viernes, 7 de agosto de 2015
EL TIEMPO QUE NOS FUE DADO... Y QUÉ HICIMOS CON ÉL
Hoy cumplo 75 años. ¿A quién le importa que un señor llamado Ariel Quiroga, hombre de teatro retirado hace mucho, cumpla 75 años…?. Aunque suene egoísta expresarlo de esta manera: FUNDAMENTALMENTE A MI. Porque haber llegado a los 75 con un pasado de tanto teatro a cuestas, es casi como lo dijo alguna vez Vittorio Gassman: “Llevar un largo porvenir a la espalda”. Haber empezado en los grupos vocacionales de barrio a los 16 años, en 1956, significó imbuirse de una bohemia activa que no se cambiaría por otra manera de hacer las cosas, hasta el final. Empezar en la trinchera de combate, luchando por un teatro de concientización social, fue entender sin mucho aprendizaje (ni mucha superflua teoría), que en esa trinchera había que quedarse (Alejandra Boero me decía siempre: “Desde muy joven me instalé en mi trinchera con alegría”), para no caer en la tentación de pasarse en algún momento a la trinchera enemiga: la del teatro comercial, la del “comercio infame”.
Me tocó ser uno de los últimos defensores de ese movimiento de teatros independientes de Buenos Aires, que había empezado allá por 1930, cuando Leónidas Barletta abrió el Teatro del Pueblo, en donde Roberto Arlt estrenó sus obras. Cuando me convertí en un director “a tener en cuenta” o “con mucho para decir” (como sentenció Emilio Stevanovich en su revista “Talía”), tras las puestas en escena de “El viaje”, de Schehadé; “La Arialda”, de Testori; “Magia roja”, de Ghelderode; “Historia de Pablo”, de Pavese o “El profanador”, de Maulnier, a fines de la década del sesenta, ya había trabajado en decenas de obras como actor; había estado participando de la aventura de la construcción del Apolo (en Corrientes y Montevideo), junto a las huestes de Nuevo Teatro, donde aprendí que ser “obrero del teatro” es más importante que ser “estrella de televisión”, junto al heroico Pedro Asquini, la heroica Boero, el heroico Héctor Alterio y unos cien o más heroicos jóvenes que llegaban cada noche, a ensayar textos de Sartre, de Wernicke, de Dragún o de Wesker, al cabo de trabajar arduas jornadas en fábricas u oficinas de mala muerte.
Pero necesité cumplir un sueño, acariciado desde comienzos de los sesenta, que parecía imposible de concretar en el ámbito siempre conflictivo de una Universidad, (aunque en las universidades del resto del mundo llevaba siglos de práctica) para sentir que mi acercamiento al hecho teatral podía darle un sentido a mi vida toda. “Vengo a proponerles un sueño”, les dijo Néstor Kirchner a los argentinos, allá por 2003. “Estamos aquí para erigir un teatro”, les dije yo a unos 230 estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, que a fines de 1974 se habían inscripto en un vago llamado a integrar un TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO. A partir de esa primera reunión en un polvoriento gimnasio de un vetusto edificio de Corrientes al 2038, se gestó una epopeya de fervor y pasión juvenil que todavía hoy, a 41 años de distancia, ¡no ha sido igualada ni superada…!!!
La historia del TEATRO UNIVERSITARIO DE BUENOS AIRES o del TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, como se lo designó oficialmente, -aunque para los miles de espectadores que lo visitaron en sus casi diez años de vida activa fue simplemente “EL TUBA”-, es mi único, profundo, absoluto sentido de orgullo de haber vivido estos 75 años, a los que llego hoy entero en mis convicciones, seguro de no haber claudicado nunca y sólo con una nostálgica melancolía de anciano, que no querría partir “a tierras más cálidas” sin enterarme que aquel TEATRO UNIVERSITARIO DE REPERTORIO ha vuelto a abrir sus puertas, en el solar de Corrientes 2038, para convocar –con ACCESO LIBRE Y GRATUITO, como lo hizo el TUBA en sus 1.163 representaciones-, a celebrar el rito contestatario más antiguo y a la vez más vigente de la Humanidad.
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