miércoles, 30 de junio de 2010

LOS SONIDOS DEL ENTUSIASMO

Para Ortega, el entusiasmo es el elemento ontológico por antonomasia. Merced al entusiasmo por vivir algo muy a fondo, todas las barreras y los inconvenientes son pasados por alto. El entusiasmo puesto en un objetivo superior vuelve minúsculas las dificultades.
En el TUBA, el entusiasmo desbordaba cada vez que se presentaba ante el público, en esa sala de Corrientes 2038, donde la precariedad era una amenaza constante de nuevos desalientos.
Los jóvenes estudiantes que hacían las veces de actores no tenían donde cambiarse ni cómo ir al baño una vez que ingresaban a la caja del escenario. Así y todo, el pudor y el respeto fueron siempre objeto de culto entre mujeres y varones, obligados a una intimidad rayana en lo promiscuo.
Sobre el final de las funciones, una vez recibido el aplauso del público, comenzaba el trajín para poner todo en su lugar. Unos, volviendo a llevar a su lugar pesados pupitres, que se agregaban a las butacas fijas de la sala, y que se traían de otros pisos del edificio, donde se dictaban clases; otros, escondiendo en la famosa “trampa” (el espacio debajo del tablado que ellos habían dado en llamar “la vizcachera”), todo el bagaje de ropería y de elementos de utilería, que debían ser preservados de la rapiña.
Nada de lo que el TUBA utilizaba en sus espectáculos tenía demasiado valor; sin embargo siempre, cada semana, manos anónimas se encargaban de sustraer o sencillamente ROMPER, por puro gusto, aquellos míseros trastos de teatro de una compañía pobre de comediantes, cuando los encontraban a mano.
En medio de todo ese ir y venir, con el cansancio a cuestas de jornadas que empezaban en las primeras horas de la tarde de cada sábado y domingo y se prolongaban hasta casi la madrugada, aquella muchachada heroica aprovechaba que la música final del espectáculo seguía saliendo por los altoparlantes, para improvisar danzas y piruetas, que (sin ellos proponérselo) remedaban el juego libre de los errabundos de la comedia del arte.
Como ejemplo, vayan estos escasos minutos que he rescatado del final de una función de 1982. Van a escuchar a uno, “enroscado” con el tema de una cassette, en la que yo, al parecer, le había indicado grabar algo sin darle demasiadas indicaciones; van a escuchar a otros que comentan un “accidente” que acababa de ocurrir en escena, por un pañuelo que no estaba donde debía estar y a alguien que renunció a salir a saludar, para sostener la cuerda del telón que amenazaba cortarse…
Finalmente van a escuchar el frenesí de la danza, en la que una compañera de frágil silueta era revoleada por el aire. En una palabra: van a escuchar los sonidos del entusiasmo.

