domingo, 27 de junio de 2010

SOBRE LA DIRECCION TEATRAL Y CIERTAS FABULACIONES

Aun aquellos que hayan tenido la paciencia de leer todos los textos que he ido poniendo en este Blog a partir de febrero de 2010, referidos a la historia del Teatro Universitario de Buenos Aires, desconocen qué había hecho yo como director teatral antes de abocarme a “inventar” un teatro de repertorio en el yermo, inhóspito y peligroso terreno de aquella Dirección de Cultura de la UBA, tal como funcionaba en los años de mediados de la década del setenta.
No sé, aun, si tengo ganas de contarlo aquí. Hice mucho, como actor, como asistente de dirección y fundamentalmente como director, a lo largo de los veinte años previos a mi decisión de dedicarme pura y exclusivamente a la concreción y posterior sostenimiento del TUBA, durante nueve años seguidos.
Lo que sí necesito contar es cómo fue que llegué a convertirme en director de escena, porque estoy seguro que hay mucho de mistificación en torno a la figura de quien debería ser, en realidad, uno más en el conjunto de los artesanos que integran la realización de una obra dramática, siempre y cuando se cuente, en primer lugar, con una obra dramática que merezca ser corporizada escénicamente, para que el público la conozca, aprenda con ella, disfrute con ella y enriquezca su espíritu con ella.
Yo, Ariel Quiroga, empecé en el teatro a los dieciséis años, dirigiendo.
A modo de justificación de tan repentino inicio, cito una conclusión del eminente Tyrone Guthrie que reza: “La única forma de aprender a dirigir un drama es conseguir uno, reunir a un grupo de actores que sean suficientemente humildes para dejarse dirigir y dirigirlo”.
Esas condiciones se dieron espontáneamente cuando, en agosto de 1956, puse en escena “Los dos derechos”, de Gregorio de Laferrère, en el Conjunto Delfos, uno de los tantos elencos vocacionales que pululaban por los barrios en aquella época.
Muy entradas las madrugadas, en los cafés con billares de Boedo y San Juan, solía pernoctar en interminables discusiones con aquellos teatristas del Delfos, que me aventajaban en unos cuantos años, pero a los que yo aventajaba en mis conocimientos, adquiridos a través del cine, de la forma en que, cada uno a su modo, tanto Elia Kazan en los Estados Unidos como Luchino Visconti en Italia, aplicaban los avances de Stanislavski sobre el proceso creador en la interpretación moderna.
En la dirección lo que cuenta son los resultados. Las reglas y los sistemas son los medios empleados para un fin, de valor sólo para aquellos que tienen suficiente gusto, juicio y sensibilidad teatral para saber cuándo, cómo y dónde utilizarlos. La prueba de un director es la representación, lo que el público y la crítica van a poder ver y juzgar.
Se da el caso de directores que han logrado enorme fama a partir de lo que se cuenta de sus ensayos, pero que pocas veces se han arriesgado a mostrar espectáculos terminados. La leyenda creada por sus discípulos ha de permanecer en secreto per secula seculorum.
En las universidades europeas y norteamericanas se dan cursos preparatorios para futuros directores de escena, pero convengamos que ninguna disciplina teórica puede equiparar su importancia con la de los rasgos personales como la inteligencia, el tacto y la aptitud directiva.
Tampoco, -estoy convencido-, puede un curso universitario proporcionar la capacidad física y emocional necesaria para poder soportar el trabajo intenso, amar la literatura dramática o experimentar el deseo indispensable de dar vida a esa literatura sobre un tablado.
Desde luego y en apoyo de esto último, sería una actitud absurda considerar que con un entrenamiento consciente cualquiera puede ser director. Toda universidad que tenga un departamento de drama excelente, ofrece grandes ayudas al futuro director, pero la realidad histórica parece decirnos que el arte de dirigir se adquiere por un proceso parecido al de la ósmosis.
Según Tyrone Guthrie, (al que ya he citado): “El director es parcialmente un artista que preside a otro grupo de artistas, excitables, indómitos, infantiles e intermitentemente inspirados. También es el capataz de una fábrica, el abad de un monasterio y el superintendente de un laboratorio analítico. No le perjudicaría si además de otras condiciones, posee la paciencia de una buena enfermera, junto con el vocabulario de un antiguo sargento de caballería”.
Es común que en las escuelas de dirección a nivel universitario se trate de poner a los alumnos en contacto inmediato con los grandes textos dramáticos, para saber qué clase de estímulos les produce la lectura de “Rey Lear” o “La Orestíada”. Esta habilidad de poder extraer el valor completo de una página impresa no es un don innato que se tiene o no, porque cambia con la experiencia.
Habrá que conceder que para llegar a ser un director idóneo primero hay que haber vivido lo suficiente. Podía yo entonces, a los dieciséis años, asumir la dirección de “Los dos derechos”, un drama de intrincados resortes afectivos, con largos monólogos y poca acción, que transcurre entre seres adultos y experimentados...?
Quizá tenga mucho que ver el tipo de vida que un joven de dieciséis años ha llevado hasta el momento de plantarse frente a un grupo de actores y disponerse a dirigirlos. A los dieciséis años yo ya había leído a Stevenson, a Julio Verne y a Melville; admiraba a actrices como Vivien Leigh o Ingrid Bergman y a actores como Montgomery Clift, Marlon Brando o Laurence Olivier; había visto en teatro obras de Cliford Odets, Elmer Rice, Bernard Shaw, August Strindberg y Tennessee Williams; había convertido en objeto de culto a Luchino Visconti y su recreación del melodrama romántico en “Senso” e iba casi todos los días al cine.
En una palabra, estaba anímicamente preparado para canalizar mis entusiasmos, mis sueños y mi imaginación.
Lo que apliqué desde los primeros ensayos que me atreví a dirigir fue lo que consideraba haber extraído de la forma verista y al mismo tiempo artística de interpretar, de las treinta y tantas veces que había visto “Al este del paraíso”, de Elia Kazan o las siete u ocho veces que alcancé a ver “Senso”, de Visconti, antes que el gobierno italiano ordenase quemar todas las copias. (Recién en 1971 se pudo volver a ver “Senso”, en una copia reconstruida con retazos de negativos, que distaba mucho de la magnificencia plástica del original).
El resto, mis treinta y tantas puestas en escena a nivel profesional, en temporadas de éxito rutilante o de fracaso desolador, con criticas superlativas o denigrantes, en todos los años que van desde aquella primera aventura con “Los dos derechos”, de Laferrère, en 1956, hasta “Un Fénix demasiado frecuente”, de Christopher Fry, en 1972…fue silencio y olvido, al llegar a la Universidad.
Desnudo, con los pies descalzos, sin mochila acumulando vacuos prestigios, con inocencia y candor y un solo ideario a cumplir: “relevar a los manejos comerciales en la responsabilidad de formar nuestra cultura” (el ideario de Arnold Wesker y su Centro 42), emprendí desde la nada, una mañana de agosto de 1974, la tarea de crear un teatro de repertorio con jóvenes universitarios, en el que todos los oficios del escenario, por arduos y cansadores que fuesen, nos produjesen al aprenderlos y realizarlos, el mismo goce incomparable de la fruta fresca que se degusta en verano, como las uvas que un personaje de la “Comedia de los errores”, de Shakespeare, se dispone a degustar, pícaramente, (en la foto), en una de las gloriosas representaciones de 1978 en la sala del TUBA.

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