Escena de "Los cautivos" de Plauto, en el Teatro Nacional Cervantes (1976)
El "vestuario" fue confeccionado con trozos de arpillera teñida
El presente que nos llega
desde Roma, con un flamante Papa que se siente más cómodo entre los
pobres que en medio de los fastos de su “entronización”, es un
presente que nos lleva a entender mejor algunas cosas del pasado.
Todo este Blog sobre la
historia del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (1974 – 1983)
es un viaje de regreso al pasado, pero hoy, a partir de la llegada a
la Casa de Pedro de Francisco Iº, ese pasado tan ominosamente
abolido por la propia Universidad que albergó aquel Teatro de
jóvenes universitarios, adquiere un rechinante, urgente sentido de
VALIDEZ, de honrosa LEGITIMIDAD.
El TUBA (como se lo
llamaba), fue un teatro pobre.
Las herramientas de
trabajo las traían de sus casas sus propios intregrantes.
El edificio donde se
afincó y desde el que proyectó sus repertorios hacia miles de
espectadores, a través de 1.163 representaciones con acceso
GRATUITO, era una ruina. Un lugar inhabitable, al que el TUBA
consiguió habitar durante nueve años seguidos, a fuerza de hacer de
la precariedad, la mugre y el riesgo una suerte de “estoica
costumbre”.
Todo cuanto en escena, en
una obra de época o con decorados necesariamente corpóreos, lucía
como “de un teatro como los demás teatros”, era donado por los
espectadores (sombreros, botas, vestidos largos, sombrillas, guantes,
muebles de estilo, lámparas, arañas, cuadros...) o traído a
urtadillas de las casas de los propios integrantes del elenco.
La máquina de coser “de
lanzadera”, que jugaba un rol importante en “Relojero”, de
Discépolo (temporada 1978), era la que mi madre usaba para
remendarme los guardapolvos del colegio o coserse sus vestidos para
ir a la oficina en la que trabajó cuarenta años.
El TUBA era mal visto
cuando ingresaba con todas “sus porquerías” para hacer una
función en la Facultad de Derecho o en la de Medicina. Las inútiles
pero arrogantes empleadas de la “dirección de cultura”, de la
que el TUBA estaba obligado a depender, se sentían molestas por el
“olor a baño” que había en el pasillo de acceso a la sala de
Corrientes 2038, cuando alguna vez (no habrán sido más de cuatro o
cinco en nueve años), se dignaban asistir a alguna de nuestras
funciones.
Esos baños que daban al
pasillo los usaba el público y también las chicas y muchachos del
TUBA para cambiarse de ropa y pintarse la cara para la actuación.
Una vez ingresados a la caja del escenario, durara lo que durase la
obra, su único “baño” posible era una lata que circulaba por
entre los telones, de mano en mano.
Salvo sus presentaciones
en el Cervantes, en el Auditorium de Mar del Plata o en el Teatro de
las Provincias (hoy “Regio”, de Colegiales), el TUBA siempre
buscó actuar en aquellos lugares donde pudiese salir al encuentro de
la gente que rara vez o nunca hubiese visto un espectáculo teatral,
por carecer del dinero para pagarlo: parroquias, almacenes de ramos
generales en la provincia, un cuartel de bomberos en Florencio
Varela, un tablado en pleno campo en la localidad de Chacabuco, los
chicos de los parajes isleños convocados por el municipio de Tigre
para ver maravillados una obra de Alfonsina Storni, la biblioteca de
ciegos de Medrano y Lezica donde se hacía teatro leído todos los
viernes, el sótano de Filosofía y Letras, con los estudiantes
sentados en el piso, la biblioteca popular de Olivos, donde se
llevaron las comedias satíricas de Terencio, Plauto y Menandro...
El TUBA fue un teatro
hecho con harapos, con pedazos de madera (tengo todavía que contar
en el Blog la historia del sumario administrativo que nos hicieron
por usar tablones de un banco que estaban desde hacía años a la
intemperie, en la terraza de Corerientes 2038, acusándonos de
“destrucción del patrimonio de la Universidad”), con clavos
herrumbrados, telones cosidos con aguja de colchonero y mucha fatiga,
muchas horas robadas al descanso y compartidas con las horas de
estudio, con libretos copiados en máquinas de escribir Olivetti y
carbónicos gastados... y con volantes que se imprimían en la
imprenta de uno de sus integrantes, para salir luego por las calles,
hiciese calor o frío, a convocar a ese público “común y
silvestre”, que la Universidad despreciaba porque (así nos lo
hacían saber sus autoridades), “no estaba a la altura de su
jerarquía académica”.
El TUBA fue un teatro
pobre... que buscó brindar su trabajo, su esfuerzo y su pasión por
la vida de teatro a aquellos cientos de miles que gozaron de esa
pasión sin tener que pagar un solo centavo.
Si Francisco Iº sale de
la opulencia del Vaticano a recorrer los barrios bajos de Roma o de
cualquier otra ciudad del resto del mundo y se le ocurre (por qué
no...?), asistir a una representación teatral, seguramente va a
elegir un teatrucho pobre, hecho por jóvenes pobres, altruístamente
pobres... como lo fue el TUBA.