lunes, 28 de junio de 2010

EL TEMIBLE RIESGO DE LOS ENSAYOS PARA UNA DIRECCION DE CULTURA

Corría marzo de 1975. A fines del año anterior había tenido lugar la primer convocatoria a integrar el futuro elenco del Teatro Universitario de Repertorio (así lo había presentado como proyecto en agosto de 1974 y así me había sido aprobado, sin saber los de Cultura de la UBA de qué se trataba).
En la sala de Corrientes 2038 –la futura sede del TUBA y hoy sede del Rojas-, yo daba clases que en realidad eran charlas informales, todas las noches, entre las 20 y las 23:30, con los que quisieran asistir. Nunca había menos de ciento veinte o ciento cincuenta concurrentes, lo cual colmaba prácticamente la capacidad del pequeño recinto.
Siguiendo las enseñanzas de Jean Louis Barrault desde sus libros de memorias; de Francisco Silva, mi director de Los Pies Descalzos; de Alejandra Boero y Pedro Asquini, mis venerados patriarcas de Nuevo Teatro y del infatigable Peter Brook (cuyas teorías sobre “El espacio vacío” me sabía de memoria), yo buscaba imbuir a aquellos jóvenes de la jocunda alegría de respirar noche a noche la sacrosanta tierra de los escenarios, de buscar en cada exploración de un texto la verdad profunda del espíritu humano (estoy citando a Stanislavski), de sentir la plenitud de apasionarse por todo y al mismo tiempo, no aferrarse a nada...porque el teatro –como dice Barrault-, no es otra cosa que “el arte de lo efímero”.
Entretanto, había presentado a la Dirección de Cultura el esquema de lo que sería el primer repertorio. Estaban: “La montaña de las brujas”, de Julio Sánchez Gardel; “El jardín de los cerezos”, de Antón Chéjov y “Tu cuna fue un conventillo”, de Alberto Vaccarezza.
Alguien me dirá: “Pero no era un despropósito pensar en montar “El jardín de los cerezos” con un elenco de principiantes...?”, y sin embrago yo recuerdo una puesta muy lograda, a fines de los años cincuenta, en el teatro Candilejas, dirigida por Clara Fontana, con un elenco de aficionados muy jóvenes todos, entre los que estaban el hoy periodista y hombre de pensamiento político Miguel Bonasso.
Cuando insistí para que me lo aprobaran, apareció la primera de las aberrantes censuras a las que me vería sometido de ahí en adelante. “Para qué tiene tanto apuro con que le aprobemos el repertorio...?” –me preguntó uno, que hacía las veces de Subdirector de Cultura-. “Para poder empezar los ensayos”, contesté con toda naturalidad. “Ensayos...?” –se le transformó la cara, como si le hubiera dicho: “Para poder empezar las acciones terroristas”-. “Ah, no...!” –exclamó de inmediato el tal Subdirector o lo que fuese-, “Ensayos por ahora no...es peligroso…!”.
Peligroso...? Qué podía tener de peligroso que el grupo comenzase a ensayar las obras de un repertorio...?
“No, nada de ensayos, Quiroga, por favor. Siga como hasta ahora, dándoles charlas. Yo he visto que eso los mantiene muy entusiasmados”, fue el corolario de la negativa. Evidentemente, lo que buscaban era que el teatro “pareciese” existir, pero que no existiese.
Mientras todo quedase entre las cuatro paredes de la Dirección de Cultura, nadie de afuera se iba a enterar. Pero si se empezaban a ensayar obras, (estoy tratando de imaginar lo que pasaba por aquellas mentes), en algún momento alguna de esas obras se iba a estrenar y entonces el Teatro iba a tomar estado público…y en qué podía terminar todo eso…?
Justamente: en lo que terminó, con cientos de funciones por año, con miles de espectadores accediendo gratuitamente a ver a Chéjov, a Discépolo, a Molière, a Valle Inclán, a Terencio, a Florencio Sánchez, a Esquilo, a Sófocles, a tantos “peligrosísimos” divulgadores de ideas “perniciosas” sobre la condición humana.
El enfrentamiento que acabaría con el cierre del TUBA, en junio de 1983, empezó allí, con ese “Ensayos...? Por ahora no, es peligroso”. De ahí en más, por espacio de nueve años seguidos, la Universidad por su lado trataría de impedir día tras día que el teatro existiese y Ariel Quiroga y sus huestes del TUBA, por el suyo, trataríamos de lograr que el teatro siguiese existiendo a toda costa.
Y para eso, ensayamos, ensayamos, ensayamos, ensayamos, ensayamos…

"DISERTACIONES" EN LAS FACULTADES

Durante el año 1981 el TUBA hizo tres presentaciones en el Aula Magna de la Facultad de Medicina, los días 6 de julio, 3 de agosto y 14 de septiembre. El programa de cada fecha aparecía anunciado en affiches oficiales de la UBA de la siguiente manera:
6 de julio: “CHEJOV, EL ESPIRITU DE LOS BOSQUES” Disertación a cargo del director del TUBA, ilustrada con la representación de “Un trágico a la fuerza”.
3 de agosto: “DISCEPOLO, EL NAVEGANTE SOLITARIO” Disertación a cargo del director del TUBA, ilustrada con la escena final del primer acto de “Stéfano”.
14 de septiembre: “CALDERON Y LA PROBLEMÁTICA DE LA VIDA” Disertación a cargo del director del TUBA, ilustrada con grandes escenas de “La vida es sueño”.
La palabra “disertación” no cuadra con lo que yo intentaba hacer en esas charlas frente al estudiantado que, ávido de participar en algo en aquellos tiempos de clausura (los centros de estudiantes habían dejado de existir a partir de 1976), se agolpaba para ocupar asientos en el vasto anfiteatro semicircular.
El desafío que siempre me impuse al salir a hablar en las facultades era el de no usar libreto alguno. Lo estructurado, lo ceremonioso, lo “académico” estaba de más, si uno quería “atraparlos” con un relato que tuviese la capacidad de sorprenderlos y procurar su aprobación o su discrepancia.
Triste reflexión la que me viene en este momento a la memoria: aquellos jóvenes estudiantes de los años del “Proceso” no eran capaces de discrepar con nada. Habían sido duramente educados en el acatamiento.
Cada vez que alguna de mis intencionales provocaciones pasaba de largo sin surtir efecto alguno, yo sentía dentro de mí la aplastante comprobación de que estaba frente a una “clase muerta”, como reza el título de uno de los alucinantes montajes del “Cricot 2”, que dirigía el genial Tadeusz Kantor.
Hubo, a lo largo de los nueve años de historia del TUBA, muchas otras “disertaciones” en facultades. Recuerdo las que me tocó hacer en Ingeniería (sobre Terencio); en Agronomía (sobre el teatro nacional de la década del sesenta); en Derecho, sobre “La Orestíada”, de Esquilo y la de Córdoba, en el Pabellón de las Américas de la Universidad(que en algún lugar de este Blog se puede escuchar en forma completa).
Me gustaba eso de pararme frente a una tribuna colmada de jóvenes (sin importarme si algunos iban y venían, entrando y saliendo para asistir a sus clases o volviendo de ellas) y poder despojarme de esa estúpida pacatería de los que se creen “iluminados de la cultura”, para así hablarles con su propio lenguaje de lo que el teatro tiene de esclarecedor y hasta transformador, en las sociedades sojuzgadas por el poder amedrentador de facciones religiosas, ideológicas y partidarias.
Con que sólo algunos entre aquellos jóvenes que me escucharon en sus épocas de estudiante, hoy, siendo profesionales, ejerzan sus profesiones con un criterio menos mercantilista y más parecido a ese altruismo que nos caracterizaba a los del TUBA, puedo darme por satisfecho. Lo único pesado de tener que afrontar esas “disertaciones” era la obligación de ponerme traje. Siempre preferí la ropa gastada (aunque no demasiado sucia) del trabajo en el escenario.

