martes, 26 de junio de 2012

EL TUBA: UN TEATRO DE ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS QUE FUE COMO UN TEATRO PROFESIONAL

No recuerdo en qué año fue que el servicio RAE (Radiodifusión argentina al exterior), calificó al TUBA como “EL TERCER ELENCO OFICIAL EN IMPORTANCIA, JUNTO AL TEATRO MUNICIPAL SAN MARTÍN Y AL TEATRO NACIONAL CERVANTES”. Tiene que haber sido en alguna de sus últimas temporadas (1979, 1980, 1981 ó 1982), cuando el TUBA había logrado afianzarse en su fisonomía de TEATRO DE REPERTORIO, con las características de un auténtico COMPLEJO TEATRAL. Para esos años que acabo de mencionar el TUBA ya contaba con repertorios cuidadosamente planificados con mucha anticipación, que por su cuenta anunciaba al fin de cada temporada desde los medios periodísticos. Lo tenía que hacer “por su cuenta” porque la Dirección de Cultura de la UBA, (de la cual aparentemente dependía), carecía de todo indicio de programación a futuro de sus escasas actividades anuales en las áreas de música, folclore o charlas y conferencias. Los veranos del TUBA solían ser época de cursillos introductorios para nuevos postulantes a ingresar a los cuadros actorales o técnicos de la compañía y de estudio y preparación de los espectáculos anunciados. En marzo ya comenzaba el ciclo de funciones semanales con entrada gratuita desde la sala de Corrientes 2038, que se prolongaba hasta fines de diciembre. Entre un viernes, un sábado y un domingo de diez meses de temporada, el TUBA llegaba a ofrecer hasta SEIS espectáculos en alternancia, con decorados corpóreos y un enfoque integral en cuanto a “producción”, que debía permitir la reposición de esos espectáculos en años posteriores. A las funciones de fin de semana en Corrientes 2038 (un viejo edificio de la Universidad que en tiempos del TUBA era una suerte de caserón de fantasmas atestado de ratas y hoy, totalmente reacondicionado y ampliado, es la sede del Centro Cultural Rojas), se sumaban las funciones en días de semana en los aulas magnas o auditorios de las facultades dependientes del Rectorado de la UBA y también las giras a lugares del conurbano o del interior del país. Sin contar con apoyatura logística en lo más mínimo (teniendo que hacerse cargo de la limpieza de los baños, la sala y el largo pasillo de acceso desde la calle, vereda incluída), sin camarines para cambiarse, maquillarse o asearse, los integrantes del TUBA lograron que su teatro experimental, salido de la nada a fines de 1974, funcionase no sólo como un teatro igual a los demás teatros profesionales o independientes, sino como un verdadero COMPLEJO TEATRAL, con varias actividades anexas (audiciones radiales, exposiciones fotográficas, sesiones de teatro leído, recitales poéticos, conferencias, seminarios internos de estudio de autores y obras...). El resultado de todo ese esfuerzo y ese derroche de altruísmo por parte de un caudal humano sometido a desprecio y vejamen por parte de personeros con cargos rentados dentro de la propia Universidad (algunos de los cuales, 30 años después, siguen estando), fueron unos 140 montajes de obras de autores como Molière, Terencio, Shakespeare, Juan Carlos Ghiano, Nemesio Trejo, Oscar Wilde, Leopoldo Marechal, Ramón del Valle Inclán, Sófocles, Esquilo, Florencio Sánchez, Alberto Wainer, Enrique Wernicke, Jean Racine, Anton Chéjov, Luiggi Pirandello, John Synge o Armando Discépolo... Fueron 1.163 representaciones a sala llena, con espectadores de pie o sentados en el piso, a lo largo de nueve temporadas consecutivas... Fueron infinitos momentos de gozo, de celebración, de desencanto, de frustración, de miedo, de festejo, de exaltación, de vergüenza, de pánico, de manos apretujadas, de besos escondidos, de lágrimas a borbotones, de griterío, de extenuamiento, de meditación... tanto por parte de los jóvenes oficiantes del drama representado como de esos cientos de miles de espectadores ignotos, que a cambio del dinero que no tenían que abonar para entrar al TUBA, nos traían caramelos (a veces hasta empanadas) o cuanta cosa vieja pero transformable en un objeto escénico podían acarrear de sus casas: sombreros, puntillas, botas, cinturones, alhajas, radios, palanganas, juguetes rotos y hasta muebles... Si todo eso de inverosímil, maravilloso y exultante que fue el TUBA, aislado en un gheto de terror por la amenaza permanente, diaria, de una “dirección de cultura” nefasta y en gran parte de su historia enmarcado en el caos y la desintegración social de la más horrible dictadura de la historia argentina... qué es lo que se podría hacer hoy, desde un TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES revivido y puesto a seguir marcando rumbos en materia de repertorios... en esta Argentina libre, democrática a rajatablas, en la que los ciudadanos MUEREN CUANDO LES TOCA MORIR “DE SU PROPIA MUERTE”, (como sentenciaba el licenciado Vidriera de las Novelas Ejemplares cervantinas), y no cuando la muerte pasa a ser patrimonio exclusivo de una minoría usurpadora del poder...? Alguien está dispuesto a tomar la pregunta y aceptar el desafío de contestarla...?.

