Una vez más anoche, al término de un nuevo capítulo de la serie televisiva “El pacto”, sentí una necesidad imperiosa, casi como un dolor insoportable en algún lugar del cuerpo, de salir a la calle en pos de alguien que me escuche, que esté dispuesto a enfrentar a quienes sean, como esa abogada que encarna Cecilia Roth, serena pero sólida como el acero, frente al compromiso de arribar a una verdad que se ha mantenido oculta por espacio de casi cuarenta años.
Casualidad o lógica coincidencia: la historia de corrupción que sin disimulos (más allá del cambio de algunos nombres), aborda “El pacto”, es prácticamente contemporánea de la historia del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (el TUBA), que termina siendo abolida y silenciada con (hasta ahora) no investigada ni aclarada perversa impunidad.
No había motivos lógicos para enterrar la existencia de nueve años del TUBA bajo las lozas y cristales del remodelado edificio de Corrientes 2038, al momento de decidirse crear allí el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas.
Podía discreparse con el criterio de elección de repertorios que el TUBA había seguido desde sus inicios hasta su cierre, a raiz de mi renuncia, en junio de 1983. Podía no compartirse la política de acceso gratuito e irrestricto del público a las representaciones y hasta objetarse que un elenco teatral formado en su mayor parte por cursantes de carreras curriculares llegase a concretar más de 130 funciones por temporada, con el “supuesto riesgo” para la dedicación de esos cursantes-actores a los prioritarios compromisos de sus estudios.
Podían achacársele al TUBA muchas cuestiones vinculadas a modelos formativos de la disciplina actoral, dado que sus integrantes (los casi 1.600 que en algún momento habían pasado por sus talleres internos o su escenario), accedían a la vida teatral por medio de la práctica directa, como se hizo durante décadas en los llamados “teatros independientes”.
Podía, en una palabra, afirmarse que el TUBA debía ser restructurado y reenfocado bajo premisas ideológicas, estéticas y escenotécnicas absolutamente contrarias a las que habían caracterizado su funcionamiento durante nueve años.
LO QUE NO SE PODÍA ERA NEGAR QUE HABÍA EXISTIDO Y ENCIMA RENEGAR DE TODA POSIBLE CONTINUIDAD DE SU HISTORIA, QUE HABÍA TRANSCURRIDO BAJO LA ÉGIDA Y CON EL EMBLEMA DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES.
La disyuntiva “TUBA – CENTRO CULTURAL ROJAS”, si alguna vez alguien la esgrimió, fue y es falsa e intencionalmente equívoca.
El “TUBA” era y debió seguir siendo “EL TEATRO OFICIAL DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES” y “el ROJAS”, tal como fue evolucionando con el correr de los años, un ámbito multidisciplinario, donde se dictan cursos de muchas especialidades (teatro, entre ellas), se hace música clásica, le dependen la Orquesta de la UBA, grupos de danzas folklóricas, coros, murgas... y donde también actúan grupos teatrales.
El “ROJAS” no es el reemplazo de lo que fue el “TUBA”; más bien hay que preguntarse porqué dentro de las múltiples actividades que abarca el Rojas no está también una que se llame y funcione como “TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES”, conservando el antecedente de las nueve temporadas realizadas entre 1974 y 1983 (antecedente por cierto no igualado ni superado hasta hoy), lo poquito que se hizo entre 1983 y 1984 y a partir de entonces (que es cuando se pierde todo rastro de su existencia) en una ya no recuperable línea de continuidad de 25 años o más, que lo ubicase a la par de los cientos y cientos de elencos universitarios de la actualidad, en esa fabulosa capacidad de proyectar sus realizaciones escénicas hacia la cada vez más nutrida convocatoria a encuentros y festivales en cuanto lugar del planeta, por remoto que sea, tenga su asiento una Universidad.
Alguien decidió “ROJAS SÍ, TUBA NO”. Lo repito: la disyuntiva no era válida. La propuesta debió haber sido: “HAGAMOS EL ROJAS...PERO CONTINUEMOS LA HISTORIA DEL TUBA”.
Esa decisión en favor de una cosa en desmedro de otra TUVO un responsable. Ese responsable cometió un acto de barbarie, equivalente a la quema de libros durante la Inquisición. Ese responsable quemó la historia de un teatro. Dentro de esa historia, forjándola día a día durante nueve años seguidos, estaba el trabajo, la lucha por subsistir y el desinteresado idealismo de cientos de jóvenes universitarios al servicio de la causa del Teatro de Repertorio con acceso gratuito para el público en general. Todos esos jóvenes que en vano denunciaron en su momento en los diarios y las radios el menoscabo de que habían sido objeto por parte de una Dirección de Cultura anómala y tendenciosa, merecerían (aun hoy, tantos años después), ser moralmente resarcidos.
Como en los acuciantes capítulos de “El pacto”, hace falta encontrar al equivalente de esa serena pero firme abogada encarnada por Cecilia Roth (admirable actriz si las hay), que se atreva a desentrañar las telarañas del pasado y destape las verdaderas motivaciones que llevaron a ocultar la historia del TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES bajo los cimientos del Rojas.
Alguien, un amigo de toda la vida, cuando empecé a escribir este Blog, allá por febrero de 2010, me dijo, tal vez con intención de que no me hiciera muchas ilusiones: “Todo muy lindo, Ariel, pero pensá que eso ya es historia del pasado. A quien puede interesarle que pasó con el TUBA hoy...?”.
Menos mal que los que producen, escriben y actuán en “El pacto” (menos uno), no pensaron de la misma manera. Hay historias antiguas que deben estar más presentes en la opinión pública que (por citar un ejemplo banal), el reencuentro amoroso entre Luciana Salazar y Martín Redrado.
El pasado debe tener su correlato en el presente, para que el presente pueda aspirar a ser tenido en cuenta como valor atesorable en el futuro.
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