domingo, 3 de febrero de 2013

SIETE MINUTOS PARA LA ETERNIDAD...

El montaje integral de “La Orestíada”, de Esquilo (dada a conocer en 480 a.C.), iba a ser, hacia mediados de 1981, uno de los proyectos más ambiciosos de ese TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, que me tocó crear, dirigir durante nueve años seguidos y finalmente clausurar, obligado por aberrantes detracciones, emanadas (aunque parezca increíble) del seno de la propia Universidad.
La Dirección de Cultura de la UBA, de la cual el Teatro orgánicamente dependía, puso en estado de alerta todos su armamento destructivo cuando se dió cuenta que el proyecto, anunciado por nuestra cuenta y divulgado con notas a toda página por los que en ese momento eran los principales diarios de la Ciudad, amenazaba con sacar a luz (en medio de una espantosa noche de injusticia como la que padecíamos los argentinos en aquellos años), el peliagudo tema de la administración de justicia.
Contar todo lo que aquellos nefastos funcionarios, empleadas e incluso ordenanzas de la “dirección de cultura” hicieron para impedir que “La Orestíada” llegara a representarse completa (esto es: sus tres tragedias en forma sucesiva: “Agamemnón”, “Las coéforas” y “Las euménides”) en el escenario del TUBA, llevaría más tiempo y espacio que el que vengo empleando en escribir los 269 capítulos anteriores a este, en este Blog.
La temporada del año 1982 del TUBA fue, como ya lo he contado, un verdadero delirio de montajes complicadísimos: “El gorro de cascabeles”, de Pirandello (con su mastodónico decorado corpóreo); “El día que mataron a Batman”, una obra que movilizó a la juventud a lo largo de todo el año, escrita por un estudiante de derecho e integrante del TUBA: Hugo Daniel Hadis; “Escenas de la vida bohemia”, de Henri Mürger (que Giácomo Puccini utilizó como base argumental para su célebre ópera “La bohème”); “Chejoviana II”, que incluía varios cuentos adaptados a la escena y el drama en un acto llamado “El canto del cisne”, del amado Anton Chéjov; “La noche de San Juan”, de Henrik Ibsen; “El velo”, de Martha Lehmann; “El poeta”, de Enrique Wernicke y además, la reposición (esta vez dicho apropiadamente: “a pedido del público”), del grotesco de Armando Discépolo “Stéfano”. Qué pasaba, entretando, con “La Orestíada”...?
La astucia detractora del Director de Cultura lo había llevado a arrogarse “el derecho” a colaborar en la adaptación del texto de las tres tragedias, pero transcurrido un año del inicio del proyecto, él no había salido de borronear algunas pocas carillas del “Agamemnón”. Un buen día dije “basta” y le comuniqué que el TUBA había decidido abandonar el montaje integral de “La Orestíada”. Una vez más, nos ganaban por cansancio.
A mediados de 1982 me decidí por abordar sólo la segunda de las tragedias, “Las coéforas”, que es donde se concreta la venganza de Electra por medio de la acción sangrienta de su hermano Orestes.
Como en otras oportunidades, me refugié en la polvorienta biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, hasta que encontré allí una arcaica traducción hecha por un jesuita chileno unos cien años antes, que me pareció adecuada.
Sobre el cierre de la temporada el TUBA ponía en escena una orgiástica ceremonia tribal (un concepto tomado por mí de la lectura de las memorias de Jean Louis Barrault en ocasión de montar él “La Orestíada” en el Teatro de Francia, en colaboración con el músico Pierre Boulez), cuya propuesta (demasiado osada, por cierto), consistía en elevar, en medio del salvajismo del entorno musical de la partitura de Iannis Xenakis, un sofocado y postergado clamor de justicia, en boca de aquellos jóvenes intérpretes del TUBA, partícipes de una generación aniquilada: ¡Y QUE MUERAN HOY LOS QUE AYER MATARON! ¡LA MUERTE ES LA ÚNICA LEY PARA JUZGAR A LOS TIRANOS...!.
Teníamos una filmación en formato VHS de nuestra versión completa de “Las coéforas”, pero la cinta se arruinó con el paso del tiempo.Queda una grabación en audio de una de las funciones, pero sería complicado insertarla aquí en forma completa. Voy a dejar el testimonio de los siete minutos finales, a partir de la entrada de Orestes luego de matar a Egisto y a su madre Clitemnestra, con la aparición de las furias convocadas para perseguirle y el doloroso lamento final de Electra: “CUANDO SE CALMARÁ, CUANDO SE SACIARÁ, CUANDO SE APLACARÁ LA SED DEL MAL POR PERPETUAR EL MAL...”.
Perdón por la inmodestia: considero que son siete minutos para la Eternidad, que ponen de manifiesto el valor de ese TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES (el TUBA) tan olvidado por una posteridad sumamente interesada en la desaparición de su Memoria.
Y si logran escuchar los siete minutos hasta el final, escucharán también los enronquecidos gritos de “Bravo...!” de los jóvenes espectadores que colmaban todas las funciones del TUBA: ellos también encontraron en nuestro escenario un estrado de Justicia.
Lo decíamos en una nota en el programa de mano de "Las coéforas" (que yo suscribía con mis iniciales: A.Q.): "Pretendemos concretar con este montaje escénico un medio de transmisión de los conceptos éticos más urgentemente necesarios a las actuales audiciencias, sobre el tema de la dignidad con que debe ser enfrentada toda tiranía, cuando la justicia Superior se muestra tardía".
¿Éramos, nomás, "cómplices del Proceso", como nos atribuyeron...?

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