viernes, 15 de junio de 2012

EL TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES: UNA CÁTEDRA VACÍA - FRAGMENTOS DE UN ENSAYO QUE INTENTÓ CONTAR SU HISTORIA ALGUNOS AÑOS ANTES DE ESTE BLOG

En el año 1982, en que el TUBA atravesaba su octava temporada de vida, la revista dominical del diario Clarín publicó una nota en su primera página, cuyo título era: “UNA CÁTEDRA DE TEATRO”. En algún lugar de este Blog está el texto de la nota completa, que merece ser leído con detención, porque los entrevistados habían sido sus propios integrantes y el periodista había reflejado con mucha veracidad y honestidad lo que era el TUBA por dentro y lo que significaba su accionar divulgador en la sociedad. Veintitrés años después del cierre del TUBA, en octubre de 2006, yo escribí un extenso ensayo de más de doscientas páginas, en el que narraba la Historia del TUBA con inclusión de documentos que demostraban en forma irrecusable cómo había sido la faena altruista de aquellos cientos de jóvenes que formaron parte de sus talleres y representaciones durante nueve años seguidos y de qué forma tan inescrupulosa la Universidad había boicoteado esa faena hasta lograr desarticularla, extinguirla y ocultarla en un ominoso y premeditado olvido. El título del ensayo era: “EL TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES: UNA CÁTEDRA VACÍA”, en alusión al testimonio de Clarín del año 1982. Como no contaba con medios para concretar su publicación, me aboqué a volcar el texto de mi ensayo en decenas de CDs., que repartí por montones de lugares, dependencias universitarias, periódicos, radios, teatros... sin obtener jamás una mínima respuesta. En 2010, ya radicado definitivamente en Mar del Plata (la ciudad “de mi destino final”, como reza el título de un bello film de James Ivory, en el que junto a notables actores ingleses está nuestra también notable Norma Aleandro), apareció la posibilidad de crear este Blog, cuyo contenido (por cierto, un tanto abrumador), ya circula por el mundo entero, sin necesidad de andar repartiendo CDs. Tanto como para darle un lugarcito en la HISTORIA DEL TUBA que abundantemente, aunque en forma no cronológica, acumula este Blog en sus ya voluminosas “entradas” o capítulos, voy a insertar a continuación algunos fragmentos del texto inicial del ensayo de 2006, que tal vez interese a sus ignotos y perseverantes seguidores: “El teatro ha ejercido influencia en la civilización humana durante 2.500 años. El alcance sorprendente de la palabra teatro se puede observar también si se analiza la diversidad de intereses que impulsan a los estudiantes universitarios a inscribirse en los centros de drama que surgieron en los albores del Humanismo. La función formativa de los centros de drama universitarios, tanto para los teatristas aficionados como para el público, sobrepasa con creces en el mundo entero (con la curiosa excepción de nuestro país) a la que posibilitan los elencos profesionales, incluidos los de la esfera no comercial. Es una cuestión de recursos y hasta una necesidad de subsistencia. Porque los teatros que dependen del aporte del público y aun los que el Estado subsidia, forzosamente se hallan condicionados al factor “éxito”. En cambio los centros de drama universitarios, desentendidos del marcketing, gozan de la misma libertad y osadía de comportamiento que tuvieron aquellos cómicos ambulantes que acampaban en las caballerizas o a la intemperie, cuyo arte desfachatado no conocía la prudencia y cuyos ropajes hechos harapos olían a tocino recalentado y estiércol. Con elementos jóvenes dispuestos a que se los estimule a explayar su capacidad creadora, -trataré de demostrarlo a la luz de la experiencia por mí vivida durante diez años en la Universidad de Buenos Aires-, se puede experimentar con obras desconocidas, nuevas técnicas de escenificación, nuevos estilos de actuación y de dirección, sin tropezar con los riesgos comerciales abrumadores y con las restricciones y reglas de la costumbre adquirida por empresarios y público, que neutralizan tantas ideas renovadoras en el ámbito del cine y de la televisión. De hecho, yo no estaba en condiciones de prever que en la Universidad esas restricciones y censuras iban a estar presentes, todos los días y a toda hora, con terrorífico poder. Por qué tanto énfasis en eso del teatro con universitarios, después de haber trabajado tantos años con actores talentosos y no por ello menos disciplinados...? Visconti, que había hecho memorables