TUBA puso todo su empeño en la INVESTIGACION. Resultado de ello fue que la ciudad de Buenos Aires (y unos cuantos lugares del interior del país), conociesen por vez primera autores y obras que nunca antes habían sido abordados por otros elencos teatrales, oficiales o privados. Su tarea divulgadora en el terreno de la dramática universal no ha sido hasta hoy igualada y esto, lamentablemente, ha generado un déficit en la formación cultural de la sociedad argentina.
NOVENA: La organización interna del TUBA, nunca orientada ni supervisada por la Universidad a través de su inerte Dirección de Cultura, fue y sigue siendo un ejemplo de AUTONOMÍA no reglamentada. Ningún “contrato” obligaba a los jóvenes integrantes del TUBA a concurrir a realizar las funciones de fin de semana en la sala de Corrientes 2038 (hoy sede del Rojas), ni a dedicar jornadas enteras a construir decorados o salir por las calles a repartir volantes; sin embargo las 1.163 representaciones que el TUBA concretó en su historia de nueve años se hicieron puntualmente, en los días y horarios prefijados, como si quienes las llevaron a cabo hubiesen sido “personal rentado” de la Universidad.DÉCIMA: Los teatros universitarios proliferan cada vez en mayor número en todas las Casas de Altos Estudios del planeta. Muchos de ellos ostentan una tradición secular y a partir de 1994 hay una Asociación Internacional (la AITU, creada en Lieja, Bélgica) que los vincula y apoya, propiciando la realización de festivales anuales a los que concurren elencos provenientes de los sitios más apartados del Orbe. Es hora ya que la Universidad de Buenos Aires participe de ese movimiento, toda vez que tuvo su propio Teatro Universitario de Repertorio (el TUBA) entre 1974 y 1983 y no hay argumento lógico ni sustentable que impida hoy el reconocimiento de ese antecedente y su continuidad en el presente.
martes, 13 de julio de 2010
LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS
“Los trabajos y los días” es un poema de unos 800 versos escrito por Hesíodo en torno al 700 a. C.. Su temática gira en torno a dos verdades generales: el trabajo es el destino universal del hombre, pero sólo quien esté dispuesto a trabajar, podrá con él.
El TUBA pudo existir y mantenerse activo nueve años seguidos, porque quienes lo hicimos y sostuvimos en actividad durante esos nueve años, supimos ver claro desde el comienzo que ese trabajo diario, infatigable, obstinado, era parte de nuestro destino.
Hubo que trabajar mucho para que el TUBA se convirtiese en el Teatro de Repertorio que ofrecía funciones todos los fines de semana de cada año, sin recesos a capricho, haciendo además giras por las facultades, los centros culturales barriales y las universidades del interior.
Cada una de las noches de la vida del TUBA entre 1974 y 1983 (que deben haber sido unas 3.200 o más) fue un hervidero de trabajo, en el que decenas de estudiantes universitarios, docentes, no docentes y algunos ya graduados, empleaban sus horas restantes de energía en ensayar obras, serruchar y clavar maderas, coser trajes y telones, conectar o desconectar artefactos lumínicos, fabricar elementos de utilería, limpiar el escenario y la platea y también salir por las calles a repartir volantes.
Hermoso destino el que nos tocó a todos cuantos hicimos el TUBA. Pudimos afrontar y llevar adelante ese destino porque no nos doblegó nunca la fatiga y arremetimos con los trabajos, aun los menos gratificantes, con la certeza de que si no los hacíamos nosotros, el Teatro de Repertorio que tanto nos había costado edificar, desaparecería.Y así fue, nomás. El TUBA no tuvo continuidad a partir de nuestro abandono de la voluntad de seguir trabajando, superados por la hostilidad y el desprecio de quienes, desde la comodidad de sus escritorios en una Dirección de Cultura, no habiendo jamás leído a Hesíodo, deben haber considerado que su destino era todo lo contrario a “esa cosa tan estúpida de trabajar tanto para darse el gusto de hacer teatro”, (como me dijeron más de una vez, agregando con cierto dejo de malicia: “Pero es que ustedes no se cansan nunca…?).