domingo, 27 de junio de 2010

EL DICCIONARIO QUE HACE JUSTICIA SOBRE EL TUBA


En 1990 la Editorial Galerna se atrevió a publicar un trabajo de investigación, concretado tras largos años de paciente búsqueda de datos, obra de la Dra. Perla Zayas de Lima, ex becaria del CONICET y luego miembro de esa Institución en la especialidad Teatro.
Es el primer (y hasta hoy único) “Diccionario de Directores y Escenógrafos del Teatro Argentino” y rescata del olvido nombres señeros del quehacer escénico, como los de José Podestá (“Pepino el 88”); Jerónimo Podestá; Enrique Agilda; Julio Tahier; Ambrosio Morante; Juan Carlos Gené; Saulo Benavente; Narciso Ibáñez Menta y muchos, muchísimos más.
Al iniciarse la letra “Q” estoy yo, con un resumen bastante preciso de mi labor como hombre de teatro, a partir de mis inicios en el elenco juvenil de “Radioescuela Argentina”, en Radio Belgrano y el primitivo Canal 7, a comienzos de la década del cincuenta.
Más allá de unas cuantas comprensibles omisiones de algunos trabajos en los que me comprometí a fondo, intentando abrir nuevos rumbos en la forma de encarar el hecho escénico (como las puestas de “El profanador”, de Thierry Maulnier; “El jugador”, de Ugo Betti o "El doctor y los demonios", un espectáculo que se basó en un guión cinematográfico de Dylan Thomas y del que se dijo "Parece cine, pero es teatro"), la reseña tiene un párrafo final (cortado por la fotocopiadora, como se puede apreciar en la foto), que considero algo así como “una síntesis de todo lo que se ha venido negando sobre el TUBA en estos 27 años que transcurren desde su forzada desaparición”.
El párrafo en cuestión dice: “SU LABOR AL FRENTE DEL TEATRO DE LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES, INTENSA Y CONTINUADA, CONVOCÓ A UN FERVOROSO PÚBLICO QUE LO ACOMPAÑÓ ALREDEDOR DE UNA DÉCADA Y LO CONVIRTIÓ EN UNO DE LOS PIONEROS DEL TEATRO UNIVERSITARIO EN LA ARGENTINA”.
Pionero o no (creo que los verdaderos pioneros fueron Galina Tolmacheva y Antonio Cunill Cabanellas), lo cierto es que logré hacer Teatro de Repertorio con universitarios durante nueve años consecutivos, en el ámbito de la Universidad de Buenos Aires (muy a su pesar), y que muchos miles de espectadores, provenientes de todos los sectores sociales de la Argentina, lo disfrutaron gratuitamente.
Gracias, Doctora Perla Zayas de Lima.

