miércoles, 8 de febrero de 2012

LA BIPOLARIDAD DEL RECUERDO

Anoche volví a soñar con el TUBA. Es algo que me sucede a menudo, en los ya casi 29 años que van desde su cierre en junio de 1983 hasta este reciente 2012. Yo tenía 42 años cuando me ví obligado a presentar mi tercera y defintiva renuncia como director de ese “Teatro de la Universidad de Buenos Aires”, cuya creación había propuesto a la Dirección de Cultura de la UBA en agosto de 1974. Ahora estoy bastante cercano a los 72, de modo que la historia íntegra de ese Centro de Drama (sus inicios, sus paulatinos logros, sus constantes desfallecimientos, producto de los ataques que recibía de la propia Universidad y su enorme tarea realizativa y divulgadora), han formado parte de mi pensamiento consciente y subconsciente durante los últimos largos, vacíos de vida teatral, últimos TREINTA AÑOS de mi existencia.
Hasta llegar con mi propuesta de un TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO a ese viejo edificio de Corrientes 2038, en pleno corazón de Buenos Aires, mi derrotero de teatrista amateur por convicción y elección había transcurrido en muchos escenarios independientes y algunos (pocos), de la esfera profesional (o mejor dicho: comercial).
Conocía de cerca todos los claroscuros de una actividad tan riesgosa como la de los trapecistas que trabajan sin red. El teatro, se haga donde se haga, es siempre un remedo de “combate con la muerte”. Llegar “ileso” al final de cada representación, sin que alguna parte del decorado se haya venido abajo o sin que algún compañero (o uno mismo) se haya olvidado o trastocado parte del texto o sin que un desalmado espectador haya decidido comer caramelos envueltos en celofán en el momento más crucial de un monólogo, es casi tan infrecuente como sacarse la lotería o recibir una herencia millonaria.
Pero así mi experiencia como director, actor, escenógrafo y hombre de teatro total hubiera sido el triple, el cuádruple de la que llevaba a mis espaldas al arribar a la Universidad con mi proyecto de TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO en 1974, de nada me hubiera servido de “preparación” para afrontar toda la avalancha de deslumbramientos, calamidades, riesgos, alegrias descomunales, oprobios, amenazas, triunfos, revelaciones, hazañas, calumnias, amores, odios, rechazos y adhesiones conmovedoras, que sobrevendrían durante los futuros nueve años, que serían justamente los nueve años de vida del TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA).
Es por eso que la remoción consciente de recuerdos (provocada inevitablemente por la elaboración casi diaria de este Blog, a partir de febrero de 2010) y la aparición subconsciente de esos mismos recuerdos durante el sueño, como me sucedió anoche, se caracteriza en ambos casos por la BIPOLARIDAD.
Internamente, el TUBA era un lugar festivo, lúdico por naturaleza (porque “se jugaba” a hacer vida de teatro, pero al mismo tiempo “muy en serio”), en el que los jóvenes alumnos de la Universidad se mezclaban en su procedencia de las más diversas carreras, participando en una camaradería a la par con docentes, graduados y personal de los cuerpos no docentes, de los mismos desafíos frente a la elaboración de las obras del repertorio y a las mismas agotadoras tareas de artesanado, limpieza, repartijas callejeras de volantes y salidas en gira por los lugares más insólitos (parroquias, bibliotecas, campus universitarios o almacenes de ramos generales).
A su alrededor (y también dentro de su entorno), estaba el peligro, la amenaza constante, el desprecio, la burla, el desaliento, la prohibición tajante a la primera de cambio, la mugre, el raterío que nadie en la UBA se ocupaba de combatir, la obsesiva sospecha de “zurdaje” en cada nuevo proyecto que se abordaba, la cautelosa necesidad de disimular bajo seudónimos los apellidos notoriamente judaicos de muchos integrantes para que no se los persiguiese ni humillase, la objeción a autores relevantes por el mismo aberrante motivo, todo esto y mucho más que me produce rabia y asco relatar, proveniente de aquella miserable gente anidada desde hacía décadas en la mayoría de los casos, en lo que orgánicamente figuraba como “Dirección de Cultura” de la Universidad de Buenos Aires.
Si yo pudiera desalojar del recuerdo toda aquella malignidad insana, aquel nauseabundo estercolero de seres carcomidos por el odio hacia el idealismo positivamente transgresor de la juventud... y quedarme sólo con la imagen de aquellos rostros de chicas y muchachos extenuados, poseídos por el desenfreno de la ritualidad, sacados de la chatura de lo cotidiano y elevados al “pathos” donde los sentimientos y los sentidos se confunden en una misma exaltada plenitud, cuando los veía salir de sus ejercicios de expresión corporal (en los que tal vez habían recreado el rito de la primavera, de Stravinsky o la bacanal de “Sansón y Dalila”, de Saint-Saens, o una parranda de arrabal al compás de la música de Juan de Dios Filiberto...), o al finalizar, agotados pero radiantes, las tres o cuatro funciones seguidas de los fines de semana, saliendo al encuentro de ese público que los abrazaba, los acariciaba y hasta le traía golosinas de regalo...
Son dos imágenes que obsesivamente se acoplan en el recuerdo y que ni el hacha de Clitemnestra parecería poder separar: la de las luces y sombras de aquel portentoso, vital, dionisíaco y a la vez apolíneo TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES.
Mejor dicho: EL TUBA, a secas. Los nombres y apellidos muy largos suelen esconder realidades muy estrechas...

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