viernes, 8 de junio de 2012

GRACIELA GARCÍA: EL CONVENCIMIENTO INTERRUMPIDO

Fedra espera el encuentro con Hipólito, al que ha decidido confiarle su amor y en medio de una quemante incertidumbre, clama: “Dioses, qué he de decirle...? Por dónde comenzar...?”. Graciela García ingresó al TUBA en el verano de 1981, a partir de uno de esos cursos introductorios que yo dictaba en la sede de institutos de la Facultad de Filosofía y Letras, en ese viejo edificio de escaleras palaciegas de la calle 25 de Mayo. Era (si mal no recuerdo) estudiante de Geología, una especialidad de la carrera de Ciencias Exactas de la U.B.A. y de primera intención no revelaba demasiadas aptitudes para la vida de teatro. Bajita, menuda, de aspecto muy frágil, no muy agraciada y con un hilo de voz que se quebraba al subir el tono en una suerte de falsete, no hacía presumir que pudiera llegar a convertirse en actriz, cosa que no figuraba entre las exigencias para formar parte de las huestes del TUBA en absoluto. Graciela pasó un tiempo desapercibida, escondida casi en el conglomerado que estudiaba el teatro “esperpéntico” de Ramón del Valle Inclán, con miras a la inclusión dentro del repertorio, con carácter de estreno en Argentina, de su deslumbrante farsa sobre el contraste entre la nobleza y los cómicos de la legua, titulada “La marquesa Rosalinda”. No recuerdo cuándo sucedió, pero lo cierto es que un buen día Graciela García pasó a ser uno de los factores decisivos para el afianzamiento del TUBA y su cotidiana lucha contra la hostilidad proveniente de la Dirección de Cultura de la cual obligadamente dependía. Se ocupó en conocer en detalle toda la historia pasada, desde los lejanos comienzos itinerantes de los años 1975 y 1976. Nadie podía acercársele cuando se ensimismaba en algún rincón del edificio de Corrientes 2038, grabador en mano, escuchando con unos enormes auriculares las grabaciones de todos los espectáculos del TUBA hasta su llegada. Valoraba uno en especial: “El avestruz acuático”, de 1980, basado en los textos de Jean Louis Barrault sobre la iniciación de los jóvenes en la actividad escénica. El compromiso de Graciela García con la causa del TUBA tuvo ribetes de militancia. Sus armas de combate pasaron a ser la escoba, los serruchos y los martillos. Nos hizo olvidar su fragilidad en una actitud permanente de desafío ante las tareas más pesadas y más ingratas que quienes integraban el TUBA estaban condenados a enfrentar, para que el teatro siguiera existiendo. Qué ejemplo de laboriosidad, de fortaleza física pese a sus limitaciones, de temple indomable en los peores momentos, fue el que dió Graciela García como integrante del TUBA...!. Sus progresos artísticos también fueron notables. Participó en pequeños roles en “La marquesa Rosalinda” de Valle Inclán y en “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde, a fines de la temporada de 1981 y en la de 1982 estuvo en la “Chejoviana II” y en “El velo”, de Martha Lehmann. Al término de esa (que sería la última temporada completa del TUBA), se le confió el rol de Electra en el montaje de “Las coéforas”, de Esquilo y Graciela García logró ser una Electra tan salvaje en su afán de venganza y tan tierna en su desamparo al salir al encuentro de su hermano Orestes... como para transportarme a mí, viejo teatrero, al recuerdo de aquella Aspasia Pappatanassiou, tanbién menuda pero también tremenda, a la que había admirado en las representaciones del Teatro del Pireo en Buenos Aires, en la década del sesenta. Del mismo modo incomprensible en que Electra desaparece de la escena en la tragedia griega, tras consumarse el designio vengador de la muerte de Agamemnón, Graciela García desapareció del TUBA. Me reuní con ella en un banco de la plaza Garay, días después de finalizada la temporada de 1982, pero no supo explicarme qué le había pasado con el TUBA. Lo cierto es que se marchó y no supe más nada de ella hasta que casi un año después de mi renuncia y del desmantelamiento del TUBA, cuando la Universidad de Buenos Aires anunció con bombos y platillos que el Teatro iba a continuar y nombró director a Roman Caracciolo (previamente había nombrado a un tal Enrique Escope), al aparecer notas periodísticas de un espectáculo denominado “Q'nsalada...!”, (cosa de no creer): GRACIELA GARCÍA FIGURABA EN EL ELENCO...!!!. La experiencia, por lo que sé, duró poco y un buen día no se volvió a mencionar nunca más al “Teatro de la Universidad de Buenos Aires” y en el remodelado edificio de Corrientes 2038 cobró vida el proyecto de creación de un Centro Cultural, que terminó siendo lo que hoy conocemos como “el Rojas”. Cómo fue ese tramo en el tiempo (un mes, dos, cinco...?), en que alguien tomó la decisión de abolir para siempre al TUBA y todo dato de su existencia y poner en su lugar el “Proyecto Rojas”...?. Algo me hace suponer que Graciela García fue testigo, porque debió haber estado allí. Cuando uno envejece, como en mi caso (estoy por cumplir 72), los interrogantes no resueltos se tornan acuciantes. A pesar del tiempo transcurrido (casi 30 años), yo necesito saber porqué se decidió sepultar en el olvido la vida de nueve años del TUBA y porqué (habiendo un lugar abierto a todas las disciplinas como el Rojas), nunca más hubo un “TEATRO DE LA UNIVERSIDAD” en la Universidad de Buenos Aires. Dónde está hoy Graciela García...? Habría alguna posibilidad de retomar aquella charla inconclusa de fines de 1982, en un banco de la Plaza Garay...? Y si Graciela García y yo pudiéramos volver a encontrarnos, no me acometería esa misma angustia de Fedra antes de enfrentar a Hipólito y (sin necesidad de invocar a ningún dios), no me preguntaría también yo: “Qué he de decirle...? Por dónde comenzar...?”

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