UNA FOTO MIA DURANTE UN ENSAYO EN EL TUBA. ESTARÍA CONTAGIANDO...?
Quien haya seguido las sucesivas narraciones sobre los nueve años de vida del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA) que configuran este Blog a partir de febrero de 2010, al encontrarse a cada paso con menciones al heroismo, el desinterés, la dedicación incondicional a todo tipo de tareas (aun las más desagradables, como limpiar los baños del público), de aquellos jóvenes que, siendo estudiantes de carreras universitarias, brindaron miles de horas robadas al descanso a trabajar no sólo como “artistas” sino también como artesanos, para que un Teatro de Repertorio pudiese existir en medio del más absoluto desamparo por parte de la Universidad a la que pertenecía...tendrá derecho a preguntarse: “Pero habrán sido realmente así las cosas...?” o “De dónde salian esos jóvenes tan obstinadamente dispuestos a sacrificarse con tanta pasión por sostener un Teatro, en medio de tantas hostilidades, de tanta ignominia...?”
Convengamos que para 1975, cuando el TUBA empezó a perfilarse como una compañía teatral con continuidad de actuaciones, bajo una metódica de trabajo esencialmente “amateurista”, los legendarios tiempos del teatro independiente, donde todos hacían de todo, sin distingo de jerarquías y en medio de espartana disciplina...ya eran cosa del pasado.
Pocos o casi ninguno de aquellos jóvenes que llegaban a la Dirección de Cultura de la UBA, atraídos por carteles que habían visto en sus facultades convocando a formar parte de “un teatro de repertorio”, sabían que un Héctor Alterio, eminente actor reconocido internacionalmente, durante los largos años que integró Nuevo Teatro había sido corredor de galletitas para subsistir.
Y como Alterio, que recién cuando el exilio forzado lo obligó a “profesionalizarse” para mantenerse él y su familia en tierras españolas, fueron decenas, cientos de militantes de la escena libre (por algo definida como “vocacional”), los que dieron (debo decir “dimos”, porque yo también formé parte de ese movimiento durante casi veinte años), toda la fuerza física y la capacidad intelectual por transformar los escenarios teatrales (precarios hasta lo inconcebible) en tribunas de conciencia, donde “formar el alma de los pueblos”, como pedía Victor Hugo que fuese el teatro.
Como dije: aquellos trasnochados, que con la misma ropa gastada de sus trabajos en fábricas y oficinas de mala muerte iban a los sótanos de los teatros independientes a dejar “su resto” (como le escuché tantas veces reclamar a Pedro Asquini: “Hago teatro con los restos de hombres y mujeres del pueblo, para poder, gracias a ellos, llegar al pueblo”), cuando el TUBA empezó a formarse, ya no podían servir de ejemplo, sencillamente porque ya no estaban.
Sucedió, sin embargo, que al frente de aquel “proyecto de teatro nacido en medio de la nada” (año 1974 en la UBA) no estaba uno de esos “teóricos de alto coturno” que suelen brillar en mesas redondas o cuadradas o rectangulares, enunciando conceptos a menudo no descifrables. Estaba, como exijo que me llamen los antiguos discípulos que todavía me atribuyen el rótulo de “Maestro”, un INFATIGABLE (perdón por la necesaria inmodestia) OBRERO DEL TEATRO, que nunca demostró cansancio a la hora de acarrerar decorados por las calles o de subirse a los andamios para montar improvisados puentes de luces en los gimnasios y las aulas magnas de las facultades o en los atrios de las parroquias o en los garages de los cuarteles de bomberos.
Fue eso que suele definirse un tanto poéticamente como “la prédica con el ejemplo”...? No, no pretendo entrar en esa clase de eufemismos. Fue simplemente: EL CONTAGIO.
Porque cuando uno está rodeado de tantos jóvenes como yo lo estaba a mis 34 años, al comenzar a construir la historia del TUBA, no hay “ejemplos teóricos o prácticos” que puedan convencer de la validez del esfuerzo por el esfuerzo mismo, en un contexto de represión, acechanza y burda ostentación de poder paseándose orondamente por las aulas y los pasillos de las Casas del Saber.
Lo que yo hice fue arremangarme, zambullirme en la mugre de aquel edificio de Corrientes 2038 que hoy es el “elegante Rojas”, ponerme a desentrañar textos geniales (como aquel de “La olla”, de Plauto, que se ensayó durante meses en 1975), sacando a luz junto con todos ellos, los recién llegados, lo que las traducciones “prolijas” y “pudorosas” habían desvirtuado por completo y, (en una palabra) NACER CON ELLOS, dejando atrás mi pasado en el teatro, PARA ARRIBAR JUNTOS, SIN MÉTODO, SIN RESABIOS, A UN AMANECER: EL DE UN TEATRO QUE SERÍA LIBRE E INDOBLEGABLE, PESE A TODAS LAS “DIRECCIONES DE CULTURA” QUE SE LE OPUSIESEN.
Les aseguro a quienes se adentren en este Blog, que cuando decidíamos emprender algo nuevo en el TUBA, probablemente fuese yo, su director, quien diese la voz de “Vamos...!”, pero no pasaba ni una milésima de segundo en que se escuchasen diez, veinte, cuarenta voces juveniles gritandose unos a los otros: “Vamos, carajo...!” y allá íbamos, a subirnos a los camiones, a montar cuatro o cinco obras al mismo tiempo, a coser trajes a la casa de alguna o algún integrante (cuando las puertas de Corrientes 2038 se nos cerraban con cualquier pretexto), o buscar ramajes al Delta para recrear la atmósfera del río Paraná en “Lucía Miranda”; a volantear por las calles todas las noches, con frío o con lluvia, para suplir la divulgación que la UBA nos retaceaba; a tantas y tantas locuras más que fueron nuestra SAGRADA LOCURA durante nueve años seguidos.
Yo nunca les enseñé nada; nunca les exigí nada; nunca intenté adoctrinarlos.
Ellos, que no estaban vacunados contra la fiebre de ser OBRERO DEL TEATRO, por estar tan cerca durante tantos días, meses y años de un empecinado “Obrero del Teatro”, sencillamente SE CONTAGIARON.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
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