jueves, 12 de julio de 2012

MI PROPIA HISTORIA EN EL TUBA Y DESPUÉS DE ÉL

Hasta ahora, a lo largo de los cientos de capítulos que componen este Blog sobre la Historia del TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (1974 – 1983), a partir de febrero de 2010, he hablado siempre del esfuerzo, de la pasión, de la alegría y el altruísmo de los cientos de jóvenes que lo integraron y de la maniática, absurda, histérica persecución de que ese Centro de Drama fue objeto por parte de la institución académica en la que fue creado y en la que a duras penas subsistió a lo largo de nueve años en forma ininterrumpida: la Universidad de Buenos Aires (en realidad: su nefasta “dirección de cultura”). No sé por qué (quizás porque los tiempos para hacerlo se van acortando, a medida que la edad avanza: voy a cumplir 72 en los primeros días de agosto), he decidido hablar un poco de mí: Ariel Quiroga, actor, escenógrafo, director teatral, (hombre de teatro, en una palabra) que una mañana de mediados de 1974 se acercó a aquella “dirección de cultura de la UBA”, recomendado por una compañera de trabajo de la oficina pública en la que permanecí por espacio de 46 años, con la idea de ofrecer para su proyección y debate una película que acaba de filmar en super-8, basada en un cuento de Horacio Quiroga: “El solitario” y que, sin siquiera tener una mínima idea de cómo iba a llevarse acabo, convertí en la propuesta de creación de un TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO, dejando de lado y sin mostrarlas siquiera, las tres bobinas que almacenaban la hora y media que dura “El solitario”. Tenía en 1974 treinta y cuatro años y ni siquiera había terminado el secundario (me faltaban rendir física, química y matemáticas de cuarto año); el proyecto de un TEATRO UNIVERSITARIO lo llevaba a cuestas en la mochila con que había recorrido los parques y lagos de Esquel, desde los años de 1960, cuando era un actorcillo celebrado por mis intervenciones en “Lástima que sea una perdida”, de John Ford; “La dama no es para la hoguera”, de Christopher Fry o “La alojadora”, de Jacques Audiberti, protagonizada junto a la gran Alicia Berdaxagar en el TAF. Había pasado unos cinco años en Nuevo Teatro, la heroica trinchera de la escena independiente, junto a forjadores de hierro como Alejandra Boero, Pedro Asquini, Héctor Alterio o Rubens Correa. Junto a ellos y unos cien más “actores-obreros” habíamos construído el Teatro Apolo, “laburando” como egipcios para instalar una tribuna del teatro de compromiso social en plena calle Corrientes, baluarte del teatro comercial de la peor especie desde siempre y allí hicimos los sainetes de Enrique Wernicke; “Sopa de pollo”, de Arnold Wesker (enarbolando la bandera roja de la revolución dentro de un decorado tan sólido como nuestras convicciones, de Saulo Benavente) y una discutida pero alertante versión de “El mercader de Venecia”, de Shakespeare. Mis puestas en escena de los años 1967, 68 y 69 habían hecho derramar ríos de tinta en los matutinos, con elogios desmesurados: “Eximio malabarista”, “Prodigioso alquimista”, “Una puesta en escena que nos lleva a creer que todavía la primavera existe”, “Un ejemplo alto, solitario y aleccionador para todo lo que se haga de aquí en adelante en el teatro de Buenos Aires” (bla, bla, bla, bla... palabras, palabras, palabras, como dice burlonamente Hamlet). Fueron los años de mis montajes de “La Arialda”, de Giovanni Testori; “Historia de Pablo”, de Césare Pavese; “Eurídice”, de Jean Anouilh; “Magia roja”, de Michel de Ghelderode; “El profanador”, de Thierry Maulnier; “Lucrecia Borgia”, de Victor Hugo; “La duquesa de Padua”, de Oscar Wilde; “El doctor y los demonios”, de Dylan Thomas, “Un Fenix demasiado frecuente”, de Chfristopher Fry... Fueron tantas las obras montadas, tantos los actores profesionales y no profesionales dirigidos (y en algunos casos: educados), que mucho de lo hecho se me confunde y rehusa acudir a la memoria en este momento de hilvanar el