domingo, 28 de febrero de 2010

NOCHES MAGICAS, SORTILEGIOS Y REALIDADES

Anotaciones dejadas en un cuaderno, a comienzos de 1983 (último año de vida del TUBA): En la semipenumbra del escenario, rodeado por los trastos de la nueva presentación escénica de “Una tragedia florentina” y en ese clima de devastación que es la sala del teatro, leo a Ionesco y siento que esa escena del autor y el periodista en “El peatón del aire” encierra las claves más lúcidas y desasosegadas que se han establecido sobre el agotado proceso de la creación en el arte.
Cuando Berenguer dice, poniendo fin al reportaje: “Podríamos soportarlo todo si fuésemos inmortales. Pero yo ya no puedo hacer nada; lo único que quiero hacer es curarme de la muerte”, siento un escalofrío, un estremecimiento.
El tiempo se nos va de las manos y tanto quedará sin hacer...
Y sin embargo, habremos sido obligados a realizar tantas futezas, tantas cosas inservibles...
En un momento dado llega Gustavo. Me pide disculpas por interrumpir mi coloquio místico con Ionesco, por profanar ese santuario que es el escenario en quietud. Nos ponemos a hablar de todos esos temas.
Es mentira que en el TUBA se trabaje siempre infatigablemente y hasta casi irracionalmente. No somos sólo una “fábrica de espectáculos”, como algunos creen (y como parece demostrarlo nuestra abundante “productividad”).
Llega Claudia y se pliega al diálogo. Les leo la escena que hace un momento estaba leyendo a solas. “Es todo lo que está dentro de cada uno, nuestros interrogantes de siempre”, acota Gustavo y casi como si aquello hubiese estado preparado de antemano, preconcebido por un hábil concertador de situaciones, saca del bolso donde trae su ropa de ensayo, con el que anduvo todo el día, desde la mañana, un cuaderno deshojado que contiene, escritos con lápiz, los esbozos de una obra que está pergeñando.
Gustavo nos lee uno de los parlamentos. En un momento dado uno de sus personajes dice: “Nos hemos robado nuestra inmortalidad”.
Es asombroso, increíble. El último de los poetas inmortales, en la concepción de Gustavo, ha quedado ciego, como Homero y ya no habrá para él posibilidad de legado. Su cierre a la inmortalidad coincide con esa angustia del autor de Ionesco en “El peatón del aire”.
Ciertos duendes parecen deambular por entre nosotros, acompañando el clima de estremecida tensión en el que nos hemos sumergido al cabo de esta extraña conversación sobre la muerte y la perdida inmortalidad.
Llega Mercedes y al rato Héctor. Abordamos el ensayo previsto para esa noche de “Una tragedia florentina”. A poco de acometer la repetición del planteo hecho en el ensayo anterior, la marcación se torna detallista.
Intuimos que esta vez estamos “más cerca” de Wilde que en 1981. La ironía, la burla a una situación insostenible: ese marido que trata como huésped y luego como comprador de sus mercancías al arrebatador de su bella esposa, y que termina regodeándose con su propio escarnio, como lo hizo el irreverente Oscar al arrojar los despojos de su delicado espíritu al manoseo, al revanchismo de toda la chusma de su tiempo.
A las 23:30 los ordenanzas del edificio merodean por nuestra puerta con intención de echarnos. El sortilegio se quiebra, cortado por la premura de hombres que viven privados de todos esos deleites y angustias de nuestro trabajo sobre el escenario. Asi es y no hay como cambiarlo.

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