No sólo que no nos cansábamos, sino que en algún alto en las tareas de carpintería o de costura o de limpieza, nos poníamos cuanto trapajo en desuso había tirado por doquier y al compás de música festiva y ditirámbica, improvisábamos ceremonias al estilo pagano, como la que se ve en la foto superior de este relato. Las otras fotos, más pequeñas, nos muestran trabajando en las rutinas con las que, muy contentos, íbamos en pos de concretar nuestro destino, como nos lo había señalado Hesíodo.
domingo, 11 de julio de 2010
TADEUSZ KANTOR: EL EVANGELIO UNIVERSAL
El TUBA ya no estaba; lo habíamos cerrado nosotros mismos en junio de 1983. Creo haberlo contado ya varias veces a lo largo de los sucesivos capítulos de este Blog: nos impedían hacer una temporada de un mes en el Auditorium de Mar del Plata, porque no había forma de pagar viáticos a los diecisiete del elenco que iban a viajar. El pretexto: no eran “personal” de la UBA como para merecer pago de viáticos. Sin embargo, éramos el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES desde hacía nueve años seguidos…
Vuelvo al comienzo: el TUBA ya no estaba, pero yo me seguía viendo con algunos de sus ex integrantes, sólo por poco tiempo. La dispersión es inevitable en estos casos.
Fui con varios de ellos a la sala Casacuberta del San Martín (probablemente en 1984 ó 1985, no recuerdo) a ver “Wielopole, Wielopole”, la creación del polaco Tadeusz Kantor que había revolucionado la escena mundial en 1975 con ese impresionante tratado sobre el derrumbe de la sociedad moderna, llamado “La clase muerta”.
En nueve años de trabajar investigando sobre las formas de concreción del hecho escénico, habíamos arribado a unas cuantas zonas inexploradas en el TUBA (como cuando tratamos de montar “Los coribantes”, de Esopa de Samos o cuando creamos el Teatro Multívoco en el gimnasio que hoy llaman “la Sala Cancha”, en el Rojas), pero de golpe todos nuestros interrogantes, nuestros desconciertos y nuestros desgarros ante lo inasible, lo indescifrable de ese misterio que es la comunión masiva del público con los oficiantes de la representación, nos fueron revelados por ese “Wielopole, Wielopole”, del que no habíamos entendido una sola palabra y ante cuya fuerza evangelizadora habíamos conseguido acceder, sin esfuerzo ni adoctrinamiento alguno, a una suerte de Credo universal inapelable.
Si por culpa de la enajenante manía persecutoria de la Dirección de Cultura de la UBA no hubiésemos tenido que abandonar y cerrar el TUBA un tiempo atrás, al salir de aquella ceremonia sagrada que había sido asistir al “Wielopole, Wielopole”, estoy seguro que nada hubiera podido ser igual en nuestro trabajo futuro. Nos habían transformado. Nos habían retornado a una infancia perdida. Nos habían sumergido en la ceremonia de la iniciación. Y nos habían puesto, desnudos, inocentes, ante la perspectiva de afrontar caminos nuevos.
Mi sereno consejo de hombre de teatro retirado del teatro para siempre a partir de la muerte del TUBA, a todos aquellos jóvenes que están hoy quemándose las pestañas en los talleres de aprendizaje dramático, es: “Vayan en busca de Tadeusz Kantor (no importa que haya fallecido en 1990; su obra ha quedado preservada en muchas partes) y traten de recibir el mensaje de su Evangelio universal”.
sábado, 10 de julio de 2010
UN SUEÑO "DEMASIADO" IMPOSIBLE
Anoche, 9 de julio de 2010, vi la película “El concierto”, del director rumano Radu Mihaileanu. Inspirada en el caso real de un ciudadano ruso, Andrei Filipov, que ahora trabaja como limpiador en el Bolshoi y vive de sus recuerdos, pero hace treinta años era el director musical del gran teatro ruso, que, ante la negativa de su parte a eliminar de la orquesta a los músicos judíos, terminó siendo prohibido en la época de Brezhnev.
"El concierto" sigue la odisea de los antiguos músicos de la orquesta del Bolshoi en su intento por suplantar, treinta años después de haber sido censurados, a los componentes actuales de la orquesta para una actuación en el Teatro Châtelet de París. La historia y la música se dan la mano inevitablemente con lo que fue la represión en la antigua Unión Soviética, el olvido de los artistas y el diálogo intercultural entre las distintas nacionalidades. El concierto, que finalmente se lleva a cabo en forma triunfal, se convierte en una metáfora de las relaciones entre el individuo y la colectividad.
No pude menos que reflexionar sobre el destino del TUBA. A nosotros también, hacen ya veintisiete años, nos obligaron a clausurar nuestras actuaciones, tras nueve años ininterrumpidos de continuidad, los jerarcas de una Dirección de Cultura de la UBA que no veía con buenos ojos que hubiera “tantos judíos en el elenco”, que nuestros repertorios desafiasen su arcaico concepto de “la moral y las buenas costumbres” y que nos rebelásemos con prepotencia ante sus permanentes censuras y diarios hostigamientos.