SOBRE LA DIRECCION TEATRAL Y CIERTAS FABULACIONES

Aun aquellos que hayan tenido la paciencia de leer todos los textos que he ido poniendo en este Blog a partir de febrero de 2010, referidos a la historia del Teatro Universitario de Buenos Aires, desconocen qué había hecho yo como director teatral antes de abocarme a “inventar” un teatro de repertorio en el yermo, inhóspito y peligroso terreno de aquella Dirección de Cultura de la UBA, tal como funcionaba en los años de mediados de la década del setenta.
No sé, aun, si tengo ganas de contarlo aquí. Hice mucho, como actor, como asistente de dirección y fundamentalmente como director, a lo largo de los veinte años previos a mi decisión de dedicarme pura y exclusivamente a la concreción y posterior sostenimiento del TUBA, durante nueve años seguidos.
Lo que sí necesito contar es cómo fue que llegué a convertirme en director de escena, porque estoy seguro que hay mucho de mistificación en torno a la figura de quien debería ser, en realidad, uno más en el conjunto de los artesanos que integran la realización de una obra dramática, siempre y cuando se cuente, en primer lugar, con una obra dramática que merezca ser corporizada escénicamente, para que el público la conozca, aprenda con ella, disfrute con ella y enriquezca su espíritu con ella.
Yo, Ariel Quiroga, empecé en el teatro a los dieciséis años, dirigiendo.
A modo de justificación de tan repentino inicio, cito una conclusión del eminente Tyrone Guthrie que reza: “La única forma de aprender a dirigir un drama es conseguir uno, reunir a un grupo de actores que sean suficientemente humildes para dejarse dirigir y dirigirlo”.
Esas condiciones se dieron espontáneamente cuando, en agosto de 1956, puse en escena “Los dos derechos”, de Gregorio de Laferrère, en el Conjunto Delfos, uno de los tantos elencos vocacionales que pululaban por los barrios en aquella época.
Muy entradas las madrugadas, en los cafés con billares de Boedo y San Juan, solía pernoctar en interminables discusiones con aquellos teatristas del Delfos, que me aventajaban en unos cuantos años, pero a los que yo aventajaba en mis conocimientos, adquiridos a través del cine, de la forma en que, cada uno a su modo, tanto Elia Kazan en los Estados Unidos como Luchino Visconti en Italia, aplicaban los avances de Stanislavski sobre el proceso creador en la interpretación moderna.
En la dirección lo que cuenta son los resultados. Las reglas y los sistemas son los medios empleados para un fin, de valor sólo para aquellos que tienen suficiente gusto, juicio y sensibilidad teatral para saber cuándo, cómo y dónde utilizarlos. La prueba de un director es la representación, lo que el público y la crítica van a poder ver y juzgar.
Se da el caso de directores que han logrado enorme fama a partir de lo que se cuenta de sus ensayos, pero que pocas veces se han arriesgado a mostrar espectáculos terminados. La leyenda creada por sus discípulos ha de permanecer en secreto per secula seculorum.
En las universidades europeas y norteamericanas se dan cursos preparatorios para futuros directores de escena, pero convengamos que ninguna disciplina teórica puede equiparar su importancia con la de los rasgos personales como la inteligencia, el tacto y la aptitud directiva.
Tampoco, -estoy convencido-, puede un curso universitario proporcionar la capacidad física y emocional necesaria para poder soportar el trabajo intenso, amar la literatura dramática o experimentar el deseo indispensable de dar vida a esa literatura sobre un tablado.
Desde luego y en apoyo de esto último, sería una actitud absurda considerar que con un entrenamiento consciente cualquiera puede ser director. Toda universidad que tenga un departamento de drama excelente, ofrece grandes ayudas al futuro director, pero la realidad histórica parece decirnos que el arte de dirigir se adquiere por un proceso parecido al de la ósmosis.
Según Tyrone Guthrie, (al que ya he citado): “El director es parcialmente un artista que preside a otro grupo de artistas, excitables, indómitos, infantiles e intermitentemente inspirados. También es el capataz de una fábrica, el abad de un monasterio y el superintendente de un laboratorio analítico. No le perjudicaría si además de otras condiciones, posee la paciencia de una buena enfermera, junto con el vocabulario de un antiguo sargento de caballería”.
Es común que en las escuelas de dirección a nivel universitario se trate de poner a los alumnos en contacto inmediato con los grandes textos dramáticos, para saber qué clase de estímulos les produce la lectura de “Rey Lear” o “La Orestíada”. Esta habilidad de poder extraer el valor completo de una página impresa no es un don innato que se tiene o no, porque cambia con la experiencia.
Habrá que conceder que para llegar a ser un director idóneo primero hay que haber vivido lo suficiente. Podía yo entonces, a los dieciséis años, asumir la dirección de “Los dos derechos”, un drama de intrincados resortes afectivos, con largos monólogos y poca acción, que transcurre entre seres adultos y experimentados...?
Quizá tenga mucho que ver el tipo de vida que un joven de dieciséis años ha llevado hasta el momento de plantarse frente a un grupo de actores y disponerse a dirigirlos. A los dieciséis años yo ya había leído a Stevenson, a Julio Verne y a Melville; admiraba a actrices como Vivien Leigh o Ingrid Bergman y a actores como Montgomery Clift, Marlon Brando o Laurence Olivier; había visto en teatro obras de Cliford Odets, Elmer Rice, Bernard Shaw, August Strindberg y Tennessee Williams; había convertido en objeto de culto a Luchino Visconti y su recreación del melodrama romántico en “Senso” e iba casi todos los días al cine.
En una palabra, estaba anímicamente preparado para canalizar mis entusiasmos, mis sueños y mi imaginación.
Lo que apliqué desde los primeros ensayos que me atreví a dirigir fue lo que consideraba haber extraído de la forma verista y al mismo tiempo artística de interpretar, de las treinta y tantas veces que había visto “Al este del paraíso”, de Elia Kazan o las siete u ocho veces que alcancé a ver “Senso”, de Visconti, antes que el gobierno italiano ordenase quemar todas las copias. (Recién en 1971 se pudo volver a ver “Senso”, en una copia reconstruida con retazos de negativos, que distaba mucho de la magnificencia plástica del original).
El resto, mis treinta y tantas puestas en escena a nivel profesional, en temporadas de éxito rutilante o de fracaso desolador, con criticas superlativas o denigrantes, en todos los años que van desde aquella primera aventura con “Los dos derechos”, de Laferrère, en 1956, hasta “Un Fénix demasiado frecuente”, de Christopher Fry, en 1972…fue silencio y olvido, al llegar a la Universidad.
Desnudo, con los pies descalzos, sin mochila acumulando vacuos prestigios, con inocencia y candor y un solo ideario a cumplir: “relevar a los manejos comerciales en la responsabilidad de formar nuestra cultura” (el ideario de Arnold Wesker y su Centro 42), emprendí desde la nada, una mañana de agosto de 1974, la tarea de crear un teatro de repertorio con jóvenes universitarios, en el que todos los oficios del escenario, por arduos y cansadores que fuesen, nos produjesen al aprenderlos y realizarlos, el mismo goce incomparable de la fruta fresca que se degusta en verano, como las uvas que un personaje de la “Comedia de los errores”, de Shakespeare, se dispone a degustar, pícaramente, (en la foto), en una de las gloriosas representaciones de 1978 en la sala del TUBA.

