La foto de gran tamaño con que se abre este Blog, monocromática, corresponde al saludo final de la función de mayo de 1975, en la sala Enrique Muiño del Centro Cultural San Martín, en la que esa Cabalgata de más de dos horas de duración comenzó su travesía nómade por los lugares más insólitos: parroquias, bibliotecas, salones de actos de colegios y facultades dependientes del rectorado de la UBA y hasta un cuartel de bomberos en la localidad de Florencio Varela.
Chicas y muchachos que en ese momento estudiaban carreras tan opuestas como la medicina o las ciencias económicas, las letras o el derecho, la geología o la computación científica, se transformaron de la noche a la mañana en los típicos personajes del arrabal orillero, para dar vida a sainetes breves y pasos de comedia, tales como “El debut de la piba”, de Roberto Cayol; “Tu cuna fue un conventillo”, de Alberto Vaccarezza; “Fumadas”, de Enrique Buttaro; “Los disfrazados”, de Carlos Mauricio Pacheco; “La fonda del pacarito”, de Alberto Novión; “Marta Gruni”, de Florencio Sánchez; “He visto a Dios”, de Francisco Deffilippis Novoa o “Entre bueyes no hay cornadas”, de José González Castillo.
Es precisamente de este último título que vamos a recordar un pasaje, que en su momento interpretaron un estudiante de derecho y un estudiante de ciencias económicas. Muchísimos de esos jóvenes que se animaron a emular a un Francisco Charmiello, a un José Podestá, a un Francisco Petrone, a una Leonor Rinaldi, a una Benita Puértolas o a un Luis Arata, con el transcurrir de los días, los meses y los años, se fueron perdiendo en eso que se suele llamar “las vueltas de la vida”. Alguna vez, con denodada entrega, con febril ilusión de intentar ser comediantes para llegar a la gente del pueblo que no está en condiciones de pagar una entrada en un teatro comercial,, le permitieron a la Universidad de Buenos Aires contar con un batallador Teatro de Repertorio, que podía abordar con similar idoneidad a Molière o a Discépolo; a Lope de Rueda o a Roberto Cossa; a Chéjov o a Enrique Wernicke; a Ramón del Valle Inclán o a Sófocles; a Esquilo o a Nemesio Trejo.
¡Cuánta injusta desmemoria...! ¡Cuánto injustificado desprecio...!
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