experiencias teatrales con figuras como Vittorio Gassman, Laura Adani, Rina Morelli, Vittorio De Sica, Memo Benassi, Giorgio De Lullo, Marcello Mastroianni, Tino Buazzelli o Lila Brignone, decidió un buen día romper con todos ellos y abordar su primera aproximación a Thomas Mann en “Mario e il Mago” o la “Maratona di danza”, el experimento musical de Hans Werner Henze, apelando a grupos experimentales de jóvenes recolectados en las academias dramáticas de Bologna y Pavía. Es quizá, la disyuntiva del hombre de teatro que siente que sus recursos frente a actores profesionales se han ido agotando (o que los actores profesionales ya no le aportan estímulos que rejuvenezcan esos recursos) y que sale a la búsqueda de nuevas vitalidades en un campo donde las ciencias que se estudian producen cierto grado de anemia de la sensibilidad emocional en los educandos. Lo curioso es que, por lo general, uno se deja llevar por las influencias del medio. En aquel momento en que me decidí a abordar la puesta en marcha de un teatro universitario, lo que imperaba en Buenos Aires era la “ensañanza” del teatro, impulsada por una serie de profesores, cuyos nombres son por todos conocidos y cuyas respectivas metódicas de inducción al ejercicio de la profesión actoral terminaron siendo aceptadas como única garantía de lograr un estatus formativo respetable, por encima del que pudieran otorgar con sus diplomas las escuelas oficiales de arte dramático o la experiencia práctica en los elencos vocacionales. No importaba que un Alfredo Alcón, una María Rosa Gallo, (o tantos otros que sería largo mencionar) hubiesen salido de las aulas del llamado “Conservatorio”, ni que un Héctor Alterio, una María de la Paz, una Haydée Padilla o un Walter Santa Ana se hubiesen hecho a golpes en los sótanos independientes. Para ser considerado un actor a tener en cuenta por la solidez de su preparación, había que haber estado unos cuántos años bajo las enseñanzas de alguno de aquellos “supremos maestros” puestos de moda. Se decía de tal o cual actor o actriz que apuntaban a la consagración: “Estudió con Fulano catorce años”, “Cómo no van a ser buenos, si salieron de la escuela de Mengano”. O bien porque nunca me dejé llevar por ningún tipo de moda impuesta o bien porque nunca creí del todo en la excesiva “intelectualización” de los impulsos creativos espontáneos, lo cierto es que, sin tener puntos de referencia ni en el presente ni en el pasado que me influenciasen, todo mi entusiasmo por seguir en la vida de teatro se hallaba puesto en la posibilidad de continuar esa vida metiéndome a experimentar con jóvenes universitarios. Algo que, por otra parte, muy lejos en latitud y en el tiempo de nuestro Buenos Aires de 1974, se había venido haciendo con increíble asiduidad, desde cientos de años antes. Parece ser, -por ejemplo-, que ya en tiempos de Isabel I y pese a la oposición  de los puritanos, se hacía teatro en las universidades de la vieja Albión. En Hamlet se menciona un drama, que alguna vez se habría representado en la Universidad y se dice también que el rebelde Marlowe hacía representar sus obras por troupes de universitarios. Si nos remitimos a nuestra lengua y a nuestros orígenes culturales, que son los españoles, descubriremos que el teatro universitario en España no sólo tiene un historial que arranca de la época renacentista, sino que –a diferencia de nuestra Universidad del Estado, en la Argentina-, hubo y hay en España investigadores de nombradía que se han tomado el trabajo (que para un investigador debiera no ser fatigoso sino el mayor de los placeres) de abrevar en cuanta fuente hubiere sobre el asunto, por remota que esta fuese. Vale la pena traer a colación un estudio hecho por el profesor Julio Alonso Asenjo, de la Universidad de Valencia, titulado: “Panorámica del teatro humanístico-universitario del Renacimiento hispánico”. Cuando a continuación yo  relate la historia de casi una década del Teatro de la Universidad de Buenos Aires que se inició, poco menos que por casualidad, a partir de una entrevista con un improvisado Director de Cultura de la UBA, a mediados de 1974, se podrá comprobar cuántas similitudes hubo en propuesta de objetivos, criterios para la elección de los repertorios y estilos de formación para la integración de los jóvenes universitarios en el devenir integral de una compañía estable y con permanente actividad frente al público, entre aquella secular epopeya de los universitarios hispánicos y