jueves, 24 de junio de 2010

LOS CHICOS DEL TUBA SABIAN USAR LAS GUINDALETAS


En la jerga teatral, las guindaletas son unas simples sogas que se entrelazan en zig-zag, mediante clavos puestos estratégicamente, en los bordes de los practicables que deben forman la llamada “caja escénica”, en un decorado que pretende ser corpóreo y dar idea de realidad.
Los maquinistas de los teatros profesionales son expertos en “el arte de la guindaleta”, ya que un decorado no suficientemente asegurado, hará que en medio de una acción violenta, las supuestas paredes de la casa donde esa acción dramática transcurre, empiecen a temblequear, haciendo que el público se distraiga, imaginando en qué momento el decorado se desarmará como una casita hecha con un mazo de naipes, sepultando a los pobres actores.
En un teatro de repertorio, (como lo era el TUBA), a menudo se ofrecían en un mismo día sábado o domingo, en la sala de Corrientes 2038 (harto precaria), hasta tres espectáculos en diferentes horarios. Esta vorágine de funcionamiento obligaba a un muy vertiginoso trabajo de armado y desarmado de cada una de las escenografías que se usasen en los distintos espectáculos.
Si alguno de ellos requería un tipo de decoración de las llamadas “corpóreas” (o sea, con paredes y techo, como en los ambientes reales), el proceso de armado debía ser (más allá del apuro por cumplir con los horarios establecidos para cada función), muy, pero muy cuidadoso, no fuera a pasar (como alguna vez pasó) que en medio de la representación la escenografía amenazase con “desarmarse” como una casita de naipes.
Los chicos del TUBA, entre muchas cosas más del noble oficio del comediante, también aprendieron, (en la práctica, que es la única manera) a guindaletear.