recuerdo. Desde los 16 años, cuando me atrevi a dirigir por primera vez una obra: “Los dos derechos”, de Gregorio de Laferrére, en un conjunto vocacional de barrio, hasta esos 34 en que sentia un agobiante hastio por todo lo que significaba “seguir estando en el comercio infame” (como definia Vittorio Gassman al teatro), no habia parado un solo dia. Eran años en que las obras se representaban de martes a domingos y los sábados y domingos se hacian hasta tres funciones seguidas. En las carpas municipales, en Plaza Irlanda o Cabildo y Juramento, en los años 1958, 1959 y 1960, hacíamos SEIS funciones los sábados y domingos. Empezábamos a las tres de la tarde y no parábamos hasta entrada la madrugada, cuando exaustos y casi agonizantes, nos íbamos a refugiar en los bares todavía abiertos, a masticar una pizza fría, regándola con el insustituible vino tinto. El teatro que depende de la boletería es agobiante. Las críticas han sido buenas, pero si aprieta el frío o hay dificultades económicas en el país, el público deja de venir. El llamado “éxito” es un maldito juego de azar, en el que, como en toda timba, por lo general se pierde. Saqué tantos préstamos en la vieja Caja Nacional de Ahorro Postal, alegando que me iba a casar, para poder pagar los derechos de alguna obra o levantar las deudas acumuladas en las sastrerías teatrales...!!!. Cada proyecto que fracasaba, era un nuevo “matrimonio”... aunque sigo siendo soltero (mejor dicho: un viejo solterón). Hacer teatro en la Universidad, con jóvenes universitarios que se formasen en la vida de teatro al mismo tiempo que participaban en un REPERTORIO de obras jamás abordadas por los elencos profesionales o las salas comerciales... Hacer teatro de investigación, arriesgándose a conceptos escénicos renovadores... La posibilidad era fascinante y todo anduvo bien hasta que me dí cuenta que me había metido en un antro asfixiante, plagado de fanatismos recalcitrantes, de arraigadas manías persecutorias, de enfermiza sed discriminatoria y, además de todo eso, de una estratificada inercia realizativa. Pero ya era tarde para volverme atrás. Había tenido, a fines de noviembre de 1974, la primera reunión con los más de 250 inscriptos que habían acudido al llamado puesto en las carteleras de las facultades: FORMAR PARTE DE UN TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO. Esa reunion, que se llevó a cabo en la cancha de pelota del último piso de Corrientes 2038, en una tórrida tarde de noviembre de 1974, fue una experiencia fabulosa. Hablé por espacio de más de dos horas y al final todos me rodearon, ansiosos de que les siguiese explicando de que se trataba. Es evidente que de mi charla (iniciada con la frase: “ESTAMOS AQUÍ PARA ERIGIR UN TEATRO”), no habían entendido nada. Que podían saber aquellas chicas y muchachos, de apenas 20 ó 23 años, que andaban a los tumbos con sus vocaciones no resueltas por la medicina o la abogacía o las ciencias económicas, que no habían conocido la época de oro del teatro independiente... que era eso de ERIGIR UN TEATRO...?. A partir de alli pasaron tantas cosas, que ya estan contadas desmenuzadamente en los sucesivos capítulos de este Blog: la prohibición inicial de ensayar obras; las reuniones, apretujados entre los escritorios de las oficinas del noveno piso de la calle Azcuénaga; el tener que esconderse bajo los pupitres para zafar de los tiroteos en Ciencias Económicas entre el estudiantado y la policia; los viajes con todo a cuestas a lugares inverosímiles del conurbano: el cuartel de bomberos en Florencio Varela (donde se hizo “El alma del suburbio” en 1977); la Biblioteca Popular de Olivos (donde se dieron a conocer las comedias de Terencio, Plauto y Menandro, que después pasaron al Teatro Nacional Cervantes); el salón de actos del Colegio Carlos Pellegrini (que en estos dias está tomado por los alumnos, porque no quieren que haya un bar concesionado), donde hicimos “A Buenos Aires”, con textos de Sábato, Cortázar y Evaristo Carriego, con