ese hoy olvidado teatro del Río de la Plata, que nació y murió, vencido por la desidia y el oscurantismo, en los otrora ilustres claustros regidos alguna vez por hombres como Ricardo Rojas (1882 – 1957) que, paradojalmente, nunca obtuvo ningún grado universitario, hasta que su prestigio  literario  le valiera la membresía de la Academia Real de Letras de Madrid, a raíz de lo cual la Universidad de Buenos Aires decidió nombrarlo como primer profesor de literatura argentina dentro de sus claustros, de los que fue elegido Rector en 1926. Sin buscar semejanza con otros exilios, vale acotar que por su militancia en el radicalismo, Ricardo Rojas fue confinado por algunos meses en el penal de Ushuaia, en el año 1934. Volviendo al profesor Alonso Asenjo, asombra enterarse a través de su estudio de la variedad de espectáculos estudiantiles que hubo en el Renacimiento español. Destaca este erudito el teatro que hacían los jesuitas, que arranca de obras nacidas en el ámbito de Academias y Universidades, pero por otra parte, advierte que el de los jesuitas no era el único teatro estudiantil. Cita a personas laicas o clérigos, religiosos y municipios, quienes establecían centros de enseñanza en los que siempre aparece la actividad teatral como parte del programa pedagógico. Entusiasma el relato de Alonso Asenjo, cuando menciona que desde los años de 1480 empezaron a darse en las universidades hispánicas representaciones de obras de Plauto y de Terencio, a semejanza de lo que se hacía en Italia, donde desde tiempo atrás le eran ofrecidas a Alfonso de Este, en Ferrara, representaciones de los mismos comediógrafos latinos, al punto que se sabe que osados estudiantes se atrevieron a montar “El eunuco”, de Terencio, obra desfachatada si las hay. Mención especial le merecen al estudioso español las comparsas o mascaradas estudiantiles, que eran también desfiles, paseos o bailes, con o sin representaciones teatrales. Mediante estos espectáculos se señalaban acontecimientos o fechas particulares con desenfadado humor. Se hacía burla de costumbres, ideas, doctrinas y se ridiculizaba a personas notables, tanto de la vida pública como de la universitaria, y los estudiantes varones iban disfrazados de célebres parejas de enamorados: Febo y Dafne; César y Cleopatra; Acis y Galatea; Dido y Eneas; Píramo y Tisbe; Ruggero y la bella Bradamante; Leandro y Hero; Tristán e Isolda; Abindarráez y la linda Jarifa, hasta un total de 17 parejas. Según Alonso Asenjo, los testimonios de desfiles y mascaradas carnavalescas estudiantiles penetran en el siglo XVII, especialmente en Italia, en la Universidad de Pavía y en España es en la augusta Universidad de Salamanca donde se representa el “Diálogo entre el Viejo, el Amor y la Hermosa”, que es anterior a “La Celestina”. Las universidades del Renacimiento, -esto es lo que me interesa destacar, a la luz del trabajo de Alonso Asenjo-, dejaron de albergar manifestaciones teatrales estudiantiles a modo de meras fiestas, para dedicarse al estudio de las obras serias de los trágicos griegos, especialmente de Eurípides y también del latino Séneca. Todo hace pensar que el autor preferido por aquellos teatros universitarios fue Terencio. (Qué magnífica coincidencia con el teatro universitario que nacería en Buenos Aires cinco siglos más tarde...!). Las representaciones teatrales en los centros universitarios pasaron a ser obligatorias desde los primeros años del siglo XVII, y si se tiene en cuenta la multiplicación de centros universitarios y de academias en este siglo en España, podrá conjeturarse el crecido número de representaciones y obras que debieron producirse y también barruntar que esta actividad teatral debe haber producido un vivero de dramaturgos y de actores, formados en las academias de los humanistas o en las aulas universitarias. Es aquí, en este punto, donde Alonso Asenjo se atreve a afirmar que “los ejercicios dramáticos de los estudiantes necesariamente “parieron” a la mayoría de los escritores de teatro que llegaron a la celebridad”. Comparemos el desdén (por no decir desprecio) que la Universidad de Buenos Aires tuvo para con su teatro de universitarios durante los nueve años que existió, con el estímulo que este tipo de actividad llegó a tener en Salamanca, donde los premios a las representaciones se otorgaban en parte en función del «valor de la actuación de los alumnos» . Alta era, pues, la estima en que se tenía la función actoral del estudiante. Nos consta, -afirma