miércoles, 23 de junio de 2010

A HECTOR SANDRO, EL GRAN DETRACTOR, IN MEMORIAM

Lo conocí en 1957, al ingresar yo (con 17 años) al elenco “Los pies descalzos”, que dirigía Francisco Silva. Sandro era ya un actor de carácter, ideal para componer viejos insoportables y dueño de una técnica formidable, pese a que no sobrepasaba los 25 años. Trabajamos juntos en “El perro atorrante”, de Alvaro Yunke y “Juancito estaba en la luna”, de Julián Cairol. Durante todo el año 1958 compartimos el elenco de “Las cuatro verdades”, de Marcel Aymé, una ácida y desvergonzada sátira a la burguesía y en la que yo obtuve mi primer “triunfo” actoral encarnando al plomero Viramblin. Eso fue en las precarias carpas municipales, instaladas por el recordado arquitecto Linares en Plaza Irlanda y en Ciudad de la Paz y Mendoza, al lado de una feria.
En esas carpas llegamos a hacer seis funciones seguidas los sábados y domingos, teniendo que ir al baño en una cervecería alemana que estaba enfrente, atiborrada de recuerdos del Graf Spee.
Un buen día Sandro se marchó del país, rumbo a Europa, para recalar finalmente en Perú, donde montó espectáculos en la Universidad de Lima. Yo, por mi parte, me refugié en las trincheras combatientes de Nuevo Teatro, al lado de la Boero, de Asquini, de Pinti, de Alterio y de tantos y tantos soñadores, que creíamos poder cambiar la sociedad desde un escenario.
Fue hacia fines de la década del sesenta (la que contó) que Sandro y yo volvimos a encontrarnos, trabajando juntos en el peculiar Teatro 35 de Callao y Corrientes, el sótano que regenteaba Aurelia Padrón de Olivari.
Él como primer actor o fundamental actor de reparto y yo como jóven director “con mucho para decir” (como sentenció Emilio Stevanovich), emprendimos sin proponérnoslo una travesía “a nivel de repertorio”, que habría de marcar toda una época del teatro independiente de Buenos Aires.
Los espectáculos que se sucedieron, a menudo en simultaneidad, obra del equipo “Quiroga-Sandro” (al decir de la revista Gente “una dupla que jamás terminará de sorprendernos”), fueron: “El viaje”, del libanés Georges Schehadé; “Historia de Pablo”, de Césare Pavese; “Magia roja”, de Michel de Ghelderode; “Juan de la luna”, de Marcel Achard, “Lucrecia Borgia”, de Victor Hugo; “La loba”, de Giovanni Verga; “El corazón volante”, de Claude André Puget, además de las obras para niños “Blanco, negro, blanco”, de Alfonsina Storni (donde debutó Antonio Gasalla) y “La palabra del diablo”, de Cátulo Castillo y Héctor Stamponi.
Sandro y yo nunca fuimos amigos. Nuestras vidas privadas no coincidían en ningún aspecto, pero abocados a un montaje escénico no teníamos más que alarmantes coincidencias. Los críticos se dividían en dos bandos, unos para elogiarnos sin reservas y otros para tirarnos con metralla pesada. Lo cierto es que la noche de estreno de nuestros espectáculos, sin necesidad de ser convocados, estaban todos.
Sandro era, dentro de un conjunto de intérpretes (por numeroso que fuera), el equivalente del primer violín en una orquesta sinfónica. Mis marcaciones de movimientos solían ser bastante complicadas (“Eximio malabarista”, “Prodigioso alquimista” fueron algunas apreciaciones sobre mis trabajos de dirección, que nunca supe si apuntaban al elogio o a la diatriba). Desde dentro del escenario, Sandro “organizaba” mis montajes, de modo tal que todo funcionaba con la precisión de un reloj suizo.
En 1969 nos separamos, vaya a saberse por qué motivos, pero en 1974, cuando aparece la posibilidad de crear el Teatro en la Universidad, en la malhadada Dirección de Cultura de la UBA, lo convoqué para asumir la parte de Sócrates en la primera representación, que tuvo lugar el 30 de noviembre, en la sala de Corrientes 2038 (La que hoy llaman “Batato Barea”, en el Rojas).Fue un espectáculo imponente, basado en la adaptación del diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”, que los profesores de Derecho Carlos Biedma y Manuel Somoza habían realizado en 1942 para el elenco universitario que dirigía Cunill Cabanellas.
A Sandro le parecía un despropósito que yo abandonase mi carrera profesional, para emplear “mi talento” y mis energías en educar a las hordas estudiantiles, “a las que sólo les interesa armar barullo y enarbolar postulados políticos, en los que no creen”.
Después del “Fedón”, (cuya actuación como Sócrates en la hora de ser obligado a tomar la cicuta, por la presunta acusación de haber corrompido a la juventud de Atenas, fue sencillamente magistral), no volvimos a vernos hasta el 2003, en que, al fallecer su pareja de muchos años, se quedó absolutamente solo y entonces el reencuentro se hizo propicio.
Teníamos mucho para compartir sobre el teatro que habíamos hecho durante tantísimos años (él lo seguía haciendo, a duras penas, mientras que yo, al cerrarse el TUBA en 1983, no había querido saber más nada con el “infame oficio”).
Un solo tema nos dividía y nos enemistaba de golpe, en esos encuentros de muchas tardes, entre el 2003 y el 2007, que fue cuando falleció: el TUBA. Bastaba que yo sacase a relucir las fotos o las viejas grabaciones de funciones del TUBA, para que Sandro montase en cólera con la misma vehemencia de sus años juveniles: “Nunca debiste abrir ese teatro y encima mantenerlo por más de nueve años, en esa Universidad de mierda, con esas empleadas burras y esos estudiantes obtusos, que se cagaban en estar haciendo un repertorio y en todas las posibilidades de aprender que vos les brindabas…”.
Fue el más enconado detractor de mi “epopeya universitaria”, pero fue un detractor frontal, sincero…no solapado como los que me acribillaron a diario durante los nueve años del TUBA y los que vinieron después, con la “primavera democrática”, que llevan 27 años pretendiendo ignorar que el TUBA existió, no sea que alguien descubra que valdría la pena que volviese a existir.