Dejando llevar mi imaginación de viejo setentón, reblandecido por los recuerdos imborrables de aquella odisea de juventud que fue “el TUBA”, soñé con que el Châtelet de París era el Rojas de Buenos Aires, en el ahora remodelado edificio de Corrientes 2038 y que allí volvíamos a estar, rejuntados, reconstituidos a duras penas en aquel Centro de Drama que fuimos durante casi una década y decididos a mostrar, 27 años después, nuestro interrumpido programa de 1983: “El gajo de enebro”, de Eduardo Mallea; “Fantasio”, de Alfred de Musset (nunca hasta hoy estrenadas en la Argentina ninguna de las dos); “Alcestes”, de Eurípides (el tercero de los trágicos griegos que no llegamos a representar) y “El descenso a la verdad o Los augustos” (del entonces estudiante de Letras y hoy eminente profesor y teatrista Gustavo Manzanal).
Lo que se da en la ficción del emotivo film, seguramente no sucederá en la realidad argentina de hoy. La Universidad de Buenos Aires, (estoy convencido), nunca aceptaría un resurgimiento del TUBA, porque estaría tácitamente obligada a reconocer y legitimar su heroico historial. Yo, por mi parte, no dejaría mis paseos diarios por la desierta playa de Mar del Plata y no creo que alguno, entre aquellos otrora jóvenes que entre 1974 y 1983 formaron parte del TUBA, estén hoy dispuestos a volver, a riesgo que las “secretas pero bien razonadas barbaries” que los persiguieron y humillaron y amenazaron con tanta cerril estupidez, al amparo de una democracia que no merecen disfrutar, vuelvan a querer hacerlo. Porque, ojo!!! Muchos de aquellas y aquellos infames aprendices de Torquemada, siguen estando en los recovecos de la UBA, siempre dispuestos a encender sus hogueras.
De todos modos, soñar no cuesta nada. Déjenme que a la vera del cartel de anuncio de la película “El concierto” ponga un posible, improbable, cartel de anuncio de retorno del TUBA a esa sala donde cosechó tantos aplausos: la de Corrientes 2038, sede del Rojas (pero antes sede de un Teatro Universitario de Repertorio, que no mereció ser calumniado ni ignorado por los que vinieron después de su renunciamiento).
miércoles, 7 de julio de 2010
DE COMO Y CUANDO EL QUIJOTE ESTUVO EN EL TUBA
El “Entremés famoso de los invencibles hechos de Don Quijote de la Mancha”, de Francisco de Ávila, formó parte de uno de los más bellos espectáculos del Teatro Universitario de Buenos Aires, como lo fueron las “Jácaras y mojigangas” de Lope de Rueda, que en alternancia con “La ofensiva”, de Martha Lehmann, ocuparon toda la temporada 1977.
Francisco de Ávila (1573-1647) fue un contemporáneo de Cervantes. No trató de parodiar en su entremés a la ilustre novela de caballería. Escrito y publicado, al parecer, en 1617, el entremés inicia (según los estudiosos), una de las constantes de mayor raigambre en la tradición literaria española: la adaptación y recreación para el teatro de episodios, temas, personajes y recursos estilísticos de la obra inmortal de Cervantes.
En esta revisión (fragmentada e inconexa), de la trayectoria cumplida por el TUBA como Centro de Investigación Teatral, (como cuadra a una agrupación con enclave en una Universidad), el descubrimiento y realización escénica de este texto de Francisco de Ávila ocupa, sin duda, un lugar de mérito.
No debería ser yo, que fui quien lo halló, polvoriento y roído, en la biblioteca de Filosofía y Letras y lo trasladó al tablado del TUBA, quien lo afirmase de modo tan categórico. Sin embargo, esta y otras muchas afirmaciones sobre el valor histórico de la existencia del TUBA sólo conllevan la intención de refutar el ignominioso manto de silencio con que esa existencia (una verdadera epopeya de juventud), ha sido suprimida de los anales académicos de la Universidad de Buenos Aires y de todo otro lugar en el que se documente el devenir del teatro en la Argentina a lo largo del Siglo XX (con excepción, como lo aclaro en la entrada del día 27 de junio de 2010, del “Diccionario de Directores y Escenógrafos del Teatro Argentino”/Perla Zayás de Lima/Editorial Galerna).
Resumiendo: si no hubiera existido el TUBA, ni Francisco de Ávila ni su célebre entremés sobre el Quijote hubieran sido jamás conocidos por el público de Buenos Aires, que en aquel ya lejano 1977 sumó (según datos fidedignos), la no desdeñable cifra de 32.000 espectadores, todos ellos habiendo podido asistir en forma gratuita.
martes, 6 de julio de 2010
CUANDO EL TEATRO Y EL CINE HABLAN EL MISMO LENGUAJE
Sam Haskins, uno de los fotógrafos más célebres de la época de oro de las cámaras pre-reflex, dijo alguna vez esta frase: “Habría que abolir el flash, por lo menos por respeto a la luz”.