Alonso Asenjo-, el afán de los jóvenes universitarios por intervenir en las representaciones. Ser elegido para ello era un triunfo; ser rechazado podía causar verdaderos traumas”. Este ensayo sobre el teatro universitario en el Renacimiento español, del que he citado sólo una ínfima parte, lo descubrí en ese pozo sin fondo que es la moderna Internet, en agosto de 2006, a treinta y dos años transcurridos desde que, prácticamente a ciegas, yo me lanzase a la aventura de crear un teatro de repertorio en la Universidad de Buenos Aires y debo confesar que su lectura  me produce cierto intraducible estupor. Cómo fue que, a partir de aquella fortuita entrevista con un “milico” puesto a Director de Cultura, en agosto de 1974, yo logré encaminarme por ese mismo derrotero de lo lúdico y lo festivo que caracterizó a aquel primigenio teatro en las universidades, en los albores del Humanismo...?. Quien me guió hacia la jocunda osadía y sapiencia de Terencio, que el TUBA hizo por primera vez en la Argentina, nada menos que en la sala del Cervantes, en 1976, formando parte de un repertorio en el que también estaban el latino Plauto y el griego Menandro...?. Cómo se me ocurrió relacionar el espíritu de estudiantina, que de entrada quise inculcar a ese teatro de universitarios, con las jácaras y mojigangas de Lope de Rueda, llamado precisamente “el Terencio sevillano” y que echó a andar su carromato por los caminos en esos años del 1500 que narra con tanta riqueza de imágenes el profesor Alonso Asenjo...?. Puedo pecar de inmodestia al atribuirme una suerte de “clarividencia retrospectiva” (si se me permite el eufemismo), pero quizá valga apelar a la contrafigura de la modestia y confesar que yo nunca pisé la Universidad como estudiante, toda vez que a los sesenta y siete años mantengo inconcluso el bachillerato, faltándome rendir física, química y matemáticas de cuarto año. No pude ser universitario pero fui director de teatro, durante una década, en la Universidad de Buenos Aires y creo haber cumplido con rigor el lejano mandato histórico de aquellos académicos del Renacimiento que, a diferencia de los actuales de la UBA, auspiciaron el surgimiento de las troupes estudiantiles, cuyo legado ha llegado hasta nuestros días. Mi añoranza por la vida universitaria, (que debo haber idealizado a partir del deslumbramiento que me produjo a los quince años la película “El príncipe estudiante”, que transcurre en la vieja Heidelberg), hizo que yo no reparase en 1974 en qué Universidad facciosa me estaba metiendo, la mañana que, en aquella ocasional entrevista en la Dirección de Cultura de la UBA tiré la idea de crear un teatro con estudiantes. Es curioso, pero si bien yo no tenía claro cómo se iba a concretar ese teatro universitario en la práctica, cuando escribí la nota (que no sé si existe todavía, archivada en alguna parte), lo denominé “Teatro Universitario de Repertorio”. Los teatros de repertorio son la mejor escuela para el actor y agudizan la capacidad de apreciación del público. Le gente se pregunta: “Cómo harán esta temporada “El avaro”, de Molière, esos nuevos actores que tiene la compañía...?”; “Volveremos a ver la misma vieja escenografía en “La dama duende” o nos sorprenderán con una nueva...?”; “Dicen que el papel de Electra lo van a hacer dos actrices, una noche cada una. Habrá que ir a verlas a las dos para saber cual está mejor...?”. Luego, está la búsqueda de autores que nunca antes hayan sido abordados y la posibilidad de montar obras totalmente alejadas de las corrientes de preferencia impuestas por la costumbre o las modas y eso sólo puede hacerse en un teatro de repertorio, desentendido en absoluto de intereses comerciales o exitistas. Qué elenco armado circunstancialmente, organizado en cooperativa, donde todos sus miembros se comprometen a poner algo de dinero, se podría animar a montar “Los coribantes”, de Esopa de Samos, esposa del célebre fabulista...?. Y sin embargo “Los coribantes” es una sátira de urticante actualidad, sobre la decadencia de una comunidad gobernada, en apariencia, democráticamente, a causa de la ineficiencia y deshonestidad de sus gobernantes. Se puede pedir algo mas actual como punto de partida para la reflexión crítica, en esta Argentina del siglo XXI...?. En cambio, en un teatro de repertorio, “Los coribantes” puede perfectamente integrar la cartelera, junto con un drama de Ibsen; un grotesco de Pirandello y una obra sobre problemas de la vida moderna, escrita por