lunes, 21 de junio de 2010

AQUEL MAGICO DESORDEN

Todo el que se haya aventurado a curiosear los capítulos de este Blog, en los que desordenadamente he ido contando la historia del Teatro de la Universidad de Buenos Aires (que yo prefiero llamar simplemente “el TUBA”), tiene derecho a preguntarse: “Cual fue la razón por la cual la Universidad, habiendo aprobado la creación de ese Teatro, después lo combatió tan insistentemente a lo largo de sus nueve años de vida…?”
“Si era un Centro de Drama que escenificaba los diálogos de Platón y daba a conocer, en muchos casos por vez primera en la Argentina, obras de Molière, Esquilo, Valle Inclán, Racine, Chéjov y académicos de pensamiento avanzado, como el entrerriano Juan Carlos Ghiano, sin soslayar la reivindicación de los precursores del teatro rioplatense, como Nemesio Trejo, Florencio Sánchez o Alberto Vaccarezza…en qué aspectos “deshonraba” la jerarquía académica de la Universidad, como para merecer su desprecio…?”.
Las dos posibles preguntas, desde mi lugar de fundador y sostenedor del TUBA, admiten una sola respuesta: El desorden que su existencia generaba, alteraba la supuesta “serenidad” de los claustros de la UBA.
Cuando la señora de Pagani, jefa del departamento administrativo de la Dirección de Cultura, me vio entrar con un ánfora de yeso comprada en el Once, en octubre de 1974 (un ánfora que se habría de usar en la función del 30 de noviembre de 1974, primera aparición pública del TUBA, escenificando el diálogo de Platón llamado “Fedón, o Del alma”), no tuvo mejor ocurrencia que exclamar: “Pero Quiroga, esto se va a terminar convirtiendo en un teatro…!!!”. (Entre nos: en eso estábamos y con todo el furor que nos proveía nuestra juventud, nuestra irresponsabilidad y nuestro sagrado entusiasmo).
Y encima nos proponíamos no sólo ser "un teatro", sino un "Teatro de Repertorio", lo cual significa acumular cientos y cientos de elementos (trajes, muebles, herramientas, sogas, cacerolas, sombreros, armas de época, plantas, tarimas, focos, tachos con engrudo, cuadros…) y en menos de lo que la señora de Pagani y demás funcionarios de la UBA tuvieron tiempo para darse cuenta, ya ERAMOS un "Teatro de Repertorio".
A la Facultad de Derecho ingresamos por su imponente vestíbulo, en 1978, arriando todos los bártulos de “Relojero”, de Discépolo, al mismo tiempo que entraban señoras ataviadas con vestidos largos para asistir a una jura. A un abogadillo joven que manejaba el área de Extensión de la Facultad eso le molestó mucho, pero la representación fue un éxito y seguramente fue mucho más entretenida que la solemne jura.
En 1979 cerramos la temporada con una única función del drama “Lucía Miranda”, escrito en 1864 por Miguel Ortega y no tuvimos mejor idea que, para recrear el paisaje del Paraná donde transcurre el trágico amor de la española Lucía por el cacique Mangoré, traer del Tigre arbustos y plantas frescas. (Es la foto que encabeza esta entrada).
Cuando con el correr de los días toda esa vegetación empezó a pudrirse (y ningún ordenanza del edificio de Corrientes 2038 se ocupó de sacarla a la calle), el Decano de la Carrera de Psicología que se cursaba allí no tuvo otro recurso de queja que iniciarme un sumario administrativo. Que finalmente el sumario haya quedado en la nada, no significa que no hayamos tenido que temer seriamente, como tantas otras veces, por la continuidad del TUBA.
Podría citar muchísimos ejemplos más de los “desórdenes” que un Teatro metido dentro de una Universidad puede llegar a producir (y produjo, lo afirmo). Es que el teatro es, en esencia, desorden, algarabía, desfachatez, burla, denuncia, provocación…VIDA. Recomiendo ver la estudiantina de fin de año en la Universidad de Pavía, con que comienza el bellísimo film de Franco Zeffirelli “La fierecilla domada”. Su exultancia me exime de intentar mayores justificativos para aquel mágico desorden del TUBA, que tanta plenitud desparramó en sus auditorios durante casi una década.

