sábado, 23 de marzo de 2013

ELOGIO DE LA POBREZA

Escena de "Los cautivos" de Plauto, en el Teatro Nacional Cervantes (1976)
El "vestuario" fue confeccionado con trozos de arpillera teñida

El presente que nos llega desde Roma, con un flamante Papa que se siente más cómodo entre los pobres que en medio de los fastos de su “entronización”, es un presente que nos lleva a entender mejor algunas cosas del pasado.
Todo este Blog sobre la historia del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (1974 – 1983) es un viaje de regreso al pasado, pero hoy, a partir de la llegada a la Casa de Pedro de Francisco Iº, ese pasado tan ominosamente abolido por la propia Universidad que albergó aquel Teatro de jóvenes universitarios, adquiere un rechinante, urgente sentido de VALIDEZ, de honrosa LEGITIMIDAD.
El TUBA (como se lo llamaba), fue un teatro pobre.
Las herramientas de trabajo las traían de sus casas sus propios intregrantes.
El edificio donde se afincó y desde el que proyectó sus repertorios hacia miles de espectadores, a través de 1.163 representaciones con acceso GRATUITO, era una ruina. Un lugar inhabitable, al que el TUBA consiguió habitar durante nueve años seguidos, a fuerza de hacer de la precariedad, la mugre y el riesgo una suerte de “estoica costumbre”.
Todo cuanto en escena, en una obra de época o con decorados necesariamente corpóreos, lucía como “de un teatro como los demás teatros”, era donado por los espectadores (sombreros, botas, vestidos largos, sombrillas, guantes, muebles de estilo, lámparas, arañas, cuadros...) o traído a urtadillas de las casas de los propios integrantes del elenco.
La máquina de coser “de lanzadera”, que jugaba un rol importante en “Relojero”, de Discépolo (temporada 1978), era la que mi madre usaba para remendarme los guardapolvos del colegio o coserse sus vestidos para ir a la oficina en la que trabajó cuarenta años.
El TUBA era mal visto cuando ingresaba con todas “sus porquerías” para hacer una función en la Facultad de Derecho o en la de Medicina. Las inútiles pero arrogantes empleadas de la “dirección de cultura”, de la que el TUBA estaba obligado a depender, se sentían molestas por el “olor a baño” que había en el pasillo de acceso a la sala de Corrientes 2038, cuando alguna vez (no habrán sido más de cuatro o cinco en nueve años), se dignaban asistir a alguna de nuestras funciones.
Esos baños que daban al pasillo los usaba el público y también las chicas y muchachos del TUBA para cambiarse de ropa y pintarse la cara para la actuación. Una vez ingresados a la caja del escenario, durara lo que durase la obra, su único “baño” posible era una lata que circulaba por entre los telones, de mano en mano.
Salvo sus presentaciones en el Cervantes, en el Auditorium de Mar del Plata o en el Teatro de las Provincias (hoy “Regio”, de Colegiales), el TUBA siempre buscó actuar en aquellos lugares donde pudiese salir al encuentro de la gente que rara vez o nunca hubiese visto un espectáculo teatral, por carecer del dinero para pagarlo: parroquias, almacenes de ramos generales en la provincia, un cuartel de bomberos en Florencio Varela, un tablado en pleno campo en la localidad de Chacabuco, los chicos de los parajes isleños convocados por el municipio de Tigre para ver maravillados una obra de Alfonsina Storni, la biblioteca de ciegos de Medrano y Lezica donde se hacía teatro leído todos los viernes, el sótano de Filosofía y Letras, con los estudiantes sentados en el piso, la biblioteca popular de Olivos, donde se llevaron las comedias satíricas de Terencio, Plauto y Menandro...
El TUBA fue un teatro hecho con harapos, con pedazos de madera (tengo todavía que contar en el Blog la historia del sumario administrativo que nos hicieron por usar tablones de un banco que estaban desde hacía años a la intemperie, en la terraza de Corerientes 2038, acusándonos de “destrucción del patrimonio de la Universidad”), con clavos herrumbrados, telones cosidos con aguja de colchonero y mucha fatiga, muchas horas robadas al descanso y compartidas con las horas de estudio, con libretos copiados en máquinas de escribir Olivetti y carbónicos gastados... y con volantes que se imprimían en la imprenta de uno de sus integrantes, para salir luego por las calles, hiciese calor o frío, a convocar a ese público “común y silvestre”, que la Universidad despreciaba porque (así nos lo hacían saber sus autoridades), “no estaba a la altura de su jerarquía académica”.
El TUBA fue un teatro pobre... que buscó brindar su trabajo, su esfuerzo y su pasión por la vida de teatro a aquellos cientos de miles que gozaron de esa pasión sin tener que pagar un solo centavo.
Si Francisco Iº sale de la opulencia del Vaticano a recorrer los barrios bajos de Roma o de cualquier otra ciudad del resto del mundo y se le ocurre (por qué no...?), asistir a una representación teatral, seguramente va a elegir un teatrucho pobre, hecho por jóvenes pobres, altruístamente pobres... como lo fue el TUBA.


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