un integrante de la compañía que debuta como autor. Esopa de Samos no ha sido recordada como comediógrafa, a pesar de que integró el selecto grupo de mujeres aventajadas en el arte de la poesía, como Safo de Lesbos. Lo poco que se sabe de esa época del teatro es que las representaciones de dramas satíricos como los de Aristófanes se hacían a modo de rituales paganos, con un desenfreno orgiástico y apelando a la exhibición de enormes fantoches con formas de genitales. Esto abre un inmenso campo de exploración, que sólo puede atravesarse en la ilimitada dimensión creativa de un teatro de repertorio. Puede que los intentos iniciales fracasen... puede que sean necesarios muchos meses de intentonas inconducentes... puede que “Los coribantes” se resista a salir de su ignota oscuridad de siglos y que la puesta al público no se concrete nunca (de hecho eso fue lo que sucedió en el TUBA), pero el teatro de repertorio se habrá dado el gusto de intentarlo; otras obras habrán mantenido la cartelera activa y los miembros de la compañía, a pesar del fracaso, habrán invertido un caudal de horas, días y meses de investigación que en ningún otro teatro se les habría podido brindar. Subconscientemente, yo quería eso antes que nada: crear un teatro de repertorio, aprovechando la Universidad y sus alumnos como reemplazo de los teatros tradicionales y los elementos actorales que conocía demasiado bien y de los que estaba decididamente desilusionado. La vida de un teatro de repertorio es algo tan alucinante, que por más que uno quiera ser sobrio en su relato, los acontecimientos por si mismos se encargan de situarse en el terreno de la desmesura. Este teatro de repertorio que iba a comenzar su historia el 30 de noviembre de 1974, en la Universidad de Buenos Aires, en la sede de su Dirección de Cultura (Corrientes 2038) no habría de ser la excepción. Su vida estuvo llena de claroscuros; de zonas radiantes de luz (los espectáculos representados ante multitudes vibrantes de entusiasmo; los innumerables actos de amor y altruismo de una juventud pródiga en entrega de sus energías físicas y emocionales) y de zonas de cavernosa penumbra, de aterradora ruindad, de escatológica suciedad (los inmundos y solapados procederes de los funcionarios y empleados  a sueldo de una Universidad facciosa, racista, medieval y psicópata, renegada del Humanismo que le dio origen y razón de ser). No fue la Universidad la que salió ganando, cuando el TUBA se cerró, en junio de 1983. Nada ni nadie iban a poder borrar ya su portentosa historia de nueve años. Al TUBA lo cerramos los mismos que lo mantuvimos abierto, hasta que nos cansamos de ser  humillados diariamente. Me atrevería a afirmar que la existencia del TUBA tuvo mucho que ver con esa plenitud de la celebración de la vida, del goce de la vida, que dio origen a las grandes bacanales o trietarias, que fueron la cimiente del hecho teatral. El TUBA, cual falo báquico, penetró a una Universidad reacia al disfrute sensual del sentimiento mágico de la vida; volcó en ella el fermento de sus potencialidades creadoras con la fuerza incontrolable de un semental y la abandonó a su antojo, una vez consumado el acto (que duró nueve años) y que ningún posterior urdido olvido podría ya suprimir.”.

viernes, 8 de junio de 2012

GRACIELA GARCÍA: EL CONVENCIMIENTO INTERRUMPIDO

Fedra espera el encuentro con Hipólito, al que ha decidido confiarle su amor y en medio de una quemante incertidumbre, clama: “Dioses, qué he de decirle...? Por dónde comenzar...?”. Graciela García ingresó al TUBA en el verano de 1981, a partir de uno de esos cursos introductorios que yo dictaba en la sede de institutos de la Facultad de Filosofía y Letras, en ese viejo edificio de escaleras palaciegas de la calle 25 de Mayo. Era (si mal no recuerdo) estudiante de Geología, una especialidad de la carrera de Ciencias Exactas de la U.B.A. y de primera intención no revelaba demasiadas aptitudes para la vida de teatro. Bajita, menuda, de aspecto muy frágil, no muy agraciada y con un hilo de voz que se quebraba al subir el tono en una suerte de falsete, no hacía presumir que pudiera llegar a convertirse en actriz, cosa que no figuraba entre las exigencias para formar parte de las huestes del TUBA en absoluto. Graciela pasó un tiempo desapercibida, escondida casi en el conglomerado que estudiaba el teatro “esperpéntico” de Ramón del Valle Inclán, con miras a la inclusión dentro del repertorio, con carácter de estreno en Argentina, de