lunes, 14 de junio de 2010

EN BUSCA DE LA PROFESORA QUE SABIA LO QUE HUBIERA HECHO FELIZ A CHEJOV

Anton Pavlovich Chéjov nació un 29 de enero de 1860. En su edición del lunes 7 de junio de este 2010, en que se conmemoran los 150 años de ese nacimiento, el diario Clarín saca una breve nota para hablar de los distintos eventos programados en el mundo teatral de nuestro medio.
Seguramente no habrá entre ellos ningún espacio que recuerde lo que el Teatro Universitario de Buenos Aires (TUBA) aportó en sus temporadas de 1980 y 1982 y que sin embargo el ensayista Heino Zernak ubicó en especial lugar, al referirse a los montajes de obras de Chéjov en la Argentina, en su biografía titulada “El otro jardín” (publicada por Eudeba y hoy agotada).
Dentro del nutrido repertorio del TUBA, puede decirse que Chéjov ocupó un sitial de preferencia. La “Chejoviana I”, de 1980, incluyó “La gaviota”; “Petición de mano” y la adaptación, a modo de pantomima, del cuento “La novela del contrabajo”.
La “Chejoviana II”, de 1982, incluyó “Un trágico a la fuerza” (que ya se había hecho en 1981 junto a “La sombra del valle”, de Synge); “El canto del cisne”; varios momentos de “El jardín de los cerezos” y la escenificación de los cuentos “Una corista”, “Un carácter enigmático” y “El malhechor”.
Con “El canto del cisne” el TUBA (que cerró las puertas de su sala en Corrientes 2038 en junio de 1983), llevó a cabo en septiembre de ese mismo año su última presentación pública, en el Auditorio de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA.
Entre los miles de encuestas de opinión que el público dejaba a la salida de las funciones del TUBA durante sus nueve años de vida, quedó una (milagrosamente salvada de la vorágine de destrucción que se operó en la Dirección de Cultura cuando finalmente logró sacarse de encima al “molesto” TUBA), que tiene un especial significado en este año de celebración en memoria de Anton Chéjov.
En un pequeño recuadro al final de la hoja, (y con relación a la “Chejoviana II), una profesora de literatura de 35 años escribe: “CHEJOV ESTARIA FELIZ DE PODER PRESENCIARLA”.
Han transcurrido desde entonces veintiocho años, de modo que esta profesora debe tener hoy unos 63. Qué lindo sería que, recorriendo los vericuetos de este “jardín sin fronteras” que es la Web, esa profesora de literatura (seguramente activa aun), descubra este Blog y la imagen de su encuesta.
En ese caso, la permanencia en el tiempo del olvidado TUBA estaría asegurada…con el inefable Anton Chéjov como oficiante.

viernes, 11 de junio de 2010

DE CÓMO IÑAKI URLEZAGA SALE EN DEFENSA, SIN SABERLO, DE LA HISTORIA SUPRIMIDA DEL TUBA

A partir de la entrada del 20 de abril de 2010, (la anterior a esta), había decidido no agregar nada más sobre la trayectoria suprimida del que fuera, durante un lapso de nueve años seguidos, el Teatro Universitario oficial de la Universidad de Buenos Aires (el primero y hasta hoy único en toda su larga historia).
Sin embargo, un artículo aparecido en el diario La Nación el jueves 10 de junio de 2010, me llevó a cambiar de idea. Sin proponérselo ni siquiera saberlo, el eximio bailarín Inaki Urlezaga, al hablar de un diferendo que mantiene con las actuales autoridades del Teatro Colón, reivindica algo que en sucesivos capítulos de este Blog yo he tratado de reivindicar: el derecho de la historia a no ser olvidada ni suprimida.
La epopeya del TUBA (sus nueve años de labor en continuidad; sus 1163 representaciones ofrecidas gratuitamente ante auditorios masivos; su rol de centro de participación de miles de estudiantes universitarios, provenientes de todas las disciplinas académicas de la UBA, en una época signada por la proscripción y el terror; su repertorio abarcativo de todas las corrientes y épocas del acervo dramático universal), fue tajantemente suprimida del historial de la Universidad de Buenos Aires, a partir del retorno de la Argentina a la vida democrática.
En realidad, debió haber ocurrido absolutamente lo contrario: al abrirse el Centro Cultural Rojas (justo en el mismo solar de la calle Corrientes al 2038 que durante sus nueve años de vida fue asiento del TUBA), se debería haberlo restituido a la actividad, libre ya de las censuras y persecuciones que lo asolaron permanentemente, con ensañamiento digno de mejor causa.
Sin entrar a opinar sobre ese diferendo de Urlezaga con el Colón, me interesa destacar el hecho (aberrante, por cierto), de que su trayectoria, al parecer, ha sido suprimida de la historia del augusto teatro.
Transcribo sólo un párrafo de lo que Urlezaga le comenta al cronista de La Nación, que se me antoja, por su elocuencia, casi una suerte de resumen de todo cuanto vengo desbrozando en los más de cien capítulos de este Blog, respecto de la suerte sufrida por el TUBA:
"¿Sabés qué es lo peor de todo esto? Es haberme quitado del historial del teatro. Eso es una negación de mi trabajo. A partir de esta gestión, no existo para el Colón. NO SE PUEDE NEGAR EL PASADO”.
No se puede negar el pasado, afirma Urlezaga. Y sin embargo el portentoso pasado que fue el TUBA para la Universidad de Buenos Aires viene siendo persistentemente negado. Será acaso que el TUBA jamás existió…? E Iñaki Urlezaga tampoco...?