Desde mi punto de vista de director teatral por espacio de más de cuarenta años, me atrevo a tomar lo dicho por Haskins y afirmar: “Habría que abolir la luz de frente sobre el escenario, por respeto a los climas que la luz cenital puede llegar a crear”. Sucede que la luz de frente sobre un escenario tiene el mismo efecto "aplanador" que el uso del flash en una fotografía.
Por supuesto, son los divos del espectáculo los que exigen la iluminación frontal, que “lava” toda posible imperfección en sus rostros y esto también es aplicable a la televisión. Vean, si no, como la intensísima luz frontal hace que los rostros de Mirtha Legrand o Susana Giménez aparezcan ante la cámara diáfanos e incólumes al paso del tiempo.Y bien: aun con los medios precarios con que contábamos en el TUBA en materia de iluminación, siempre busqué utilizar la luz como medio de generar atmósferas acordes con el sentido dramático de la representación. Para ello trabajé con la luz como si esta fuese un personaje más en la obra, partiendo del realismo para arribar a una suerte de expresionismo pictórico, esencialmente usado en el cine por directores de fotografía como Sven Nikvist, Oswald Morris o Giuseppe Rotunno.
Transpolar el lenguaje del cine al teatro es un ejercicio apasionante, que apunta a una suerte de poética del encuentro entre la escena real, viviente, y lo subyacente que cada texto dramático contiene, más allá de la época de la cual provenga.
Estoy seguro hoy, en el 2010, que mis discípulos del TUBA, todos tan jóvenes, no estaban en aquel momento en condiciones de darse cuenta del ejercicio de investigación del hecho escénico, del cual indirectamente participaban.
Por eso, quizás sea conveniente recordárselo (a ellos, si tienen la probabilidad de descubrir este Blog) y a todos los jóvenes que hoy buscan nuevas posibilidades de lenguaje en los talleres de arte dramático y nada mejor, para el caso, que insertar aquí una o dos fotografías (tomadas de la versión de “Relojero”, de Discépolo, en el TUBA, en su temporada de 1977), donde claramente se aprecia que la luz (o su premeditada ausencia), está “actuando” a la par de los intérpretes.
Desde mi punto de vista de director teatral por espacio de más de cuarenta años, me atrevo a tomar lo dicho por Haskins y afirmar: “Habría que abolir la luz de frente sobre el escenario, por respeto a los climas que la luz cenital puede llegar a crear”. Sucede que la luz de frente sobre un escenario tiene el mismo efecto "aplanador" que el uso del flash en una fotografía.
Por supuesto, son los divos del espectáculo los que exigen la iluminación frontal, que “lava” toda posible imperfección en sus rostros y esto también es aplicable a la televisión. Vean, si no, como la intensísima luz frontal hace que los rostros de Mirtha Legrand o Susana Giménez aparezcan ante la cámara diáfanos e incólumes al paso del tiempo.Y bien: aun con los medios precarios con que contábamos en el TUBA en materia de iluminación, siempre busqué utilizar la luz como medio de generar atmósferas acordes con el sentido dramático de la representación. Para ello trabajé con la luz como si esta fuese un personaje más en la obra, partiendo del realismo para arribar a una suerte de expresionismo pictórico, esencialmente usado en el cine por directores de fotografía como Sven Nikvist, Oswald Morris o Giuseppe Rotunno.
Transpolar el lenguaje del cine al teatro es un ejercicio apasionante, que apunta a una suerte de poética del encuentro entre la escena real, viviente, y lo subyacente que cada texto dramático contiene, más allá de la época de la cual provenga.
Estoy seguro hoy, en el 2010, que mis discípulos del TUBA, todos tan jóvenes, no estaban en aquel momento en condiciones de darse cuenta del ejercicio de investigación del hecho escénico, del cual indirectamente participaban.
Por eso, quizás sea conveniente recordárselo (a ellos, si tienen la probabilidad de descubrir este Blog) y a todos los jóvenes que hoy buscan nuevas posibilidades de lenguaje en los talleres de arte dramático y nada mejor, para el caso, que insertar aquí una o dos fotografías (tomadas de la versión de “Relojero”, de Discépolo, en el TUBA, en su temporada de 1977), donde claramente se aprecia que la luz (o su premeditada ausencia), está “actuando” a la par de los intérpretes.
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