sábado, 24 de noviembre de 2012

SI EL TUBA NO HUBIESE EXISTIDO...

La existencia, durante nueve años seguidos (entre fines de 1974 y mediados de 1983), del único TEATRO UNIVERSITARIO en la historia de 191 años de la Universidad de Buenos Aires, debería haber merecido ya un análisis sociológico y sociocultural, evitado hasta hoy por todas las instancias que habitualmente intervienen en este tipo de temas.
Es probable (y hasta entendible), que el lapso en el que la historia del TUBA transcurre (1974 – 1983), conduzca en forma directa a una connotación con el mismo lapso en el que el exterminio ejercido desde el Estado obró con atroz impunidad.
Ahora bien: Que el TUBA no pactó ideológicamente con la Universidad en la que nació (y tuvo que morir), lo demuestra sin necesidad de exhaustiva búsqueda, el ideario de pensamiento que surge de su repertorio, hecho público a través de 1.163 representaciones con entrada libre y gratuita.
Pero si hiciera falta apelar a la consulta de elementos de documentación fehacientes, están las cartas dirigidas por su director-fundador (Ariel Quiroga), a los señores Rectores, Secretarios, Directores de Cultura, empleados subalternos y hasta ordenanzas de la Universidad de Buenos Aires; a la Asociación Argentina de Autores (Argentores); a miembros de número de la Academia Argentina de Letras y a los medios periodísticos escritos y radiales, exponiendo las carencias, trabas, persecuciones, prohibiciones y amenazas a las que fue sometido el TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, desde diversos ámbitos (la Dirección de Cultura fundamentalmente), de la propia Universidad de Buenos Aires.
Aclarado esto (que no es moco de pavo), cabe preguntarse, a esta altura del enorme espacio en la web ocupado a partir de febrero de 2010 por este Blog, destinado a dejar testimonio de la existencia de aquel Teatro Universitario llamado “TUBA”, cuan importante (y hasta necesario) fue que el TUBA haya existido.
Los centros de estudiantes estuvieron clausurados en los años precedentes a la dictadura y durante ella, pero más allá de esa circunstancia temporal, tampoco ha tenido la Universidad de la postdictadura un ámbito de convergencia, donde los estudiantes, docentes, no docentes y graduados de las diferentes disciplinas científicas y humanísticas curriculares puedan encontrarse, dialogar, compartir inquietudes, convivir y presentarse a través de una actividad común al resto de la sociedad.
En el TUBA, pese a la terrorífica opresión reinante, eso fue posible.
No cuento con manera de elaborar hoy una estadística, ya que las miles de planillas de inscripción en los planteles del TUBA, a partir de la primer convocatoria de fines de 1974, quedaron en poder de la Dirección de Cultura al cerrarse el TUBA en junio de 1983... y seguramente no sobrevivieron a la prolija tarea de destrucción de todo lo vinculado a su historial.
Siempre menciono la cifra de “aproximadamente 1.600” como el número de inscriptos para participar en el TUBA en sus talleres actorales y escenotécnicos. Cuántos de ellos provenían de Medicina, de Derecho, de Letras, de Ciencias Económicas, de Arquitectura, de Filosofía, de Ciencias Exactas, de Psicología, de Veterinaria, de Odontología, de escuelas oficiales o privadas de teatro, de conjuntos “filodramáticos” de barrio, de coros parroquiales de la ciudad y el conurbano, de talleres literarios de bibliotecas o incluso de los ciclos secundarios del Carlos Pellegrini y el Buenos Aires... imposible saberlo.
Los nombres que permanecen en mi memoria de los que estuvieron más tiempo en la compañía, participando como actores, como iluminadores, como acomodadores de sala, como repartidores de volantes callejeros, como carpinteros, como organizadores de talleres de investigación dramática, como escenógrafos, como vestuaristas, como musicólogos, como acarreadores de decorados por la calle de una facultad a otra, como barredores de sala e higienizadores de los baños para el público, como traductores de textos de Racine o Goldoni (casos concretos de “Fedra” y de “El teatro cómico”, estrenada la primera y no dada a conocer nunca la segunda), como tiradores de cables de electricidad desde el tablero de la planta baja hasta el gimnasio abandonado del último piso de Corrientes 2038, como directores escénicos de obras del repertorio (“Los gorriones”, “Chejoviana”, “El zoo de cristal”, etc.), como copiadores de libretos en las viejas máquinas Olivetti, como teloneros, como ejecutantes de violín o de instrumentos de percusión, como visitantes noctámbulos en los programas de radio para tratar de conseguir un poco de difusión, como tantas y tantas cosas más... me llevan a acordarme de los futuros abogados, los futuros economistas, los futuros médicos, los futuros agrimensores y hasta los futuros jueces, porque en el TUBA participaron jóvenes con futuro o sin él; con familiares cercanos desaparecidos o habiendo permanecido ellos mismos en centros de detención ilegal; con madres que nos traían empanadas los domingos o con hijos muy chicos que cuidar; con días y hasta semanas sin pegar un ojo para terminar una entrega de arquitectura o con enormes libracos bajo el brazo para dar un parcial de derecho o de medicina, mientras se maquillaban para representar a Discépolo o a Valle Inclán en un rinconcito entre los telones del escenario, porque en el TUBA no había “camarines de actores”; con resfrios y fiebre, pero saliendo igual por las calles a repartir folletos de anuncio de las funciones gratuitas, en las puertas del cine Arte o del teatro San Martín, siempre seguidos de cerca por algún autito sin identificación...
Si el TUBA no hubiese existido, tantos cientos de jóvenes (integrantes de esa generación diezmada de los setenta) no hubieran tenido donde encontrarse, conocerse, hablar en secreto de lo que estaba pasando, compartir sus proyectos de vida, sus miedos, sus ansias, sus frustraciones, sus pequeños o grandes logros personales, sus sueños...
El TUBA no fue solamente un teatro, aunque desde su precario escenario se proyectó hacia la comunidad tanto teatro.
Bajo la máscara de la comedia o de la tragedia hubo cientos, tal vez miles de rostros reales que pudieron mostrarse a la luz, unos a otros, en medio del oscurantismo reinante.
Alguien debería advertir que, si bien la Argentina goza desde hace mucho de una democracia plena, ininterrumpible por siempre jamás, no estaría de más que la Universidad de Buenos Aires volviera a tener un ámbito participativo para los jóvenes provenientes de todas las disciplinas, como lo fue el TUBA en tiempos de dictadura.
(Fotos: "La marquesa Rosalinda", de Valle Inclán (Temporada 1981) y "La ofensiva", de Martha Lehmann (Temporada 1977). Máscaras y rostros de los jóvenes intérpretes del TUBA).


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