Todo el que se haya aventurado a curiosear los capítulos de este Blog, en los que desordenadamente he ido contando la historia del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (que yo prefiero llamar simplemente “el TUBA”), tiene derecho a preguntarse: “Cual fue la razón por la cual la Universidad, habiendo aprobado la creación de ese Teatro, después lo combatió tan insistentemente a lo largo de sus nueve años de vida…?”
“Si era un Centro de Drama que escenificaba los diálogos de Platón y daba a conocer, en muchos casos por vez primera en la Argentina, obras de Molière, Esquilo, Valle Inclán, Racine, Chéjov y académicos de pensamiento avanzado, como el entrerriano Juan Carlos Ghiano, sin soslayar la reivindicación de los precursores del teatro rioplatense, como Nemesio Trejo, Florencio Sánchez o Alberto Vaccarezza…en qué aspectos “deshonraba” la jerarquía académica de la Universidad, como para merecer su desprecio…?”.
Las dos posibles preguntas, desde mi lugar de fundador y sostenedor del TUBA, admiten una sola respuesta: El desorden que su existencia generaba, alteraba la supuesta “serenidad” de los claustros de la UBA.
Cuando la señora de Pagani, jefa del departamento administrativo de la Dirección de Cultura, me vio entrar con un ánfora de yeso comprada en el Once, en octubre de 1974 (un ánfora que se habría de usar en la función del 30 de noviembre de 1974, primera aparición pública del TUBA, escenificando el diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”), no tuvo mejor ocurrencia que exclamar: “Pero Quiroga, esto se va a terminar convirtiendo en un teatro…!!!”. (Entre nos: en eso estábamos y con todo el furor que nos proveía nuestra juventud, nuestra irresponsabilidad y nuestro sagrado entusiasmo).
Y encima nos proponíamos no sólo ser "un teatro", sino un "Teatro de Repertorio", lo cual significa acumular cientos y cientos de elementos (trajes, muebles, herramientas, sogas, cacerolas, sombreros, armas de época, plantas, tarimas, focos, tachos con engrudo, cuadros…) y en menos de lo que la señora de Pagani y demás funcionarios de la UBA tuvieron tiempo para darse cuenta, ya ERAMOS un "Teatro de Repertorio".
A la Facultad de Derecho ingresamos por su imponente vestíbulo, en 1978, arriando todos los bártulos de “Relojero”, de Discépolo, al mismo tiempo que entraban señoras ataviadas con vestidos largos para asistir a una jura. A un abogadillo joven que manejaba el área de Extensión de la Facultad eso le molestó mucho, pero la representación fue un éxito y seguramente fue mucho más entretenida que la solemne jura.
En 1979 cerramos la temporada con una única función del drama “Lucía Miranda”, escrito en 1864 por Miguel Ortega y no tuvimos mejor idea que, para recrear el paisaje del Paraná donde transcurre el trágico amor de la española Lucía por el cacique Mangoré, traer del Tigre arbustos y plantas frescas. (Es la foto que encabeza esta entrada).
Cuando con el correr de los días toda esa vegetación empezó a pudrirse (y ningún ordenanza del edificio de Corrientes 2038 se ocupó de sacarla a la calle), el Decano de la Carrera de Psicología que se cursaba allí no tuvo otro recurso de queja que iniciarme un sumario administrativo. Que finalmente el sumario haya quedado en la nada, no significa que no hayamos tenido que temer seriamente, como tantas otras veces, por la continuidad del TUBA.
Podría citar muchísimos ejemplos más de los “desórdenes” que un Teatro metido dentro de una Universidad puede llegar a producir (y produjo, lo afirmo). Es que el teatro es, en esencia, desorden, algarabía, desfachatez, burla, denuncia, provocación…VIDA. Recomiendo ver la estudiantina de fin de año en la Universidad de Pavía, con que comienza el bellísimo film de Franco Zeffirelli “La fierecilla domada”. Su exultancia me exime de intentar mayores justificativos para aquel mágico desorden del TUBA, que tanta plenitud desparramó en sus auditorios durante casi una década.
lunes, 21 de junio de 2010
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