El público, que asistía masivamente a las cuatro y hasta seis funciones que el TUBA ofrecía en la precaria sala de Corrientes 2038 entre los días viernes y domingos, era en definitiva nuestro mejor crítico, ya que los periodistas especializados rara vez acudían a juzgar nuestro trabajo, alegando que los fines de semana preferían dedicarlos al descanso.
“Por supuesto que debía sobrarles público, si no cobraban entrada...!”, podrán argumentar los excépticos, que nunca faltan. Y sin embargo, no todo era así, en realidad.
“La ofensiva”, de Martha Lehmann, estuvo todo un año en cartel, en la temporada de 1977, porque el público se divertía, se identificaba con los personajes...pero también era llevado a reflexionar sobre la necesidad de estar atentos, por las dudas que esa “ofensiva” llegara a concretarse en el momento menos pensado. En 1979, cuando estrenamos “El atolondrado”, de Molière, no sabíamos como hacer para frenar al público, que quería entrar a toda costa cuando la sala ya estaba colmada. “Stéfano”, de Armando Discépolo, puesta en escena en 1981, debió ser repuesta en 1982 y esta vez la consabida frase de los teatros comerciales “a pedido del público”, era absolutamente cierta.
Pero hubo producciones del TUBA encaradas con mucha seriedad y no pocos logros artísticos, a las que ese público presuntamente adicto en forma incondicional, no le prodigó el beneplácito de una abrumadora presencia. Fue el caso de “Miedos y soledades”, de Juan Carlos Ghiano; de “Fedra", de Racine; de “La marquesa Rosalinda”, de Ramón del Valle Inclán o de “La noche de San Juan”, de Ibsen, cuyo esteticismo más bien frío y distante no contribuyó a generar avalanchas de espectadores y se representaron no más de cuatro meses, con la sala del TUBA “aparentemente vacía”, que era la sensación que nos producía no ver jóvenes sentados en el piso, en los pasillos laterales o trepados a las tarimas del coro polifónico de ciegos, que se acumulaban detrás de la última fila de butacas.
Ahora bien: si hubo un ÉXITO que sobrepasó a todos los otros en la historia del TUBA fue el de la farsa en un acto de Anton Chéjov, titulada “Un trágico a la fuerza”. Figuró en el repertorio de las temporadas 1981; 1982 y 1983; se dió durante meses en la sala de Corrientes 2038 pero también en las aulas magnas y auditorios de las facultades de Derecho, de Medicina, de Ciencias Económicas; en el Centro Cultural del Tigre Hotel; en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata; en el salón de actos de la Universidad de Morón; en el centro cultural de Zárate y en varios lugares más que no recuerdo.
Fue nuestro “caballito de batalla” y el singular mérito interpretativo de uno de los integrantes del TUBA que permaneció por más tiempo en la compañía: Héctor Becerra, que había ingresado a fines de 1975 cuando era estudiante de arquitectura en la UBA; que en el '79 se recibió de arquitecto y que diseñó y realizó con sus propias manos varios de los decorados corpóreos del TUBA, entre los que cabe mencionar los de “La ofensiva”; “Stéfano”; “El gorro de cascabeles” y “El día que mataron a Batman”.
Si no estoy mal informado, Becerra reside desde hace unos cuantos años en Caracas, Venezuela y conduce los destinos del “Teatro Nacional Juvenil” de ese país del Caribe. Supo aprovechar, no cabe duda, la experiencia adquirida a fuerza de sudor y lágrimas (y muchos golpes, por cierto) en aquel TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, cuya historia tantos en la Argentina han decidido sepultar en el olvido o directamente abolir.
He aquí un fragmento de nueve minutos, tomado de alguna de las tantas funciones de “Un trágico a la fuerza”, de Chéjov, en el Teatro de la Universidad de Buenos Aires:
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