lo cual una profesora de la casa nos denunció por subversivos... Luego, cuando logramos instalarnos (por prepotencia; nadie nos lo facilitó), en la sala de Corrientes 2038 y comenzamos a hacer tres, cuatro, seis funciones CON ACCESO GRATUITO cada fin de semana, la amenaza constante de los cortes de luz por tapones desconectados a propósito; los decorados y afiches estropeados; las herramientas de trabajo (serruchos, martillos), que los propios integrantes traían de sus casas, robadas por los custodios y ordenanzas del edificio; los autores y obras prohibidos con cualquier pretexto; la información de funciones dentro de las facultades enviada con fechas equivocadas o cuando esas funciones ya se habían hecho; la sospecha permanente sobre nuestra supuesta “militancia subversiva”; la afrenta, la burla, la humillación de todos los días... Sin embargo, estoy en condiciones de afirmar, ya sobre el final de mi vida, que la epopeya del TUBA fue lo mejor que me sucedió, no sólo en mi vida teatral, sino en mi vida toda. Valió la pena tanto esfuerzo, tanto sobrehumano trabajo, tanto dolor, tanta sofocante amargura, tanta indignación, tanto sometimiento, tantas lastimaduras, tantos golpes, tantas lágrimas chorreando a borbotones por las mejillas... PORQUE HICIMOS UN TEATRO DE REPERTORIO EN LA UNIVERSIDAD, durante nueve años seguidos. En ese teatro pude hacer los autores y las obras que ningún empresario comercial me hubiera permitido hacer, por temor al fracaso de boletería. Y trabajé con cientos de “proyectos de actores”, de “proyectos de hombres de teatro”, que me brindaron su maravilloso entusiasmo, su osadía, su inocencia incontaminada, su fe en la función social del teatro, a partir de contribuir a materializar 1.163 representaciones sin percibir un centavo de recompensa... pero llevando a sus casas, a sus vidas privadas, a su futura vida profesional como médicos, abogados o economistas, unas alforjas colmadas de aplausos, de vítores, de gratitud incondicional de esos miles y miles de espectadores, a los que habían seguramente modificado, enriquecido, ILUMINADO. No me costó dejar el teatro para siempre después que se cerró el TUBA, en junio de 1983 y fracasaron todos los intentos por reabrirlo, en tiempos supuestamente menos cerriles política y culturalmente hablando. Los de aquella torpe y perversa “dirección de cultura”, que yo sepa, no fueron castigados tan severamente como se castigó al TUBA y a todos los que estuvimos en él, con el exilio forzado en nuestro propio suelo. De hecho, todavía quedan “personajes” de esa “dirección de cultura” dando vueltas (cumpliendo funciones...?), por el moderno Centro Cultural Ricardo Rojas, (edificado sobre las ruinas del TUBA) y por algunos recovecos de otros edificios de la Universidad. Por mi parte, alejado hace casi cinco años de Buenos Aires y disfrutando de la buena música, de mi colección de óperas y películas y de un grupo encantador de amigos marplatenses en mi ciudad definitiva, que es Mar del Plata, aprovecho mis ratos de ocio para escribir en este Blog los recuerdos imborrables de aquel TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, que -como “La Barraca”, de García Lorca-, murió tempranamente... pero hizo tanto por arrimar las bondades del teatro al pueblo.

2 comentarios:

  1. Bieeeeeennnnnnnnnn !!!! Ariel !!!!!!!!!!! Te molestaría que te visitara? Daniel Hadis.

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  2. Danielito querido: En mis cuatro años de vida "definitiva" en Mar del Plata, me han visitado Jorge Fargas y Sra. (todos los años) y el admirable, íntegro, forjador Gustavo Manzanal. Tu visita (previo aviso, porque tengo mucha actividad aquí, dando charlas sobre ópera y música clásica), sería un FORMIDABLE REGALO de tu parte. Soy un viejito chocho a punto de cumplir los 72, de modo que seguramente voy a llorar. Bancame, como me bancaste tantas estupideces. Un apretujado abrazo- Te espero...

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