su deslumbrante farsa sobre el contraste entre la nobleza y los cómicos de la legua, titulada “La marquesa Rosalinda”. No recuerdo cuándo sucedió, pero lo cierto es que un buen día Graciela García pasó a ser uno de los factores decisivos para el afianzamiento del TUBA y su cotidiana lucha contra la hostilidad proveniente de la Dirección de Cultura de la cual obligadamente dependía. Se ocupó en conocer en detalle toda la historia pasada, desde los lejanos comienzos itinerantes de los años 1975 y 1976. Nadie podía acercársele cuando se ensimismaba en algún rincón del edificio de Corrientes 2038, grabador en mano, escuchando con unos enormes auriculares las grabaciones de todos los espectáculos del TUBA hasta su llegada. Valoraba uno en especial: “El avestruz acuático”, de 1980, basado en los textos de Jean Louis Barrault sobre la iniciación de los jóvenes en la actividad escénica. El compromiso de Graciela García con la causa del TUBA tuvo ribetes de militancia. Sus armas de combate pasaron a ser la escoba, los serruchos y los martillos. Nos hizo olvidar su fragilidad en una actitud permanente de desafío ante las tareas más pesadas y más ingratas que quienes integraban el TUBA estaban condenados a enfrentar, para que el teatro siguiera existiendo. Qué ejemplo de laboriosidad, de fortaleza física pese a sus limitaciones, de temple indomable en los peores momentos, fue el que dió Graciela García como integrante del TUBA...!. Sus progresos artísticos también fueron notables. Participó en pequeños roles en “La marquesa Rosalinda” de Valle Inclán y en “Una tragedia florentina”, de Oscar Wilde, a fines de la temporada de 1981 y en la de 1982 estuvo en la “Chejoviana II” y en “El velo”, de Martha Lehmann. Al término de esa (que sería la última temporada completa del TUBA), se le confió el rol de Electra en el montaje de “Las coéforas”, de Esquilo y Graciela García logró ser una Electra tan salvaje en su afán de venganza y tan tierna en su desamparo al salir al encuentro de su hermano Orestes... como para transportarme a mí, viejo teatrero, al recuerdo de aquella Aspasia Pappatanassiou, tanbién menuda pero también tremenda, a la que había admirado en las representaciones del Teatro del Pireo en Buenos Aires, en la década del sesenta. Del mismo modo incomprensible en que Electra desaparece de la escena en la tragedia griega, tras consumarse el designio vengador de la muerte de Agamemnón, Graciela García desapareció del TUBA. Me reuní con ella en un banco de la plaza Garay, días después de finalizada la temporada de 1982, pero no supo explicarme qué le había pasado con el TUBA. Lo cierto es que se marchó y no supe más nada de ella hasta que casi un año después de mi renuncia y del desmantelamiento del TUBA, cuando la Universidad de Buenos Aires anunció con bombos y platillos que el Teatro iba a continuar y nombró director a Roman Caracciolo (previamente había nombrado a un tal Enrique Escope), al aparecer notas periodísticas de un espectáculo denominado “Q'nsalada...!”, (cosa de no creer): GRACIELA GARCÍA FIGURABA EN EL ELENCO...!!!. La experiencia, por lo que sé, duró poco y un buen día no se volvió a mencionar nunca más al “Teatro de la Universidad de Buenos Aires” y en el remodelado edificio de Corrientes 2038 cobró vida el proyecto de creación de un Centro Cultural, que terminó siendo lo que hoy conocemos como “el Rojas”. Cómo fue ese tramo en el tiempo (un mes, dos, cinco...?), en que alguien tomó la decisión de abolir para siempre al TUBA y todo dato de su existencia y poner en su lugar el “Proyecto Rojas”...?. Algo me hace suponer que Graciela García fue testigo, porque debió haber estado allí. Cuando uno envejece, como en mi caso (estoy por cumplir 72), los interrogantes no resueltos se tornan acuciantes. A pesar del tiempo transcurrido (casi 30 años), yo necesito saber porqué se decidió sepultar en el olvido la vida de nueve años del TUBA y porqué (habiendo un lugar abierto a todas las disciplinas como el Rojas), nunca más hubo un “TEATRO DE LA UNIVERSIDAD” en la Universidad de Buenos Aires. Dónde está hoy Graciela García...? Habría alguna posibilidad de retomar aquella charla inconclusa de fines de 1982, en un banco de la Plaza Garay...? Y si Graciela García y yo pudiéramos volver a encontrarnos, no me acometería esa misma angustia de Fedra antes de enfrentar a Hipólito y (sin necesidad de invocar a ningún dios), no me preguntaría también yo: “Qué he de decirle...? Por dónde comenzar...?”

miércoles, 6 de junio de 2012

NORBERTO SUAREZ... UN "HASTA PRONTO" Y ALGO QUE VER EN NUESTRA AMISTAD DE LOS SESENTA CON LA HISTORIA FUTURA DEL TUBA

El lunes 4 de junio murió Norberto Suárez, que había sido una figura muy popular del cine y la televisión hace unos treinta años o más. Teníamos sólo dos años de diferencia (él 19 y yo 21), cuando en 1961 nos acoplamos al voluminoso elenco que iba a estrenar en Buenos Aires “Lástima que sea una perdida”, la escandalosa tragedia de John Ford (contemporáneo de Shakespeare), que en París se había atrevido a resucitar Luchino Visconti, con Alain Delón y Romy Schneider en los roles de los hermanos incestuosos, cuya pasión oculta culmina en una feroz orgía de sangre en un palacio de Parma, en el Siglo XVI. Con Norberto se dió espontáneamente una suerte de compinche camaradería, a partir de que compartíamos todas las escenas de la obra (yo era Bergetto, el pretendiente adinerado pero un tanto idiota de Annabella y él mi servil criado Poggio), que se prolongó a lo largo de todo 1961 (año de los interminables ensayos) y de 1962, el período de diez meses en los que “Lástima que sea una perdida” se instaló como el espectáculo de mayor éxito y polémica del teatro de Buenos Aires. También participamos juntos en una película (“El complejo de Edipo”, dirigida por Marcos Madanes), que se filmó en 1963 en los estudios de Argentina Sono Film y de cuyo estreno jamás tuve noticia. A partir de entonces Norberto inició una meteórica carrera, que un buen día habría de interrumpirse abruptamente, al estrellarse su bello rostro contra el volante de su automóvil. Yo, por mi parte, seguí en los sótanos de los teatros independientes, dirigiendo obras “muy” importantes... pero con muchísima menos notoriedad que la que él iba adquiriendo, en films de Leopoldo Torre Nilsson y Daniel Tinayre... o en los teleteatros de Abel Santa Cruz o Nené Cascallar. Los tres años de amistad con Norberto Suárez, como corresponde a toda amistad libre de segundos intereses, fueron de permanente, casi encarnizada discusión sobre cómo debía encararse una “trayectoria artística”. Él apuntaba decididamente a la tapa de Radiolandia, a la popularidad rutilante, a la CELEBRIDAD, costase lo que costase. (Es obvio que lo logró... aunque nunca sepamos cuánto dolor y desesperación debió soportar... porque para peor era lúcidamente inteligente). Por mi parte, mi única meta era EL REPERTORIO (aquello de montar obras en simultaneidad, cada día de la semana una distinta, para luego almacenarlas y reponerlas de tanto en tanto). Nos reuníamos con Norberto todas las tardes, antes de los ensayos o las funciones y luego, ya pasada la medianoche y hasta casi el fin de la madrugada, en un bar de Corrientes y Montevideo, por entonces llamado “Metrópolis”. Era el punto de convergencia de toda la “chusma” de los teatros, chicos y grandes, que pululaban por los alrededores. Mi tema obsesivo (cosa que a Norberto lo sacaba decididamente de las casillas), era la posibilidad de hacer TEATRO DE REPERTORIO, pero no con actores profesionales ni con empresarios sujetos al éxito de boletería, sino dentro de una Universidad... con la participación desinteresada de jóvenes universitarios... Qué hermosos, qué irrepetibles fueron aquellos años de 1961, 1962 y 1963, en los que mi amistad de todos los días y todas las horas con Norberto Suárez (al llegar a nuestras casas seguíamos con el cambio de pareceres por teléfono, cuando las tarifas no eran medidas), era mi punto de referencia para proyectar un futuro; un futuro que recién concretaría casi diez años más tarde, cuando el TEATRO UNIVERSITARIO DE BUENOS AIRES empezó a tomar forma, hasta convertirse en el ejemplar TEATRO DE REPERTORIO que existió durante nueve años seguidos, marcando rumbos en materia de repertorio desde una Universidad de Buenos Aires que a duras penas le dió su nombre... pero nunca admitió su paternidad. En los cincuenta años siguientes a aquellos años de febril camaradería, Norberto Suárez y yo no volvimos a vernos. Sin embargo, cuando antes de ayer me enteré de su muerte, un escalofrío me recorrió el cuerpo y al llorar su partida lloré también, una vez más, por el sueño truncado de ese Teatro Universitario que él, premonitoriamente, veía como “la idea disparatada de un loco lindo”. GRACIAS, NORBERTO, POR TU LIMPIA, TIERNA, COMBATIVA AMISTAD y que tengas de aquí en más una gira colmada de éxitos y de ovaciones. Nos reencontraremos pronto...?. Vos alguna vez fuiste famoso y adorado por el público; yo alguna vez tuve un Teatro Universitario, que el público también quería mucho y que se llamaba “el TUBA”. No me digas que nos vamos a seguir peleando por la misma historia... ?. (En la foto: Norberto, yo y Luis Monserrat en una escena de “Lástima que sea una perdida”, de John Ford. Teatro “35” - Año 1962).